Todos sus clientes la adoran, la temen, la respetan, los que no la conocen son los extranjeros... Éstos mismos mismos se la intentaran jugar pero no saben con quién están tratando.
Todos los reunidos en el bar se quedaron silenciosos al ver entrar como a un torbellino a Herbert Basseman, uno de los rancheros más ricos de la comarca.
El silencio lo producía el miedo que tenían demostrado en otras ocasiones que sus manos eran veloces y pocos los escrúpulos.
Se detuvo cerca de la puerta y miró a los que estaban reunidos.
Los ciudadanos de California y Nuevo México no habían encajado aún lo del Tratado de Guadalupe Hidalgo y el odio hacia el invasor aumentaba. No apreciaban a los americanos considerados como invasores, ya que el Tratado de Guadalupe fue consecuencia de una guerra, y firmado sin la aprobación de los mexicanos, que deseaban el desquite.
Hacía ya unos años que California y Nuevo México figuraban en la Unión. California como Estado desde 1850 y Nuevo México como Territorio.
Las haciendas eran extensas y en realidad media docena de familias poseían la mayor parte del Territorio.
Los vaqueros y peones de estas haciendas podían cabalgar varias jornadas por los terrenos de sus amos.
El gélido aliento de la muerte se extendía por toda la comarca, desde que aparecieron por allí tres hombres misteriosos con intención de adueñarse de los mejores ranchos...
Por eso se creó un cuerpo de vigilantes constituido por vaqueros y toda clase de voluntarios, dispuestos a jugarse la para acabar de una vez con aquella amenaza
Había sido un año de terrible sequía y el sol se ensañaba con la sedienta tierra, que se arrugaba hosca.
Los caminos eran unos ríos de fino polvo en los que los caballos metían sus extremidades varias pulgadas, haciendo que una nube de polvo envolviera a los caminantes y les llenara los pulmones y los bronquios, produciendo una tos crónica mientras se caminaba por ellos.
Los altos pastizales se habían transformado en cortantes agujas y en un mar de partículas de paja que hacían más daño que el propio polvo.
—Ese vaquero tan silencioso me tiene desesperado. No le oyes hablar jamás una palabra. Si le hablas sólo responde sí o no. Se aísla y está solo la mayor parte del tiempo. No comprendo cómo le admitieron.
—No fue el capataz. Lo hizo el patrón. No sé qué vería en él…
—Yo sí lo sé, pero debió quitarle el caballo, si es eso lo que busca, y darle otro.
—¡Cómo! ¡No irás a decirme que le admitió porque se enamoró de su caballo!
Los ejercicios cow-boys habían congregado a lo más selecto de esta profesión, sin exceptuar a las varias docenas de fuera de la ley que, escudados en la inmunidad de las fiestas, acudían para reunirse con sus familiares y amigos.
Nadie podía decir quién era el más favorito en cada uno de los distintos ejercicios.
La mayoría eran desconocidos en Casper. Por primera vez, esta ciudad ganadera celebraba un festival de tal envergadura.
Los carteles anunciadores se habían, colocado en las ciudades más importante de Wyoming y del Oeste.
Los patos silvestres volaban hacia el sur, indicio de avance del invierno en las inmensas llanuras recortadas hacia el oeste por la cadena de las Colinas Negras.
La corriente del río producía un ruido suave, como de roce, y sin embargo, las nubes oscuras reflejadas en el agua, presagiaban la tormenta que no tardaría mucho en comenzar.
El caballo dejó de pastar y levantó la cabeza como si olfateara algo, enderezando las orejas y moviéndose con inquietud.
Hacía jadear la máquina del ferrocarril el exceso de nieve; su avance era lentísimo.
Los viajeros pegábanse a las ventanillas para contemplar el selvático, paisaje.
Era necesario pasar con frecuencia la mano por el cristal para hacer desaparecer la película que se fijaba en el mismo como índice de la frontera entre dos temperaturas opuestas.
Muchos de los viajeros llevaban juntos varias horas, habiendo hecho esa amistad que parece obligada después de tanto tiempo de convivencia íntima.
La vida del conductor ha sido de las más duras del Oeste y había que tener una fortaleza física comprobada para sostenerla durante unos cuantos viajes.
Desde el momento de partir con la mugiente manada, colocado en la silla, no descendía de ella nada más que los escasos momentos de las comidas y no de una manera definitiva, ya que con frecuencia habían de evitar que los terneros o sus padres se desviaran demasiado en su voracidad tras los pastos frescos.
La tormenta arreciaba cada vez con mayor intensidad y eso que hacía más de dos días que la nieve, en tromba, cubría los escasos árboles y vestía de una blancura inmaculada las rocas y la llanura.
Dentro del fuerte los soldados no salían de la cantina nada más que lo imprescindible y el cantinero frotábase las manos de satisfacción porque la caravana al retrasar las salidas a causa de la tormenta, hacían mayor consumo de whisky y ron.
Pero las reservas de los caravaneros estaban tan limitadas y el camino a recorrer tan largo aún, que no se excedían en el gasto a pesar del tiempo.
Para el rodeo anual, en el que se marcaban las reses nacidas de uno a otro, año, solían reunirse los vaqueros de los ranchos limítrofes, efectuando la separación y el mareaje en conjunto.
De este modo se tenía la seguridad de que las reses que se marcaban correspondían en realidad al rancho en que se efectuaba.
Era labor muy dura esta operación, sobre todo si el número de reses era cuantioso, como sucedía en Hereford cuyos ganados eran famosos en la Unión, hasta el extremo de cotizarse algunos dólares más que otras clases y razas.
La gran tormenta había empujado a las manadas con sus correspondientes vaqueros y carros.
El empuje fue de cientos de millas y el camino quedó jalonado de reses que morían por el frío y la falta de pastos, así como por caídas a los barrancos que la nieve ocultaba a los desconocedores del terreno.
Reses y personas buscaban el sur, huir de esa temperatura tan excesivamente baja que producía llagas en la piel.
Los rostros cauterizados eran protegidos por todas las prendas que estaban a su alcance.
Los curiosos que estaban apoyados a la puerta del saloon que había frente a la oficina del sheriff y prisión de la pequeña ciudad, se quedaron mirando a los dos viajeros que se detuvieron ante la aludida oficina.
Hacían una pareja extraordinaria por darse la circunstancia de que eran dos hombres de edades aproximadas y de estatura poco común.
El bullicio cesó de repente. Los que gritaban callaron; las conversaciones se suspendieron.
El silencio fue roto a los pocos segundos al aparecer en el escenario la «estrella» de turno. Los aplausos calurosos hacían sonreír a la dueña del local, que había sido bautizada años antes, muy lejos de allí, con el sobrenombre, que se hizo popular en la ruta, de Milady.
Nadie conocía con exactitud la historia de Milady. Su rostro no dejaba que los años marcaran su huella y resultaba difícil averiguar su edad.
Richard Dick monta un caballo que cabalga sin rumbo y a su antojo. Dos plomos le habían alcanzado, aunque había conseguido despistar a quienes le perseguían. Ahora vagaban, caballo y jinete, por el desierto. De pronto, amanece sin camisa a orillas de un río. Una dulce voz le habla. Es Verónica Landler, que vive en un rancho en el Valle de la Muerte. Es ahí donde se encuentra. Verónica tendrá que vérselas para esconder a Dick mientras se recupera, pues cree que su padre y quienes trabajan para él podrían matarlo.
El jinete se protegía del viento que, en realidad, era vapor. El calor era asfixiante. El caballo babeaba echando de menos el agua. —¡Debes aguantar...! —decía el jinete a su montura—. Ya estamos en Roxwell. Y, si quieres, podemos bañarnos en el río Hondo antes de entrar en el pueblo. Como es natural, el caballo siguió caminando. Pero el jinete le llevó hasta el río para que bebiera, pero conteniendo su ímpetu.