Un hombre con las ropas olientes a oveja, entre los cow-boys de la pradera, suponía una nota tan discordante, que todos los que estaban en el bar, se retiraban asqueados del forastero, que sin preocuparse de los demás, bebía un doble whisky con verdadero placer.
Mujeres ataviadas con sedas, volantes y percales, ponían una nota de alegría en aquélla policromía, de colores y babel humana.
El avance decidido y aun osado de borderers y pioneers[[](../Text/notas.xhtml#nt1)1] a través de los terrenos más heterogéneos y en lucha con todas las dificultades, fue tendiendo sobre la desigual topografía líneas asimétricas de caminos y veredas que con el tiempo y por la necesidad demográfica en un aumento constante de población con la secuela de servicios para su atención, se fue transformando en caminos más amplios para la diligencia primero y en asiento de los raíles después en lentos y rápidos ferrocarriles.
—En este concurso sólo pueden triunfar los del «Ciclón», es cierto que son camorristas, pero también lo es que son los mejores cow-boys de todo Nuevo México.
—Estáis demasiado encariñados con esos muchachos; no digo que no sean buenos cow-boys y hábiles jinetes, pero no son los únicos ni mucho menos. Han venido muchos forasteros, y recuerda lo que pasó el año último; también creíais que iban a triunfar en todo los del «Ciclón», y aquel muchacho desconocido fue derrotándoles en la mayoría de los ejercicios.
—Sí, y ya viste lo que sucedió. Murió en una pelea frente a los del «Ciclón».
—Yo no he creído nunca en esa pelea…
En esta calle, que era océano de barro en los días de lluvia y de polvo, en los de sol, mediante los jinetes hasta la mitad de sus botas de montar y los mineros enterraban su calzado.
Circunstancia esta que hizo construir ante todas las casas unos tramos de escalera que las aislaba de aquella calle.
Frente por frente del Texas estaba el característico árbol que irónicamente era llamado de la Libertad y en el que solían poner a secar a aquellos ventajistas que, sorprendidos en sus trampas con los naipes no podían huir y a otra clase de ventajistas.
Descender de una belleza casi rústica como el lago Tahoe, de cuya visión es difícil olvidarse, a una vegetación escasa, casi nula o calcinada por un sol implacable, fue el contraste que el jinete experimentó, teniendo que colocar el pañuelo debajo del sombrero para proteger mejor la cabeza del calor reinante.
Besó el sheriff a su hija, respondiendo complacida a la caricia, y cuando la puerta se cerró, sentóse a su mesa ensimismándose en la corrección de los ejercicios.
Pero se detuvo en su labor, y cruzando las manos sobre la mesa, pensó en todo lo que su padre acababa de decir, y por su imaginación pasaron los recuerdos de los años transcurridos en Cincinnati, donde la vida era distinta. Ella había asegurado a sus amigas de allá que el Oeste era encantador, con sus personajes nobles, de leyenda…
Una cortina despolvo rojizo semiocultaba el poblado desde la alta montaña, que como un dogal la rodeaba.
Dos jinetes detuvieron sus cabalgaduras, y uno de ellos, echándose el sombrero hacia atrás, secóse la frente sudorosa con un sucio pañuelo, diciendo:
—Ése es Brawley. El pueblo minero de la frontera. Estoy rendido. Podríamos descansar.
—Hagamos el último esfuerzo. Debo comunicar a Nesta que llegaré sin novedad.
—Eso sería tanto como decir quién es.
—No. Yo puedo tener mujer y ser un aventuEsto sería raro.
Selma despertó sobresaltada y asomóse a la ventana de su cuarto desde la que podía dominar, merced a la luna que iluminaba los valles, gran parte de los terrenos del rancho. Con la mano retiraba los bucles rebeldes que caían sobre su frente y miraba con atención hacia la lejanía.
En las calles solitarias próximas al muelle de Seattle, no se oían en aquella hora avanzada de la noche otros ruidos que los cánticos lánguidos y apagados que acompañaban a un lejano acordeón sobre la cubierta de algún barco o bajo el techo oscuro de alguna taberna del dilatado puerto.
Curiosa novela en la que don Marcial se enfrenta nada menos que con uno de los héroes más legendarios del Oeste. Nos referimos a Wyatt Earp (1848-1929), el famoso marshal de Tombstone (Arizona). La novela se centra en varios episodios de la juventud de Earp, todos imaginarios, porque el autor coge de la auténtica vida del personaje escasamente algunos detalles. Nos encontramos con Wyatt trabajando de herrero con su padre Zachary en Kansas City (Missouri). El antiguo pistolero Noble Mac Meyers, también herrero actualmente, enseña a disparar a Wyatt hasta convertirle en el pistolero más rápido del Oeste y también le enseña todos los trucos para ganar con los naipes.
Después de la guerra con los indios, en la que perdieron la vida lo mejor de los guerreros de ambas partes, las minas de las Colinas Negras incrementaron su explotación, convirtiendo esa zona en un verdadero infierno de pasiones.
La divisoria entre el territorio de Wyoming y el estado de Dakota del Sur era un hervidero de ambiciosos.
Se consumían ríos de alcohol y se gastaban libras y libras de plomo y pólvora.
—Estoy seguro de que los Rawlings ocultan todo el que les es posible para enviarlo a esos cerdos de confederados.
—No lo creas. Los Rawlings saben que hay muchas millas desde aquí al Mississippi. Una persona podría llegar sin llamar la atención, pero el oro que pueda llevar encima no pasaría de unas onzas, con lo que los confederados no se sentirían muy felices. Necesitan mucho dinero para seguir guerreando. Ni Francia ni Inglaterra les darán nada como no lo paguen bien.
Como resoplidos de monstruo, el vapor lanzó un largo y bronco silbido poco antes de que las anchas ruedas aspadas de los costados cesasen de azotar el agua y arrastrándose lentamente entre una babel de gritos, consiguió recostarse la nave contra el muelle de tosca madera.
Resultaba difícil poder entenderse entre tantos y variados tonos en los gritos de salutación. Los viajeros apoyados apretujándose en la borda de la cubierta superpuesta y los curiosos amontonados en el muelle producían un ruido ensordecedor.
La familia Sterling, en el valle del Arkansas, era ejemplo de felicidad para todos los habitantes del contorno y el rancho que habían conseguido organizar, seleccionando con paciencia la ganadería, uno de los más famosos de todo el Oeste, hasta el extremo de superar en algunos dólares el precio por res comparada en los otros.
La familia estaba compuesta del matrimonio, Marta y John, que llegaron desde el Lebanon, en Tennessee, hacía muchos años y sus cuatro hijos, nacidos en la cuenca del Arkansas dos de ellos, Joan y Zack, y los dos mayores que vinieron en el carromato siendo muy pequeños aún, como máxima preocupación de los emigrantes.
Los patos silvestres indicaban en su huida hacia el Sur que el buen tiempo se alejaba, empujándoles en busca de clima más apropiado. Su áspero canto dejábase oír de modo constante.
Richard Tedford sentía que la brisa iba refrescando en los últimos días.
Contemplaba el paso de los patos desde la orilla del río cuando embarcaba en su magnífica canoa de abedul unos buenos fardos de pieles.
En su cabaña del monte Watt había dejado otra buena partida de ellas, a por las que volvería más tarde con ayuda de un trineo, que estaba en casa del factor Theo Young, cuidados los perros por Mabel, su hija.
—Tienes que convencerte de que has adquirido unos terrenos que no valen para nada. El ganado se muere de hambre y no hay posibilidad de sembrar en ellos ni salvia.
—Tienes razón, pero he de hacer de ellos una fuente de ingresos. Has de verlo.
Los dos hombres, vestidos de vaqueros, que discutían ante la casa levantada con adobe y madera, más de aquello que de ésta, paseaban con lentitud, contemplando una extensa zona de terrenos, sobre la que unos pastos raquíticos servían de alimento a muchas reses.
—Ese ganado se encontrará cada día más raquítico. Tenemos los mercados muy alejados de aquí y carecemos de los hombres necesarios para hacer una conducción.
El tren se detuvo en su jadear mecánico y la gritería era ensordecedora.
Cuando los dos viajeros descendían, una verdadera multitud les aclamaba.
La joven Violeta sonreía complacida al oír los vivas que daban en su honor y en el de su padre.
Las autoridades locales les salieron al paso y les saludaron dándoles la bienvenida de la ciudad.
Violeta contemplaba curiosa cuanto le rodeaba.
La muerte rondaba por aquel local desde hacía varios días. Habían, muerto ya varias personas, a pesar de que antes fueron avisadas... y ahora le tocaba el turno a una mujer preciosa, de la que estaban enamorados todos los hombres de la ciudad...
¡Solo un hombre podía librar de la muerte a todos los que estaban en la fatídica lista, y de él decían que había aprendido a disparar del mismísimo diablo!
En uno de los paisajes más encantadores del noroeste de la Unión, entre suaves valles, con dibujos caprichosos de los meandros festoneados de bosques que descendían de las montañas a inclinarse ante el curso fluvial, rodeado todo ello de altas cumbres, con nieve la mayor parte del año, se escondía la vivienda ocupada por Ernest Barnes y su hija Eva.
Con el rifle fuertemente empuñado se arrastraba el jinete por las arenas calcinadas del desierto.
Biznagas, cactos y pitas era la única vegetación que veía a no muchas yardas y hacia las que se dirigía.
Una bala levantó tierra junto a su rostro, indicio que no dejaba lugar a dudas de que había sido visto.
Un segundo disparo quedó aún más cerca que el otro.