—¿Me llamabas, mamá? —Sí. Pasa y cierra. Sylvia (rubia, esbelta, joven, bonita, ojos azules y con expresión altiva), cerró tras sí y avanzó hacia la dama. Sentóse frente a ella y cruzó las manos sobre las rodillas, pero esta actitud de espera solo tuvo lugar un instante. Al momento descruzó las manos, extrajo una elegante pitillera del bolsillo superior de su blusa escocesa y procedió a encender un cigarrillo.
—¿No puedo conocer en secreto tus pensamientos? —Ya te he dicho que he de madurarlos en mi cerebro —se dirigió a la puerta—. Disponlo todo para ir a buscar a Kelly a París. Puedes estar de regreso a mediados de semana. —Oye, Jack... He visto nacer a la niña, he visto morir a sus padres. La he criado yo, como tú sabes, y la niña me tiene cariño. —¡Y a mí qué me importa todo eso! No soy un sentimental, Mey. Estamos viviendo, no jugando a vivir. —Pero es que presiento que lo que tú piensas no va a favorecer nada a Kelly. —Al contrario, querida mía. Estimo que la favorecerá extraordinariamente, si bien tendrá que ser muy bella para lograr los fines que me propongo.
La experiencia de una mujer que, sin saberlo, estaba enamorada de alguien ante cuya sola presencia sentía siempre una vaga sensación de malestar… porque su mirada era como fuego en su carne.La pasión, la ternura y el amor, como elementos que sitúan este relato en la mejor tradición de la auténtica «novela rosa».
Le gustaba la incógnita y dejó de preocuparle el deseo de saber quién era y cómo se llamaba. Pero la vio al día siguiente y al otro, y muchos más. Así fue cogido bajo la red de su fascinación. Cuando estaba a punto de descubrir su nombre, ella desapareció, dejando eh su boca aquel intenso sabor de deseo. Eso fue todo. Transcurrieron seis años. Él dejó de ser un fotógrafo vulgar. Se convirtió en un hombre casi poderoso. —¿Paso, Paul? —Pasa —rezongó, interrumpiendo sus pensamientos.
Primera parte de la serie «Querer no es poder»: La casita de la montaña estará esperando a Leila cada jueves. Todos los jueves, uno tras otro hasta que su hermano se recupere. Su traslado a Nueva York va a ser muchísimo peor de lo que ella hubiera imaginado, y eso que aún no sabe cómo terminará su historia… Continuación de la serie «Querer no es poder» en el libro: «La indecisión de Leila».
El día de su boda Leila Heimer decide que no puede continuar con Stephen Knowlton. Leila no es capaz de perdonar a Stephen sus encuentros de los jueves.La palabra perdón es muy fácil de pronunciar. La decimos con la boca, estamos acostumbrados a ella. Pero muy pocas veces se dice desde el corazón… Leila se encuentra delante de Stephen, inmóvil. Cuando le mira no puede evitar que esos recuerdos horribles vengan a su mente: el recuerdo del pasado es mucho más fuerte que su amor. No puede olvidar.Stephen no entiende nada... ¿Acaso no basta con unirse en matrimonio para que Leila perdone todo lo anterior? ¿Los volverá a reunir el destino?
Don Bernardo se puso en pie. Temblaba sacudido por la indignación.—El día menos pensado, David, te encierro. ¿Te enteras? Eres la risión de la costa veraniega. Andas vestido como un mendigo, llamas la atención con tus juergas, te emborrachas con los pescadores, hablas una jerga que yo no comprendo, y esto se acabó. Eres el menor de mis hijos, el único que queda soltero. Hay que casarse, formar un hogar, tener hijos y trabajar.—Mira, papá...—No he terminado.—Bien, pues, sigue.—Y como ya has cumplido los veinticinco años, he decidido que sientes la cabeza.David movió aquélla y comentó jocoso:—La tengo muy firme sobre el tronco
—Yo creí que tus relaciones con Celia eran formales. Emilio se agitó. —¿Y quién lo duda? Pienso casarme con ella, pero cuando yo diga. Eso de que las mujeres ordenen y manden, no va conmigo. —Celia es muy guapa. Emilio estiró los inmaculados puños de su camisa y exclamó con énfasis: —Si no lo fuera no sería mi novia. —¿Cuánto tiempo hace que sois novios? —¡Bah! Bastante. Creo que hace dos años —y echándose a reír, exclamó—: Ella estudiaba él último de Bachillerato cuando yo la conocí. A decir verdad, yo la conocí siempre, como tú y todos los chicos de la ciudad. —Pero nunca aceptó a ninguno.
—¿Piensa usted… quedarse en el valle? —No lo sé —replicó, amable—. Soy heredera universal de los bienes de mi difunta tía. Espero venderlo todo y regresar a Los Ángeles cuanto antes. —¡Oh…! Y se quedó mirando a Olivia fijamente. —¿Por qué me mira usted así? —Creí —dijo él, bajo— que se haría usted cargo de la farmacia. Todos los Whittington, durante muchas generaciones, han sido farmacéuticos. —Yo también lo soy —replicó, gentil—. Mi padre imponía sus tradiciones.
Min detesta a su madrastra, una mujer déspota y sin sentimientos por la que no siente ningún aprecio. Min es inteligente, despierta e irónica y, sin proponérselo, consigue el trofeo más preciado; pero a veces la soledad y la nostalgia se apoderan de las personas más seguras, y sólo el amor puede llenar los vacíos del alma. Después de la tristeza llega la felicidad para Min, una felicidad inmensa y tranquila que le traerá una nueva vida.
¿Vencerá su amor todas las dificultades?Desde hace año y medio Yuri Hargitay trabaja como señorita de compañía de mistress Mildred. Rock Kaish, el hijo de mistress Mildred, no percibe su presencia. Pero por casualidad Rock encuentra a Yuri en una situación que podíamos definir como comprometida.Desde aquel día Rock empezó a sentirse poderosamente atraído por Yuri. Pero entre ellos se abre un gran abismo: la madre de Rock y la posición social.
Pero ya tiene veintitrés años.—Julio. por el cariño de Dios, hijo mío, hoy en día una muchacha, a los veintetrés años, es una jovencita.— Te digo, madre.—Y yo te digo, hijo, que Berta no es una solterona.Julio Torralba descargó un fuerte puñetazo sobre la mesa y vociferó con voz espasmódica:— A este paso lo será muy próximamente, y yo te digo que no quiero tener una hija solterona. ¡Mi única hija! Por mil demonios que no.Dora Aguirre, viuda de Torralba, no pareció inmutarse. Era una mujer de más de setenta y cinco años, pero se mantenía erguida y estable, y su blanca y venerable cabeza se alzaba con arrogancia.
—¿Eres tú, Raquel? —Sí, mamá. —Estoy en la cocina. La joven colgó el abrigo en el perchero del pasillo y atravesó este en dirección a la cocina. Mercedes Astra se volvió junto al fogón, y limpiando las manos en el delantal de tela floreada que rodeaba su cintura, exclamó: —¿Hoy has tardado más que otros días o es que se ha adelantado el reloj? —Tal vez haya tardado más. —Eso me parece. Pon la mesa, ¿quieres? Luego llegará tu padre y Emilio. A propósito de este. ¿Sabes lo que me ha dicho la vecina? Tu hermano acompaña a María Valdés…
Al pasar a la altura de la terraza del café Oriental, la muchacha levantó los ojos. Eran extraordinariamente grises, de un gris claro y transparente. Indudablemente bellísimos. César parpadeó. Los suyos eran negros y serios. Siguieron la esbelta figura vestida de oscuro que caminaba calle abajo con un paquete bajo el brazo. –Asombrosamente guapa –dijo César, sin poder disimular su admiración. –Pero inasequible –replicó indiferente Jesús Padilla. –¿Sí? ¿Por qué? Jesús alzóse de hombros.
—Y te aseguro que si no es así, no me caso—dijo Iris Barton por centésima vez.Cloe Ogieve suspiró:—No irás a pensar que si puedo casarme con un potentado, voy a hacerlo con un limpia, ¿eh?—Coqueteas con todos los chicos—adujo Iris con cierto desdén, que iba muy bien a su pícara belleza morena—. Yo, no. Espero el hombre. ¿Qué éste sea viejo o feo? ¡Bah! El caso es que tenga dinero.—Yo prefiero el amor—dijo Cloe, soñadora—. ¿Has leído alguna novela de amor?Iris soltó una risita.
Doña Patro Bedriñana suspiró ruidosamente. Era una dama de unos cincuenta y cinco años, de pelo blanco y sonrisa soñadora. Aún creía en los cuentos de hadas y en los amores románticos. Con otro suspiro, dijo: —¡Es tan emocionante, Calixta!… Han llegado ayer, ¿sabes? Todavía no los he visto. Supongo que Ana vendrá a visitarme esta tarde. Mi cuñada me llamó por teléfono y me dijo: «Han llegado, Patro». Estaba tan emocionada como yo. Doña Calixta suspiró a su vez. Nunca se había casado. Tenía que ser muy interesante casarse… Ella tuvo un novio en sus tiempos… ¡Habían pasado tantos años desde entonces! Ya tenía cincuenta… Era terrible, ¡cómo corría el tiempo!
—Es un tipo formidable —dijo entre dientes. Cosme siguió la trayectoria de sus ojos. —¿Te refieres a Eloy Morís? —El único hombre que veo en la calle. —Es Eloy. Y si no quitas tu coche de ahí me temo que te lo aplaste con su camión. Irene alzándose de hombros. —Tú debes pensar que estamos en la edad de piedra. Si ese soberbio tipo destroza mi cacharro, ya lo pagará. —Bueno, eso te lo crees tú. Tiene un cuñado abogado, capaz de engañar al mejor tribunal. Además es el alcalde. —¿Ese Eloy? —El cuñado.
Kint Beresford se dedicaba a la cirugía plástica desde hacía cinco años. Era un hombre famoso en Londres. Famoso y respetado, y sus secretarias, enfermeras y ayudantes, se contaban por docenas. Ocupaba un edificio en Hyde Park. Un edificio de seis plantas, una dedicada a vivienda personal, dos a oficinas y dos a clínica. El sexto lo ocupaban los empleados casados, con sus familias. Era Kint Beresford un hombre de aspecto vulgar, rubio, de un rubio ceniza, ojos grises y penetrantes, tez morena, salpicada por alguna peca, dientes muy blancos, y de estatura más bien corriente. Tenía treinta y tres años, y hacía cinco que su nombre se pronunciaba en Londres con admiración. De la nada había llegado a ser una de las personas más conocidas en Londres, y que con mayor asiduidad frecuentaba los grandes círculos. Si alguien conocía su pasado, hacía que lo ignoraba, lo que a Kint le tenía sin cuidado, pues nunca se avergonzó de su oscuro origen. La persona que mejor lo conocía era Batt Marsdon, a quien Kint apreciaba de verdad, pues aparte de esté, Kint no profesaba afecto más que a su carrera y a su poder.
Cuando dos almas de fuerte temperamento como son Beatriz y Pablo son obligadas a casarse, cualquier cosa puede pasar. En su aldea los matrimonios son así, concertados y sin tener en cuenta si se conocen menos aún si se aman, pero Beatriz si ama a Pablo. Una dura vida en el campo, con sus costumbres y tradiciones, marcará el destino de su matrimonio.
Se casó con Eloy a los seis meses de conocerlo. Jamás había amado igual. ¡Fue tan delicioso! ¡Y aquel viaje de novios de dos meses! Sonrió tibiamente. Ningún otro hombre podía ser como fue Eloy durante aquellos primeros meses. Después… Suspiró. Empezaron a conocerse los defectos mutuos. No tuvieron valor, o tal vez inteligencia para disculparse uno a otro, y la llama se fue apagando hasta extinguirse totalmente. Así acabó todo, del modo más simple; pero si hubiera que volver a repetirlo lo repetiría.