La factoría de York, que años antes era la única vivienda, era en realidad, en la época que nos ocupa, un pueblo pequeño aún, pero pueblo al fin. Cerca de los muelles, entre los bosques de abedules, abetos y pinos, muchas canoas, de corteza de abedul la mayoría, hablaban de otros tantos propietarios o familias. Por habérseles ocurrido a los que construyeron los almacenes de la factoría hacer paralelos los edificios, todas las siguientes construcciones siguieron la misma dirección, a uno y otro lado de la calle, por lo que resultaron tan rectas y tan iguales las edificaciones, que más parecían de juguete que de realidad.
Leo, que deseaba ver a la muchacha, necesitaba que Tab insistiera un poco. Tab preparó todos los objetos que conservaba para llevarlos con él o dejarlos en algún sitio escondidos. Mientras, Leo debía ir a Denver en la diligencia, si no quería llevar su caballo. Pero Leo prefería ir en su montura y así lo hizo, después de despedirse de Robinson y de las autoridades de Cripple Creek.
En Socorro, pequeña población de Nuevo México, situada a orillas del río Grande, un grupo de vaqueros charlaba, a la caída de la tarde, en el taller del herrero, de los asuntos ganaderos de la comarca, sin que llegaran a ponerse de acuerdo. —Considero una locura vender una sola res a esos compradores —decía uno de ellos—. Es preferible llevar el ganado a las ciudades ganaderas. —Vendiendo a esos compradores, aunque se pierda un poco por cabeza, nos evitamos la conducción, que suele salir excesivamente cara e incómoda. Personalmente, pienso que es preferible vender aquí...
—¿Qué haces, Wilson? ¡Deja ahí esa botella! Wilson, que iba a retirar la botella del mostrador, replicó sonriendo con agrado: —Te aseguro que me interesa vender, pero no hasta el extremo de perjudicar a los amigos… ¡Y tú, Bruce, ya has bebido más de la cuenta! —No lo creas, Wilson, aún he de beber mucho más para conseguir mi propósito… Y al dejar de hablar, Bruce, el viejo herrero de Tucson, Arizona, apuró el contenido del vaso y volvió a llenarlo hasta el borde. Wilson, el propietario del modesto local, íntimo amigo de Bruce, le contemplaba sorprendidísima. Era la primera vez que le veía beber en exceso y, preocupado por ello, le preguntó: —¿Qué es lo que te ha sucedido para que quieras embriagarte?
El pequeño pueblo de Trinidad empezaba a animarse con motivo de sus fiestas anuales. Habíanse hecho tan famosas estas fiestas que ni el temor a los grupos de desalmados y famosos pistoleros que acudían a ellas, atraídos por los grandes premios que se ofrecían, era suficiente para evitar que los curiosos llenaran la población.
El comisario salió de la parte en que se hallaban los calabozos y dejó sola a la muchacha, que no por eso dejó de gritar sus insultos que se oían desde la calle.
La celda de Penélope no se abrió en dos días, nada más que para entrarle la comida. Y eso que se negó a comer.
Era comentario general en la ciudad la detención de Penélope, que era conocida de todos y a quien se estimaba, ya que era popular su honradez y carácter amable.
El herrero le contempló en silencio, echándose a reír una vez que el cliente amigo abandonó el taller. Movió la cabeza en sentido negativo y se entregó de nuevo al trabajo. Poco después percibía los característicos gritos de los conductores de la diligencia y se asomó a la puerta. El pequeño vehículo pasó en ese momento frente al taller, dejando tras sí una gran nube de polvo. Frente al Brazos, considerado como el mejor saloon de la ciudad, se detuvo, como siempre.
Nevada, mientras cabalgaba, no dejaba de pensar en Dolly, la hermosa joven que había conocido en su último servicio y de la cual se enamoró, así como correspondiendo ella a su amor. Cuando descendía por la montaña, tras la cual, como recostado y somnoliento, se encontraba Valle Jordán, Nevada era completamente distinto de cómo le habían conocido anteriormente. Sonriendo, pensaba que ni la propia Dolly le conocería si le viera en aquellos momentos. El rostro cubierto por una sucia y abandonada barba con mechones de pelo caídos sobre la frente; el sombrero, grasiento; los pantalones brillaban cuando la suciedad que los cubría era herida por los rayos del sol. Las botas de montar, en buen uso aún, estaban adornadas con unas espuelas de plata de enormes rodajas Un chaleco mugriento cubría los agujeros que el uso había hecho en la camisa de franela cuyo color primitivo era difícil adivinar.
Meredith echó a correr hacia la puerta de salida, pero los tres látigos le alcanzaron a la vez. Siguió caminando y, una vez en la calle, los látigos se ensañaron con él. Ninguno de los espectadores se movía de su sitio.
—¡Pero, Ann! ¿Cuándo vas a dejar de comportarte como un muchacho? —¡Quiero que me respeten, padre! Basin lleva unos días molestándome con sus tonterías. —Tal vez te las diga con buenas intenciones... —¿Qué insinúas? —¡Oh...! Creo que... Tal vez tengas razón.
Bruno con los ojos muy abiertos contemplaba el cadáver del vaquero que iba a disparar sobre Chester. No salía de su asombro, cuando se sintió cogido por el pecho y sacado del mostrador por encima de éste. El resto, era una nube de inconsciencia arropada con una tanda de golpes que amenazaban con romperle el cuello. La cabeza iba de un lado a otro.
—Insisto en que no me agrada ese vaquero que admitió el patrón. No habla con nadie, no duerme en la nave, y cuando comemos, no levanta la vista del plato. Sólo se alegran sus ojos cada vez que la hija del patrón le dirige la palabra.
—Es un poco taciturno, pero eso no tiene importancia. Debe tener preocupaciones que desconocemos y por las que observa esa actitud que tanto te extraña.
—No es que me extrañe; es que me ofende esa manera de ser. Monta a caballo cuando terminamos las faenas y pasea durante horas por la pradera. Me gustaría poder asomarme al pasado de este muchacho, como me asomo a la cocina de Peter, aunque no le agrade a éste.
Allan disparó dos veces y ambos rodaron para no volver a levantarse, con la frente deshecha. Enterró los cadáveres para que no pudiesen ser vistos y decidió irse a descansar hasta el día siguiente. Estaba amaneciendo cuando despertó. Recogió todas sus cosas y dispuso el regreso al equipo. En el campamento preparaban todo para continuar la marcha de la conducción de la manada.
El jinete caminaba despacio, mirando detenidamente al suelo. Estuvo desorientado unos minutos. Y, al fin, encontró las huellas que buscaba. Las siguió durante unas yardas y, al fin, subió al caballo. El paso era ahora más rápido, pero no por ello dejaba de seguir mirando al suelo.
— ¡Hola, Garry! — Buenos días. ¿No ha venido Gyp aún? — preguntó el que entraba en el despacho. — No. Pero no creo que tarde mucho. — ¿Qué es lo que sucede para esta ampliación de capital que solicitan ustedes? — No van bien las cosas por Leadville, senador... Parece que las minas empiezan a agotarse y hace falta material más moderno, para aprovechar hasta el máximo y poner en explotación unas nuevas minas que nuestros técnicos han encontrado y adquirido por poco dinero.
—¡Un momento! Ahora te atiendo. —No es nada. Buscaba a Dick. ¿Le has visto por aquí? —Sí. Y ya tiene lo que, al parecer, le has encargado. —Eso me alegra. No quisiera perder más días. Llevo varios aquí. —Estás siempre metido en el rancho. No ha de venir mal a tu organismo este cambio, aunque solamente sea por unos días. —Ahora me espera un largo viaje. —Ahí tienes a Dick.
Ante la puerta del local de Hyden, verdaderamente asombrado de aquella profusión de carruajes, cocheros y lacayos, desmontaba un joven vestido de vaquero, cuando el caballo de un tílburi chocó con el vehículo que iba delante y, lanzando un relincho horrísono, se arrojó a una carrera desenfrenada, entre la gritería espantosa de los testigos. Sobre estos gritos se destacaba uno de mujer, conductora del tílburi.
La fisonomía de Denver había cambiado mucho desde 1858. Los dos pequeños establecimientos que sé fundaron a ambas márgenes del río Cherry, conocidos entonces con los nombres de Saint Charles y Auraria, se habían convertido en una ciudad hermosa, moderna.
Se trazaron calles anchas, paralelas y con edificios que llamaban la atención de los visitantes.
Amplios y hermosos parques servían de adorno y pulmón a la abigarrada población, que pasaba, en la época de nuestro relato, de los cien mil habitantes.
Una vez arreglados, los hermanos Crown descendieron al piso bajo para esperar a los invitados.
Saludaban a todos con simpatía.
Los hombres hacían grandes elogios de la belleza de Alma.
Las mujeres rodearon a la joven para que les hablara del Este y de cosas corrientes entre ellas.
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.