Juan no es un chico como los demás, es alguien que desea enamorarse y vivir el amor con la mujer de sus sueños. En una ciudad pequeña, conoce por casualidad a una hermosa chica de solo 18 años. Ella es dulce, inteligente y muy humilde. Los amigos de Juan no entienden que este no salga a divertirse con otras chicas porque todo su empeño está en formar una familia. Las dificultades son muchas, y los impedimentos pueden hacerle desistir…
La casa-palacio de los Santelmo era como una maldición para el pueblo de Vitorel, que no perdonaba. Los niños no jugaban en aquella plaza, y si lo hacían, alguien los alejaba de allí, señalando con desprecio el palacio de grises muros tras los cuales se había ocultado el pecado. Olga comprendía ahora todo aquello, la actitud de su padre, taciturno, hosco, la frivolidad de su madre que se moría poco a poco en el antiguo palacio, su huida un día cualquiera olvidando deberes, esposo e hija. Pero…, una vez más se preguntaba, ¿tenía ella la culpa de que su madre deseara vivir bajo nuevos horizontes?
Existía una quinta chica llamada Mary Chon Estrada, si bien a esta no la mezclamos en el grupo anterior porque, la verdad, Mary Chon no andaba a la caza de marido. Mary Chon tenía diecinueve años, acababa de regresar de un colegio suizo, y no era apasionada ni le gustaban los hombres como a sus amigas. Mary Chon Estrada, hija de un general retirado, heredera de una fortuna considerable, hija única y mimada, pensaba aún en las muñecas y en obras de caridad. Era de una espiritualidad tan sorprendente que sus cuatro amigas se guardaban de lamentar su soltería cuando ella estaba presente. Y el que dice su soltería, dice otras muchas cosas que las chicas comentan entre sí cuando se saben solas, sin testigos masculinos. Porque hay que ver lo que hablan las chicas cuando nadie las oye…
Segunda parte de la serie Los diarios de Isabel Guzmán.El matrimonio de Isabel y Fernando sigue igual de apasionado que el primer día. Ahora son sus hijos a quienes poco a poco se les va despertando esa llama a la que algunos llaman amor y, otros, pasión.
Bing mantenía sus dudas. Zoe, a su entender, era digna de amor. Más, no por ello, aquellos hombres habían de amarla, desinteresadamente. Zoe Bianchi tenía mucho dinero, demasiado dinero para esperar solo amor en la vida. ¿Y a él qué diablos le importaba que fuera más o menos querida? Era su amiga, su vecina, y cuando pasaba junto a su casa le sonreía suavemente y le decía buenos días o buenas tardes o buenas noches. Todo se reducía a eso. Él no podía pensar en una mujer como Zoe. No tenía dinero, vivía del producto de aquella pequeña granja, tenía dos criados, una cojera, un bastón y treinta años. La cosa no era consoladora, precisamente.
Todo marchaba muy bien en la vida de la señorita Cathy Mulhouse, una respetada mujer de negocios. Sin embargo, un accidente automovilístico por parte de uno de los trabajadores de la firma de coches de la que ella era la dueña lo cambiaría todo.
Primera parte de la serie Los diarios de Isabel Guzmán.Isabel Guzmán hace a veces de padre de familia desde que el segundo marido de su madre murió. Gracias a la ayuda de don Gerardo, médico del pueblo, se formó y terminó siendo su enfermera. A su muerte, Isabel lo lloró sinceramente y sentía que un nuevo hombre —Fernando Santana, el nuevo y joven médico— para ella desconocido viniera a importunarla. Lo que no sabía ella es que Fernando terminaría siendo quien le compraría un nuevo diario, y quién sabe si algo más...Continuación de la serie en el libro: Diario de una madre.
Ana Alcántara, chiquilla procedente de una familia adinerada de Cádiz, consigue todo lo que quiere de sus padres con su vitalidad, su alegría y su belleza, siendo terrible en los estudios y en el trato con aquellas personas fuera de su círculo. Gerardo Bilbao, incipiente dentista afincado cerca de la vivienda de Ana, sufre los desplantes de la joven durante la colisión de sus vehículos, jurando una venganza próxima en la primera ocasión que tenga a la Srta. Alcántara disponible. Tras un viaje a Estados Unidos junto a su padres, la joven Alcántara vuelve demasiado cambiada. La madurez, la serenidad y la elegancia han hecho de ella una señorita que nada hace recordar a la locura de su niñez. Ana va a dar el pésame a Gerardo por el fallecimiento de su madre, y la chispa surge entre ellos.
Bárbara Grant, hija del muy ilustre lord Karhfl, regresaba a su casa en aquel departamento del tren. Fumaba un cigarrillo y miraba por la ventanilla, pretendiendo apartar sus ojos de la llamada imperiosa de aquellos otros ojos. El dueño de estos ojos era fuerte, ancho de hombros, de breve cintura. Sin duda era un hombre elegante, acomodado, ganadero del país quizá, a juzgar por sus ropas de grueso paño y sus botas algo manchadas de barro. Pero, como quiera que fuera, resultaba elegante. Fumaba una pipa recortada, de madera negra, brillante, y la cazoleta era sencillamente enorme. Al chupar hundía las mejillas y al expeler el humo sus duras facciones quedaban difuminadas por el humo que luego se perdía por la ventanilla del tren.
Se enteró, por un amigo conservero, que en Madrid había una profesora muy buena, joven, de noble familia venida a menos, viuda y con dos hijos gemelos que, según decían, era estupenda para enseñar a las muchachas como Elvirita. Además, el informador añadió que dicha profesora conocía todas las artes sociales y que una profesora así vestía en una casa y proporcionaba aire elegante a las niñas. Don Pedro se lo refirió a su mujer y esta accedió de buen grado. Ahí es nada, una noble enseñando a su hija.
—Oye, papá: si Rolfe es todo eso que tú dices y aún tiene edad para casarse, ¿por qué crees que no lo hace?—No soy tan indelicado como tú, querida mía, y jamás se lo he preguntado.—No está bien que subas tanto al piso de Rolfe, Kit —intervino la dama—. Rolfe es un hombre soltero y libre, y vive solo. Y tú eres una mujer joven y bonita…—Gracias por el elogio, mamá —rio ella burlona—, pero no veo por qué he de dejar de subir. ¿Crees acaso, que corro peligro al lado de Rolfe? —y volvió a reír.—Tú eres una coqueta redomada, Kit —reconvino la madre—, y tan frívola que nunca sabrás lo que es el verdadero amor. Pero temo por Rolfe.
—La mujer debe formar un hogar, dar hijos para el cielo y hacer feliz al hombre que sea su compañero. —Estoy de acuerdo, mamá. Pero no pretenderás que ponga un anuncio en el periódico, ni que me case con uno de los candidatos a mi mano sólo porque sea de mi clase —recalcó —. Tengo un alto concepto del amor y me casaré enamorada o no me casaré. —Esas son tonterías, —adujo la dama, enojada—. Cuando tu padre y yo nos casamos apenas nos conocíamos. Mi familia consideró conveniente que yo me casara con el heredero de los Kilowatt. Yo, que era también una rica heredera, como ahora lo eres tú, pero que no tenía ideas raras en la cabeza, me casé con tu padre y fuimos muy felices.
El caballero sonrió enternecido. —Ted es así. Ya lo verás. Parece un tarzán. Siempre lleva medio pecho al descubierto, los pelos enmarañados, las manos callosas y en sus ojos color avellana hay un mundo de oculta ternura. —Mucho le quieres. —Sí. Era un gran muchacho y no creo que haya cambiado. Pese a su exterior rudo, resulta un hombre sensible, lleno de virtudes. Pero hay que ahondar para verlas, para palparlas. Nunca lo juzgues por su exterior. A las personas así hay que hurgarlas, analizarlas por dentro. Son personas con valores ocultos.
Edmundo Kugder —Ed para los amigos— retiró la cortina y miró hacia al exterior. No dirigió la vista hacia la suntuosa fachada de enfrente, ni siquiera hacia los grandes balcones pintados de un color crema muy tenue, ni el auto aparcado frente al regio portal. Ed Kugder lanzó una penetrante mirada hacia la terraza de la casa del procurador Peter Chandler, si bien no pensaba encontrarse con el dueño de la señorial mansión; esperaba, y acertó, hallar a su hija, la muchacha que todas las mañanas, a la misma hora salía envuelta en la bata de casa y se hundía en la hamaca cara al sol. Y allí estaba Haya Chandler como de costumbre si bien esta vez vestía pantalones cortos de un tono indefinido, camisa a cuadros y fumaba un cigarrillo, cuyas volutas subían hacia el cielo.
—Nelly —gritó Rita—, si no me ayudas tú, estoy perdida. —Lo siento, señorita Rita. Y salió. La joven lanzó una furiosa mirada sobre la puerta cerrada y juntó las manos, ademán en ella habitual cuando algo la contrariaba. Todos se volvían contra ella. Todos, incluso Nelly, y eso solo porque ella amaba a un hombre. Un hombre que tenía la importante edad de veinte años y aún no había empezado su carrera de médico. Pero eso era lo mismo. Ella quería a Juanjo y las estúpidas de sus hermanas la vieron con él, fueron con el soplo a su madre y las consecuencias no hacían falta decirlas. Las veía un ciego.
—¿No me contestas, Miguel? ¿De veras no tienes novia? Era el crepúsculo. Entre la hacienda de los Samaniego y la casa solariega de los Vega, solo había un paso, como un paréntesis, en el cual tenía ahora lugar la conversación. Había un pequeño prado al extremo de la carretera y allí enclavada una gran piedra. En esta se hallaba sentada Marige, vestida con una falda de lana oscura, una chaqueta de punto, un pañuelo en torno al cuello y el velo de tul en la cabeza. Venía del rosario como todas las tardes y Miguel, que espiaba su paso, siempre salía al camino y ambos departían un buen rato. Mas, aquella tarde, la conversación tomaba derroteros diferentes y Miguel se dijo que si no hablaba en aquel momento, no lo haría en el resto de su vida.
—Enamorarse así de un extranjero es impropio de una muchacha como tú. —Pero, tía Sara, si Juan no es extranjero. Ha nacido aquí y se marchó a Texas a los diez años. —Y ahora tiene treinta —gruñó Sara Palacios, sacudiendo sus enormes manazas—. Lo cual quiere decir que es un tejano de mala catadura. Patricia se impacientó. —Tía Sara, Juan es un muchacho excelente, ha venido a España en viaje de placer y al llegar a su pueblo natal me conoció, le gusté, se enamoró de mí y ahora quiere casarse y llevarme con él a Texas, lo cual me agrada.
Beatriz vive con su tía Engracia, que tiene planes para ella, una auténtica Miranda de la Cruz y Gil de Velasco. Pero los grandes apellidos no dan de comer, así que la decidida muchacha emprenderá una nueva aventura fuera de su pueblo natal. El destino le tiene preparada una sorpresa que nunca hubiera imaginado la tía Engracia, ni la propia Beatriz. Federico González es serio y trabajador, y no soporta los condicionamientos sociales. Una propiedad inmobiliaria les pondrá en contacto.
Ana Welsh, hija del muy ilustre lord Welsh, se detuvo en la terraza y lanzó una breve mirada hacia el parque. Había nevado durante la noche y los setos del jardín aparecían cubiertos con una espesa capa congelada. Hacía un frío penetrante, pero Ana, ilustre personaje de doce años, se cubría con una hermosa pelliza, calzón de lana, gorro en la cabeza, gruesas botas cubriendo la brevedad de sus pies y enguantadas manos. Su mirada altiva recorrió el contorno y al ver a su primo Tom, le hizo una seña con la mano. El muchacho que se hallaba al lado de Tom, miró hacia la joven milady y sonrió. Era su sonrisa tenue, imprecisa, diríase tímida si Curt Perkins lo fuera. Pero Curt no era tímido; únicamente sabía el lugar que ocupaba en aquella regia mansión de la cual sus tíos eran jardineros.
—¿Quieres de verdad una limonada? —Claro, mujer. —Es raro que tú, tan amigo del licor pidas una limonada. —No hagas objeciones, Rita —rio, flemático—, y dame lo que te pido, si es que quieres darme algo —miró a un lado y a otro y añadió interrogante—: ¿Dónde están tus hijos? ¿Y la… Venus de hielo? —¡Andrés! —Es una guapa mujer —sonrió burlón—. Lástima que sea un trozo de hielo. —Andrés. Le tienes manía a la señorita Saxon… Es una muchacha admirable, inteligente, culta, domina varios idiomas… —No lo dudo, mi querida hermana. Te aseguro que no lo dudo en absoluto; pero admite conmigo que es una bella piedra.