Todos los años, en el mes de setiembre, se celebra en Pendleton el «rodeo», que lleva a la pequeña ciudad, desde los más apartados lugares de la Unión, a infinidad de curiosos… Hoy se deslizan sobre rápidos automóviles y por unas pistas, cuyos cimientos están llenos de sangre, de aquellos pioneros decididos y valientes. Es posible que hayan sido los indios Umatillas los primeros que se adaptaron al colonizador llegado de lejos y con una diferencia de raza. La fama, como jinetes, de estos indios, ha hecho de Pendleton ciudad de atracción de turistas en la época del «rodeo» y hoy es un espectáculo por el que se cobra una buena entrada, habiéndose construido graderíos para los muchos millares de espectadores que acuden de toda la Unión.
—¿Qué le parecen a usted estas medidas de seguridad que van a tomarse, general? —Mi misión es cumplirlas así que me lo exija Washington, de mi opinión personal, prefiero no hacer comentarios… —Si continuamos reduciendo el territorio indio muy pronto sonarán tambores de guerra, general. Habíamos conseguido establecer una corriente de amistad con esas familias que en todo momento han sabido agradecer la ayuda que les hemos venido prestando, y que ahora, más que nunca, necesitan nuestro apoyo. —Entiendo su preocupación. No tema, coronel; esto es sin duda una broma de mal gusto. —Yo no creo que sea una broma, general —inquirió el dueño de la casa en la que se celebraba la reunión.
Jane Handrick desde la puerta de la casa principal, de las varias viviendas que servían de domicilio a los vaqueros del extenso rancho, contemplaba al jinete que avanzaba hacia ella. Desde las otras viviendas, a unas cuarenta yardas de la principal, unos «cow-boys» miraban al jinete con displicencia. Hacía demasiado calor para salir de la protección de unos porches que les libraba de un sol abrasador.
En Guernsey estableciose una estación del Pony Express y en ella estaban reunidos unos cuantos rancheros de las proximidades con el jinete encargado de la delicada misión de ir hasta Placerville, en California, llevando en el arzón objetos de valor o correspondencia urgente, a través de llanuras y praderas, cruzando ríos y cañones, remontando montañas, vigilado por infinitos peligros. —Yo os aseguro que todos los de esa caravana habían muerto por armas de fuego —decía el jinete del Pony Express—. No son los indios de antes, que atacaban con flechas y hachas. Disponen de buenas armas y es en puestos como éstos donde las consiguen a cambio de dinero o pieles.
Continuaron con dificultad y en silencio. El camino que seguían iba ascendiendo cada vez más. Los guías se detuvieron otra vez. Frente a ellos había una manada de lobos que se movían con su característica pereza que engañaba a quienes no conocían la astucia de estos animales. —Creo que nos estamos metiendo en dificultades que no vamos a superar —dijo la muchacha.
Unos clientes interrumpieron la conversación de ambos. Joseph, el dueño del bar que llevaba su nombre, se acercó para atenderles. Les puso una botella sobre el mostrador y regresó al lado de Thomas Lindbergh, el hombre con quien antes hablaba. Sonrió el viejo minero al verle.
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.
El doctor no tenía más remedio que obedecer.
Pero al descansar el cuerpo sobre un estribo, se dejó caer al suelo, y desde allí, boca arriba, disparó a su vez.
Mat inclinó la cabeza primero. El brazo armado cayó cuan largo era para quedar inerte como el correspondiente a la mano que sostenía la brida.
Unos segundos más tarde, rodaba hasta el suelo, donde quedó con la cabeza en parte enterrada en la arena calcinada.
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.
—Esos senderos son vitales para nuestro ganado, Zimmer… —Son los que utilizan los indios para transportar sus cosechas que tantos beneficios están proporcionando al usurero de Arnold… El viejo no está muy conforme con lo que le he dicho… No quiere que causemos molestias a los indios… —Si no contamos con su apoyo… Tienes que convencerle, Emil. —Piensa reunir a los indios en el almacén de Arnold, donde intentará convencerles del error que están cometiendo. —Si nos cierran esos senderos con alambre de espino impedirá moverse con libertad al ganado.
Las mismas carcajadas que antes. El aludido se puso en pie de un salto. Su rostro indicaba que estaba muy enfadado y dejaron de reír en el acto. Pero la muchacha no se amilanó por su actitud. —¡Indica a éste dónde está la cuadra! ¡Parece que se ha decidido ir a ella!
Daniel Compton y su hermana Patricia estaban sentados a la mesa, servidos por criados que parecían arrancados de una estampa del siglo XVIII. Compton Manor era una de las mansiones más elegantes de Nueva Orleáns. Daniel Compton era, además, el juez de la ciudad. Ella, la severidad personificada y la amante de todo lo recto y justo.
—¡Qué raro que Ben nos visite dos veces seguidas en tan poco tiempo! —comentó el sheriff, que se hallaba con unos amigos charlando en uno de los locales de diversión existentes en Dallas. —Se le habrán acabado las provisiones. —Lo que no comprendo es cómo un hombre tan joven pueda estar encerrado sin salir de ese grupo de montañas —observó otro. —Y no somos capaces de descubrir su escondite...
—¡Es una locura! ¡La ruina de muchos pastos y de ganaderos que eran y debían ser respetados! ¡Esto que hacéis, es la mayor locura! —¡Fuera! ¡Fuera! —gritaban muchas voces. —¡Es vuestro triunfo, Harry Black! ¡La nueva ciudad de bares, saloons y garitos, ha vencido a la honradez y al trabajo! Pero ¿con qué votos? Con los que ha facilitado el alcohol expendido gratis. ¡Ya sabéis lo que hacéis, Harry Black! ¿Qué importa este anticipo? Sabes que os lo devolverán con creces todos los que han bebido ahora sin gastar nada. —¡Que se calle!
En la calle principal de Pecos, un jinete detuvo su montura al lado de un grupo de vaqueros y después de saludarles, dijo: —¡Gary!... ¿Dónde puedo encontrar a tu hermano? —Acabo de llegar del rancho — respondió el interrogado—. Pero supongo que estará en su oficina, míster Brecher. —En efecto — agregó otro de los reunidos—. Hace tan sólo unos minutos que he estado hablando con él. —¿Sucede algo que precise la intervención de mi hermano?
—¡Rossalyn! ¡Rossalyn! —¿Qué quieres, Timothy? Rossalyn está con las ovejas. —¡Ya debía estar en el campo con los rebaños! Si en un par de semanas no han engordado lo suficiente... Chevelah no nos comprará una sola cabeza. ¿Qué diablos está haciendo en los corrales? —Lo que tú y tu hijo debíais estar haciendo.
—¿Quién sirve aquí? —Espera un momento, forastero... En cuanto termine de hablar con estos amigos, te atenderé. El forastero, un muchacho cuya estatura llamaba la atención, miró de manera indiferente al barman. Hacíase difícil poder averiguar el color de sus ropas por la gran cantidad de polvo que llevaba encima. Acercóse al barman y dijo: —Has podido sacudirte el polvo antes de entrar...