Bill reía de buena gana al escuchar los planes del viejo minero.
Pero, en el fondo, estaba de acuerdo con él.
Pratt había demostrado ser un hombre inteligente.
Salieron de la mina para entrar poco después en la cabaña, donde Pratt se encargó de preparar algo de comida.
Leo pensó que ésa era la razón de haber esperado a llevarle a juicio. Habían preparado a alguien para que dijera, sin error, lo que ellos querían dijese. Y sabía que con testimonio así, cualquier jurado le condenaría a muerte. Una idea que había estado revelándose dentro de él mismo durante la noche pasada, se alzó con más fuerza.
La que hablaba a la puerta era la hija del dueño. Una muchacha de cabellos y ojos muy negros, prominentes formas y boca de labios gordezuelos muy rojos que dejaban ver unos dientes blanquísimos que, por la oscuridad de la piel, curtida por el clima, destacaban más.
La muchacha obedeció, pero mientras se arreglaba no dejó de pensar en aquellos lejanos días en que se sintió tan feliz. ¿Qué habría sido de Stuart? Su tío no le decía nada de él. ¿Estaría casado? Y recordó a los otros amigos de la infancia. Los rostros de todos pasaban por su imaginación. Hacía catorce años que marchara del pueblo.
Gozaba al darse cuenta de los apuros que pasaban para responder a algunas de sus preguntas.
Llegó a la conclusión de que se trataba de dos jugadores profesionales que habrían oído hablar de su tío en Silver City.
Tal vez gustara el juego a su tío y se encontraran a veces en la misma mesa.
Pero estaba segura de que esos negocios de que hablaban, no había nada de verdad en ellos.
Y se dispuso a mantenerse a distancia de los dos.
Es muy difícil que en una leyenda o pequeña historia del Oeste, no figure como epicentro de la misma un saloon o cantina, como más vulgarmente era conocido este tipo de local. En las poblaciones de pequeño censo, la cantina era el lugar de reunión y todos los problemas solían solucionarse allí. Los propietarios de estos locales se convertían en árbitros y su influencia era indudable.
La joven, contemplada risueñamente por los que estaban en el andén, luchaba con las dos maletas que, más que llevar, arrastraba. Se le acercaron algunos mozalbetes de los que se dedicaban a llevar maletas de los viajeros a los hoteles de la ciudad. Era una profesión más beneficiosa de lo que pudiera pensarse, por la importancia de la misma. Y sin embargo, conseguían de tres a cuatro dólares al día. Ingreso importante en aquella época.
Carretones entoldados acudían, sin que hubiera que preguntar lo que buscaban. Todos llegaban con la ilusión de enriquecerse; el medio de conseguirlo no era el mismo en la mente de todos, pero era cierto que ansiaban la riqueza. Los vehículos cubrían todo el espacio no acotado por las alambradas de los ranchos, desde Beatty al Toliche Peak. Cuando las sombras cubrían la región de Beatty, se transformaba en una ciudad bulliciosa, con sus saloons en los que las orquestas descansaban muy poco, aturdiendo con la estridencia de sus instrumentos a clientes y viandantes.
—¡Sandra! ¡Ven...! —decía una de sus empleadas, que estaba asomada a la puerta. —¿Qué pasa? —dijo Sandra, uniéndose a la empleada. —Fíjate en los amigos de los Jones... ¡Vaya estatura...! Son igual que ellos. —¡Vienen hacia aquí...! Las dos entraron en el local y Sandra se puso tras el mostrador. Myrna y Monty entraron en primer lugar, seguidos por los tres forasteros. Dos jóvenes y una muchacha, que no podía haber duda de su gran belleza.
—¡Dejad a la “duquesa”...! —¡Calla tú...! ¡Ella no es como nosotras! —¡Ya lo veo...! ¡Es una duquesa...! ¿No os habéis dado cuenta...? —¿Qué pasa...? Ya os estáis preparando. No tardarán en asaltar el barco los que vienen ansiosos de diversión. ¡Ya sabéis...! ¡Tenéis que ser amables y un tanto condescendientes! ¡Y tú, Rebeca, alegra ese rostro...! No se puede alternar con ese gesto... ¡Espantas a los clientes...!
Lupe, ensimismada en sus pensamientos, no se daba cuenta del trasiego de viajeros que entraban y salían del departamento en que iba sentada junto a una ventanilla, en el vagón que llevaba bastantes horas. Tampoco se daba cuenta de las horas que pasaban ni de los vaivenes violentos que el mal tendido de los raíles provocaba en el vagón. No dejaba de pensar en la carta que llevaba en la maleta, junto a los documentos que en esa carta le pedían que llevara.
El juez de Kansas City, Olson Berry, subió al estrado y tomó asiento. Inmediatamente, anunció el comienzo de la vista. La sala donde se iba a celebrar el juicio estaba completamente abarrotada de público. Todas las miradas estaban fijas en el acusado. El juez tuvo que imponer orden para que los comentarios cesaran. Cuando fue obedecido, anunció:
El local estaba completamente abarrotado y los empleados y muchachas que tenía Julie trabajando servían constantemente verdaderos ríos de whisky. Los tres viejos se abrieron camino hasta que después de muchos esfuerzos y varios minutos, consiguieron llegar al mostrador. Julie, que estaba ayudando a servir en el mostrador, saludó cariñosa a los tres amigos.
Protestó el matrimonio, pero el juez se mantuvo firme y no quiso dejar al detenido a la custodia de ellos. Los Cárdenas protestaron de haberles hecho realizar el viaje para eso. Pero el juez se mantuvo con entereza en su negativa. Y los ganaderos de Tombstone tuvieron que irse al hotel y solicitar asientos en la diligencia para volver a su pueblo y a su casa.
—¿Qué te sucede, Johnson? —preguntó Ava, la dueña de! saloon Plata, al viejo ranchero. —¡Nada! —respondió Johnson malhumorado. —¿Qué deseaba míster Rock? —Ha vuelto a proponerme la compra de mis terrenos. —No comprendo el interés que tiene míster Rock por tu rancho. —Ni yo puedo comprenderlo. —¿Has accedido?
La joven que dijo estas palabras había confesado que era la primera vez que iba hacia el Oeste para reunirse con su hermano, que había tenido suerte y era propietario de un rancho de los más extensos de cuántos había por las praderas del Beak’s Ferky, tributario del río Verde (Green River) y nacido en los montes Winta. El rancho de su hermano, según carta de él, estaba en un terreno que parecía un paraíso, con abundante caza y pesca, y muy cerca estaban las ruinas de lo que fue Fuerte Bridger.
Alex Masón, uno de los hombres más ricos del Estado de Kansas, propietario de varios locales de diversión en la revuelta ciudad de Dodge City, hablaba animadamente con el sheriff de la localidad en el interior del lujoso despacho que había montado contiguo a uno de los saloons de su propiedad, y que comunicaba con el local por una puerta que daba tras el mostrador. Cuatro hombres más, encargados de regentar las propiedades de Alex Masón, escuchaban en silencio.
Y sonriendo, sin que los espectadores volvieran en sí de lo que consideraron como un sueño después de salir Jimmy con Jeanette, Jimmy sacó un revólver, hizo un disparo y volvió a enfundar con velocidad sólo comparable a la de los astros. El cuadro de Lincoln, que estaba pendiente de un delgado cordel, cayó al suelo al ser cortado el cordel con una seguridad matemática.