Ella lanzó una risita de satisfacción y luego le abrazó y besó apasionadamente. —Este momento tan maravilloso debería ser eterno, ¿no te parece? —dijo con los labios pegados a la oreja del hombre. Milo Dowell asintió. —No debería acabarse nunca, en efecto. Lo malo es que tengo que trabajar, Jessica. Tenemos que trabajar, estaría mejor dicho. Jessica Bartney, rubia, de figura opulenta, suspiró. —¡Qué lástima! Ahora era cuando lo estábamos pasando mejor… Está visto que en la vida no se puede tener todo. Lo dijo Sócrates, ¿no? Dowell ocultó una sonrisa. A veces, Jessica parecía un poco tonta.
—Estamos a mitad del mes de mayo. Y sólo nos dan de plazo doce días.
—Eso significa que antes de fin de mes puede suceder.
—Tonterías. Esas cosas no pueden ocurrimos a nosotros. Es un vulgar chantaje, nada más.
—Yo no estaría tan confiado. El que envió este mensaje estaba muy bien enterado de nuestro punto de reunión. Y eso no es nada fácil ni está al alcance de todo el mundo.
—Quizás. Pero sigo pensando que pretenden meternos el miedo en el cuerpo y obligamos a pagar. ¡Pagar nada menos que siete mil millones de dólares! Mil millones cada uno de nosotros. Eso es una pura locura.
Como una distinción especial, el guardián le acompañó hasta la puerta. Antes de abrirla dijo:
—Se portó usted bien, Jordán. Espero que jamás vuelva por aquí.
Los ojos helados de Max Jordán relampaguearon un instante.
—Tal vez vuelva —murmuró—. Y no a causa de la nostalgia. La cárcel es siempre un mal recuerdo.
—Sí —dijo el guardián—. Pero es mejor no volver nunca.
Jordán se encogió de hombros. Cambió el bulto a la izquierda y estrechó la mano del guardián.
La piscina era de un club muy elegante y selecto, pertenecer al cual era signo indudable de distinción. La joven rubia se sentía poco menos que en el cielo, ya que su acompañante la había invitado a pasar allí una estupenda velada, disfrutando del sol y de la frescura del agua de la piscina, constantemente renovada mediante el aporte de una cascada artificial, situada en uno de los extremos y que prestaba al lugar un cierto encanto de ambiente natural, acentuado por los árboles, principalmente palmeras, con los que se adornaba el extenso trozo de jardín situado en aquel lugar del recinto. La rubia sabía lo que se requeriría más tarde de ella. A mediodía, almorzarían en el elegante comedor del club. Luego, él la invitaría a tomar una copa a su casa y…
Para cualquier ser humano normal, aquélla hubiera sido una noche realmente de terror.
Pero Rufus Kinlay era cualquier cosa menos un ser normal, tanto en apariencia física como en todos los demás órdenes personales. Tal vez por ello, la noche le importaba un bledo, y la tormenta otro tanto. Es más, ni siquiera pestañeó cuando allá en el negro cielo se desgarraron brutalmente las nubes con el destello cegador de un relámpago, y un bramido de mil diablos conmovió la tierra toda, como en una mala película de horror podrían imitar los técnicos en efectos especiales.
Parecía un ángel y se había vestido como se visten todas las novias el día de su boda. Era rubia, de figura delicada y rostro incomparablemente bello. Quienes aguardaban la ceremonia comprendían perfectamente que Robín Gentle se hubiera enamorado locamente de Hilda Evans. El vestido de la novia era blanco, muy sencillo, sin adornos recargados que habrían destruido la armonía del conjunto. Quizá por ello resultaba aún más atractiva. La novia descendió del coche, acompañada del padrino. Con gesto gracioso, se recogió la cola del traje, que no era muy larga, ciertamente. Pese a todo, la boda iba a celebrarse con relativa sencillez, en una modesta iglesia de las afueras de la ciudad.
El hombre llegó con su automóvil y se apeó, después de detenerse junto a la acera. Entonces notó que se le había apagado el puro que sostenía con los dientes y emitió un breve juramento. Calvin Gorov hurgó en sus bolsillos. Una voz sonó de pronto a corta distancia. —Necesita fuego, amigo. —Oh, sí, claro… Muchas gracias… —Entonces, aquí tiene fuego. ¡Y en el infierno tendrá mucho más!
Aquel día sucedieron dos cosas importantes en lugares opuestos del mundo. Sin embargo, ambas estaban conectadas entre sí de forma muy directa, aunque nadie pudiera imaginarlo. El primer hecho tuvo lugar en Wall Street y pareció, inicialmente, una simple alteración bursátil, un repentino desequilibrio en los mercados internacionales de determinado sector. Realmente, pocas personas se enteraron de ello, y menos aún llegaron a concederle gran importancia. Era una cuestión técnica, en apariencia, y no había por qué concederle mayor importancia que a una repentina baja injustificada en la cotización del dólar o a un mal día en la Bolsa, no previsto por los expertos. El ciudadano medio ni siquiera se enteró de ello. Y el que tuvo ocasión de echar una ojeada a ciertas informaciones de prensa se encontró también con que no entendía del todo el fondo de la noticia, y ni siquiera se preocupó por ello.
Andrew miró a su prima Agni con ojos entrecerrados, mientras ella vaciaba otro vaso bien provisto de whisky y hielo. —Bebes como un cosaco, querida primita —runruneó con voz aflautada. —Acabas de realizar un descubrimiento trascendental… Las palabras se le atropellaban en la boca a causa de lo que llevaba bebido, pero no tanto como cabía esperar debido al whisky trasegado ya. Andrew Welles se sirvió una ración para sí mismo y miró el licor a trasluz.
Ahogó un bostezo y se puso en pie, dispuesto a acostarse. Había tenido un día de bastante trabajo y tenía sueño. Estiró los brazos, mientras contemplaba con ojos críticos el interior de su apartamento. Clay Kipton sonrió ligeramente. Dentro de pocos días abandonaría para siempre aquella casa, en la que no había disfrutado de demasiados lujos. Ahora, sin embargo, su suerte había cambiado notablemente y había podido permitirse el lujo de tomar en alquiler, bastante caro, todo había que decirlo, una casa con jardín en uno de los mejores barrios residenciales de la ciudad. La casa necesitaba algunas ligeras reparaciones y una mano de pintura. Los operarios terminarían dentro de pocos días. Entonces, Kipton iniciaría las operaciones de traslado./p>
Aquel chico era un enamorado del amor.
Algo así como la propia quintaesencia del más maravilloso de los sentimientos que puede motivar la trayectoria del hombre.
Cosa fina, que se dice ahora.
Y poético… ¡cosa mala!
Ellas se rendían ante sus atributos de Apolo, pero sobre todo, frente a la sensibilidad insinuante de su dulce retórica…
Cosa fina, sí.
Elena Monroe, que entre otras cosas se acababa de quitar el sujetador que dominaba la explosividad de sus pechos guerrilleros, cuyas menudas coronas tostadas se habían disparado hacia los labios del hombre como un par de misiles eróticos… lo escuchaba embobada, como en éxtasis.
La mujer, alta, de porte distinguido, parecía muy furiosa cuando abrió la puerta sin llamar con una violencia de la que nadie la habría creído capaz al ver su aspecto.
Una sirvienta, de mediana edad, oyó el ruido de la puerta al abrirse y corrió al vestíbulo. Inmediatamente, lanzó una exclamación de asombro:
—¡Señorita Hester, no puede entrar!
—¿No? —contestó ella sarcásticamente—. Entonces, ¿estoy fuera de la casa?
—Bueno, señorita… Yo quería decir que… el señor Hobson no está, y claro…
El detective Al Sanger es contratado por el dueño de una funeraria que ha sido allanada, y por Rimmer, el dirigente de la más grande corporación de salones de juego y locales de ocio de la ciudad. El lugarteniente de Cotten, un mafioso recién llegado a la ciudad, aparece muerto, y los esbirros de Rimmer parecen los principales sospechosos. Todo amenaza una explosión de violencia entre bandas, que terminará con la aparente paz de la ciudad. Ni a Sanger, ni a la policía, ni al propio Rimmer, les interesa que esto ocurra. Y sólo el buen hacer de nuestro detective logrará poner fin a la incipiente violencia.
La mujer estaba junto a la tumba, mientras un par de hombres la contemplaban respetuosamente a poca distancia. Ella era alta, delgada, con el pelo completamente blanco, y vestía ropajes negros de los pies a la cabeza. El rostro estaba cubierto por un velo negro, que formaba parte del sombrero con que completaba su tocado. En las manos sostenía un gran ramo de rosas rojas. Permanecía rígida, inmóvil como una estatua, sin que ninguno de los dos hombres pudiera apreciar si había lágrimas en unos ojos que, indudablemente, habían sido muy bellos años antes. El ramo de flores estaba sujeto por una gran cinta roja. De pronto, la mujer deshizo el lazo y dejó caer las rosas sobre la sepultura. Luego se volvió hacia los dos hombres.
Warren Kennedy, alcaide de la prisión de Katt Hill, empujó la pequeña caja de madera de cedro depositada sobre la mesa. —¿Un cigarrillo, Eddie? —¡Oh, no! Gracias, alcaide. Demasiado buenos para mí. No quiero acostumbrarme a los refinados placeres. El alcaide entornó los ojos. Dirigiendo una inquisitiva mirada a Eddie Reynolds.
Sonia Yarza estaba tirada en un ángulo de la estancia. Acurrucada y encogida contra la pared. Temblando. —Lo que habéis hecho conmigo es una canallada —disparó de un tirón, como temiendo que de hacerlo despacio no llegara a consumar la frase. Apostillando—: ¡Tú eres un canalla, Lou! El tipo soltó una risotada con varios matices. Escarnio, ofensa, desprecio y repugnancia. —Das asco, chica.
El reactor tomó tierra sin dificultades en la mojada pista de Heathrow. Era un vuelo privado internacional. Había pedido la debida autorización a la torre de control para tomar tierra allí en vez de buscar un aeropuerto particular, y le había sido concedido, ya que el mal tiempo reinante era la causa del cambio de planes del piloto. Por encima del Canal, el aparato había tenido que sortear un fuerte temporal y vientos contrarios que dificultaron su arribada a las islas. Una vez en tierra, descendió del mismo un importante personaje extranjero, con su reducido séquito. El viaje era completamente privado, y cumplió los trámites aduaneros en la forma reglamentaria, sin ningún problema.
Yo, Osiris von Sydow, no podía esperar aquello. No podía esperar de ningún modo que la vida, el destino o quien fuera, tuviesen preparado para mí aquel golpe tan bajo. Tan cruel. Y quizá ello se debiera al hecho de que hasta entonces, la vida, el destino o quien fuese, me habían tratado bastante bien. El balance de mi estancia en este valle de lágrimas —no tan de lágrimas para mí, hasta entonces— era positivo. Favorable. Y a mis veintisiete años había vivido mucho más que otros a los cincuenta. Había acumulado tal cantidad de experiencias como muchos no conseguían obtener en todo su largo período de existencia.
—¡Ya está! —dijo roncamente Héctor Rizaldo. Y sonrió, enjugándose el sudor del rostro y poniendo el mecanismo mediante una simple presión en un botón rojo. Peter Schartz asintió a su vez, conectando el mecanismo de relojería al artefacto reacción activado por su compañero. Luego, sonrió con ojos brillantes y fríos. —Listo —corroboró—. Tiene doce horas de funcionamiento exactamente. Y comprobó que su reloj de pulsera marcaba justamente las seis y diez segundos en ese momento. Echó una ojeada al reloj de su compañero, que señalaba la misma hora.
Un gran coche negro, reluciente, se detuvo ante el edificio principal del aeropuerto de Niza. Las brillantes luces convertían la noche en día, y una multitud de hombres y mujeres entraban y salían apresurados a pesar de la hora tardía. Del gran sedán negro se apearon cuatro hombres. Por unos instantes permanecieron quietos al lado del coche. Tres de ellos eran altos, bien proporcionados, y si uno se fijaba en sus expresiones podía captar la tensión con que escrutaban los alrededores. El cuarto era de baja estatura, más bien rechoncho, y casi desaparecía en medio de sus acompañantes. Uno dijo: —Al parecer todo va bien.