A Edwin Colnart le parecía que estaba viviendo una pesadilla. Continuamente se repetía una y otra vez que no era posible, que no podía ser, que era imposible que le sucediera a él... pero todo resultaba real y desagradablemente cierto. Estaba despierto. Y le juzgaban por homicidio. —¡Pero si yo no quería matarlo! —exclamó de repente, sin darse cuenta de que expresaba sus pensamientos en voz alta. Su exclamación interrumpió la poco convincente perorata del abogado defensor, quien, convencido de antemano de la culpabilidad de su cliente, se limitaba a pronunciar un discurso retórico, en el que había mucha paja y apenas grano.
— No hay duda — dijo el doctor Perm, jefe sanitario de la expedición —; son seres inferiores. El capitán Wereth, comandante de la astronave, no había logrado salir todavía de su asombro. — Pero ¡si parecen tan evolucionados! — exclamó. — En lo físico solamente, pero no en su cerebro, que es el de un chiquillo de cuatro o cinco años, terrestres, por supuesto. Adultos con mente infantil y no terrestre, insisto. — Es probable que sea como usted dice, doctor, pero no me negará que es un género de vida envidiable. — Lotófagos — calificó Perm. — ¿Qué? — dijo Wereth. — Según la mitología, quienes comían la flor del loto se convertían en unos seres abúlicos, sin desear nunca nada y vivían en una especie de nirvana.
Mientras volaba de regreso a la Tierra, Ricardo Thomas empezó a echar cuentas. Iba en una astronave, pero le parecía flotar en una nube de color de rosa. En la bodega del aparato llevaba su fortuna. Ricardo se sentía más que satisfecho. Había con seguido, después de largas semanas de exploraciones y algunos meses de durísimo trabajo, veinte toneladas de «energyl». Del «energyl» no se podía decir que se pagase a peso de oro, porque su precio era aún mucho más elevado. En realidad, el dueño de una porción del preciado metal podía pedir lo que quisiera. El «energyl», descubierto casualmente veintitantos años antes por un grupo de audaces científicos, que exploraban un cinturón de asteroides, estaba sustituyendo al uranio en las centrales nucleares.
Andy Morini se sentía de muy mal humor aquel día. Tenía mala suerte. Dos veces había intentado apoderarse de sendas carteras y otras tantas veces había fracasado. En la primera de ellas, la víctima, cuando ya estaba «a punto», en opinión de Andy, había echado a andar inesperadamente, frustrando así sus deseos de conseguir una mejoría económica a costa ajena. En la segunda ocasión, había sido el sargento Burnett, viejo «amigo» suyo, quien le había frustrado el acceso a la propiedad de otro. Andy había tenido que salir por piernas —en eso sí que ganaba al sargento, pero no en astucia y zorrería—, y aun había tenido que felicitarse de que Burnett no estuviese a la distancia suficiente para ponerle las esposas. Como consecuencia de sus fracasos, Andy se sentía de muy mal humor. Había salido a «trabajar» y volvía con los bolsillos vacíos, Linda le iba a armar un escándalo que se oiría hasta en la frontera canadiense.
El aeromóvil armado, en forma de huso, se mantenía inmóvil, a unos dos mil metros de altura, sobre el astropuerto interplanetario de Nueva York. Los tres ocupantes del vehículo se mantenían expectantes, escrutando atentamente el cielo. El que se hallaba en el puesto de mandos repitió por última vez sus instrucciones: — Ya estáis enterados. En el momento en que el aerotransporte de Correos se separe de la nave espacial, lo seguiremos. Al llegar al lugar convenido, será atacado por dos «C». Nosotros, entonces, nos apodaremos de la caja de las piedras y la llevaremos a la Base Cobra. Eso es todo. — Bueno, Ximius, ya te hemos oído y sabemos lo que tenemos que hacer. Ahora dinos: tanto Wolstramz como yo queremos saber qué importancia tiene esa caja procedente de Gomnessia.
El crucero ligero «Polux» navegaba a enormes velocidades por la negrura de los espacios, zigzagueando desesperadamente, evitando las continuas andanadas de torpedos con cabeza electrónica que le dirigía el enemigo. En el asiento del puesto de mando se encontraba el coronel Henríquez, teniendo a su lado al segundo, capitán Sillitoe, que ocupaba tal grado por muerte del comandante Rinaldi, y ante ellos se reflejaban claramente todas las fases de la batalla que estaba a punto de terminarse ya. —Esto se acaba —murmuró con desesperación Sillitoe—. ¡Cuidado, señor! Un rápido movimiento de la mano derecha de David hizo que el aparato se desviara de la ruta que seguía aquel torpedo disparado contra ellos, cuyo cerebro electrónico, al fallar la explosión por contacto directo, hizo funcionar en el acto la espoleta de proximidad. Una cegadora llamarada cárdena deslumbró por un instante los ojos de los dos hombres, en tanto que se sentían violentamente arrojados a un lado por la violencia de la explosión, producida a menos de cien metros de distancia.
Con claro gesto de fastidio, Kevin Krinz introdujo un disco en la ranura de la máquina. Una luz verde se encendió a continuación. Kevin dijo algo a la dictógrafa. El aparato registró su petición. Una tarjeta metálica salió por otra ranura. Kevin se la echó al bolsillo de su traje de «eternlastic», giró sobre sus talones y salió a la calle. Un poco más allá, encontró una cabina vacía. Era de forma cilíndrica y material transparente, también de «eternlastic», aunque de una composición peculiar que le infundía una rigidez semejante a la del vidrio. Entró en la cabina. La puerta se cerró automáticamente. Un ojo electrónico parpadeó en la parte superior. Kevin enseñó la tarjeta. Se oyó un chirrido. Luego un leve zumbido.
La mujer contemplaba en actitud displicente la pelea que tenía lugar a pocos pasos de ella. Mordisqueaba un tallo de hierba y su hombro izquierdo aparecía generosamente desnudo. La falda que vestía apenas si merecía el nombre, dada su brevedad. Estaba apoyada con indolencia en el tronco de un árbol, mientras los dos hombres luchaban salvajemente con sus cuchillos bifoliados. Era una pelea a muerte, sin cuartel, y el superviviente tendría a la mujer como premio. Los contendientes estaban desnudos de la cintura para arriba. Habían conseguido ya algunos golpes, pero las heridas no eran graves, aunque sí aparatosas. Ambos eran igualmente hábiles con aquellos enormes cuchillos, de dos hojas paralelas, separadas entre sí por un espacio de dos centímetros y de filo tan agudo como el de una navaja de afeitar. La ciudad quedaba a lo lejos, a un par de kilómetros de distancia. El paraje era solitario; nadie interrumpiría, por tanto, la salvaje pelea.
La sorprendente e increíble historia de Herb Bleine pudo empezar así: —Lo siento, señor Walker... No me encuentro bien. En efecto, el joven empleado de «Mulvane Car Supplies Ltd. » estaba lívido, trémulo y febril. No hacía falta ser médico para darse cuenta. — ¡Canastos, Herb! ¿Qué te pasa? — No lo sé, señor Walker... Siento escalofríos, mareos... Nunca me he sentido así. Herb Bleine jamás había faltado al trabajo por una indisposición. Posiblemente, ya no se sentía bien cuando acudió aquel lunes por la mañana, como de costumbre, al establecimiento. Era puntual como un cronómetro.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Ese lugar puede que sea bueno, no lo sé. Aún no puedo saberlo. Estoy demasiado lejos. Pero tiene aspecto de resultar aceptable. Sí, seguro que lo será. Tiene un bello color azul. Me gusta el azul. Y ese azul es diferente. Más bello aún…No, no es tan azul ya. Visto de cerca, predominan los tonos grises, blancuzcos… Sí, entiendo. Son nubes. Nubes densas, sobre la superficie de ese planeta. Debajo no sé. Es posible que sea de un feo color. Veremos.
Narra cómo Gaar, el Desterrado, regresa a la Tierra tras 600 años de viaje estelar. Estamos en 3029, una era postapocalíptica en la que la Civilización Humana se ha reseteado. Se visten con pieles, manejan espadas, conviven con lagartos gigantes y anteponen su superstición a cualquier otra motivación. Hasta el punto de vivir atemorizados por unas deidades malvadas y la liturgia de monjes, magos y brujos, hasta tienen por costumbre coserse la lengua al nacer. La alquimia y la magia dominan la sociedad, y así existen ciudades completamente de oro, unicornios voladores, mujeres-gato y guerreros con poderes.
Siempre había sido una fecha solemne aquélla. Siempre se celebraba con esplendor, con un entusiasmo que muchas veces no quedaba luego justificado en absoluto, al adentrarse en el nuevo período de tiempo. Claro que un año era un largo espacio formado por meses, semanas, días, horas, minutos o segundos. Y en ese tiempo podían suceder tantas cosas… Generalmente, se alternan las buenas y las malas; pero el ser humano olvida fácilmente todo lo bueno que recibe, para recordar sólo lo malo. Y entonces, uno siempre cree que ha sido un mal año aquel que celebró ruidosamente en su advenimiento. Por lo cual, en vez de aceptar con mesura el inmediato, prefiere extremar su júbilo, quizá esperando que el siguiente período de tiempo formado por los doce meses, sea mejor que el anterior.
Debería decir que conocí a «Lázaro» un día que iba a ser, para mí, el primero de una nueva y sorprendente existencia. «Lázaro», o «él», que de ambas maneras describía yo a mí hombre. Al hombre sorprendente y portentoso que me fue dado conocer de la forma más insólita. También de una forma trágica, siniestra y oscura.
Lev, furioso, logró incorporarse, precipitándose hacia Pan. Esta vez, con su arma de cargas térmicas en la mano, dispuesto a terminar con la diabólica divinidad, contra toda ley olímpica y de los dioses mitológicos, para salvar a Ilonka de la peligrosa situación.Ante su sorpresa, Pan se volvió hacia él con perversa mirada. Hizo un ademán con una de sus manos. Y tanto él como Alexis quedaron inmóviles, petrificados en medio del vergel policromo del Olimpo. Incapaces de moverse, de actuar, de salir de su pétrea y súbita paralización.
La supernave Galax-09 era como un destello de luz perdido entre millones de luces cósmicas. Como una estela luminosa trazada por un astro errante a través de la negrura infinita del Cosmos.Sin embargo, esa insignificancia aparente lo era sólo en comparación con la grandeza sin límites del Universo. Vista de cerca por algún observador, le hubiera parecido un auténtico coloso del espacio.
Lentamente, los rostros de los demás viajeros se volvieron hacia él. Todos reflejaron una misma expresión de incertidumbre, casi de zozobra y temor.—¿Grave? —se atrevió a indagar Rick McDarren.—Muy grave, sí —admitió seriamente el comandante, sin mover un músculo de su moreno rostro curtido.
Pareció vacilar unos momentos. Miró a uno y otro lado de la apacible y recoleta calle londinense, apenas transitada a aquella hora de la tarde y con tan frío cierzo recorriendo su trazado y levantando la hojarasca caída de los árboles situados tras las verjas de las viviendas tradicionalmente británicas.Luego, con una repentina decisión, subió dos escalones y pulsó el timbre situado a un lado de la puerta, justamente bajo la placa de latón. Esperó pacientemente.
El delincuente se había encerrado en la Torre de la Ciudad.El agente de Seguridad Wadko escudriñó el resplandeciente recinto cilíndrico, rematado por la gran plataforma visual de plástico vitrificado que dominaba toda la ciudad.
No podía dar crédito a su mente, a lo que estaba pensando. A lo que conocía en estos momentos.No sólo eso, sino que nadie, absolutamente nadie en parte alguna, podría jamás darle crédito a él. Los tiempos podían haber cambiado para muchas cosas. Pero la capacidad humana de comprensión y de credulidad, tenía sus límites, a pesar de todo. Y eso era, sencillamente, lo que ocurría. Que era increíble. Inaceptable. Demencial, dicho en una sola y concreta palabra.