No hay nada que me ponga más nervioso que una persona que imita todo lo que hago yo. Supongo que llega un momento en que no se sabe quién imita a quién. Te planteas qué dirá quién te vea. ¿Pensarán que el otro te imita a ti o que tú imitas al otro? Es para volverse loco. Y si el otro es un indio descomunal y sucio, vestido con chaqueta de flecos, con unas greñas hasta los hombros y cara inexpresiva como un pedazo de basalto, peor que peor.
La Ley del Talión.Ése es, ni más ni menos, el curioso nombre de un infecto tugurio situado en el extremo norte de Hissau. Se trata de una destartalada construcción de madera, rematada con uralita, en medio de una playa artísticamente alfombrada con cascotes de botella y con vistas a un precioso mar de residuos petrolíferos, disueltos en cantidades ínfimas de agua.
Indiana James asiste a un combate de boxeo en Las Vegas invitado por uno de los púgiles que es amigo suyo. La pelea se convierte en un salvaje, sucio y brutal ataque a puñetazos por parte de su contrincante. Éste parece estar hipnotizado, en un raro estado febril, concentrado únicamente en matar a su adversario, cosa que consigue pese a la oposición del árbitro, los entrenadores y el resto de personas presentes. Nuestro protagonista se centra en averiguar cuál ha sido el motivo que ha causado el extraño comportamiento del asesino...
Si Norma Maners hubiera sido una persona caritativa, si hubiera conocido el significado de la palabra «amabilidad», si se hubiera compadecido de un pobre enfermo postrado en el lecho del dolor, yo nunca hubiera descubierto una pirámide egipcia, pero también me hubiera ahorrado muchos quebraderos de cabeza, tiroteos despiadados, carreras enloquecidas, luchas contra cocodrilos hambrientos y… bueno, un sin fin de peripecias más. Pero Norma Maners, enfermera-jefe de la planta de Traumatología del Lincoln Memorial Hospital, era dura, feroz, despiadada y sin entrañas. —Mire, señor James —me explicó un día—. Le confesaré que soy una ferviente admiradora de Maquiavelo. El fin justifica los medios, eso es una verdad irrefutable.
No hay cosa peor que carecer de algo, para necesitarlo imperiosamente: los enfermos envidian la salud de los sanos, los casados la vida libre de los solteros, y viceversa. Yo no tenía ni un centavo y, lógicamente, envidiaba a los que tenían los treinta dólares necesarios para costearse una pensión de mala muerte.Estaba en Darwin, la ciudad más al norte de esa isla gigantesca llamada Australia. Una isla tan grande como todos los EE. UU y, más que Europa. Un país en el que coger un avión desde el norte hasta el sur supone el tener que vender tu hermanito pequeño a los mercaderes de esclavos para poder pagar el billete.
No quería ir a Nueva Zelanda, pero tenía que hacerlo. Se me había concedido un plazo de doce horas para abandonar Australia y la alternativa —como casi siempre— era conocer a fondo las delicias e interioridades de las cárceles autóctonas. Estaba en el aeropuerto de Sidney y, en teoría, nada me impedía tomar un avión a las Seychelles, Hawai, o el Kurdistán. La teoría es maravillosa. La práctica un poco más cruda y el dinero en mis bolsillos, escaso. Apenas alcanzaba, y justo, para el peor y más barato vuelo: un Charter con destino a Auckland, Nueva Zelanda. Y yo estaba cansado, muy cansado. Y llevaba mucho tiempo dando tumbos de un lado a otro.
No andaba yo muy brillante en aquella época. Me refiero concretamente al día en que trataron de secuestrar a Oscar y me atacaron los seis equilibristas. He de reconocer que últimamente estaba bebiendo más de la cuenta, y que me pasaba todo el día mirando el infinito y otras cosas sin interés, y que movía los labios como si mantuviera sesudas conversaciones con mi fuero interno. En definitiva, me comportaba como lo haría cualquiera de ustedes si su esposa, o la persona más maravillosa del mundo (cualquiera de las dos) les hubiese dedicado unas frases de despedida antes de emprender viaje hacia el futuro. Eso, después de haber peleado contra un dinosaurio, suele provocar un cierto trastorno mental.
Indiana James se verá implicado en la pugna de dos grandes potencias, sufrirá los rigores del vacío espacial y luchará por su vida a 15000 Km. de la superficie terrestre. Y todo esto sucederá cuando aborde «Un autobús muy espacial».
Por aquella época me ganaba la vida aporreando a la gente. Éste es un trabajo que tiene muchos nombres; por ejemplo, el que usaban mis jefes para referirse a mí: «Encargado de seguridad». Usaban esa expresión, pero pensaban en una palabra mucho más corta: Matón. Matón de discoteca. Tal como suena. Encargado de seguridad en The Frozen Birds, el local de New Jersey al que peregrinaban ejecutivos, artistas y profesionales de Nueva York por la simple razón de que estaba de moda.
Los niños inspiran amor, ternura y devoción. Los niños despiertan nuestros mejores instintos: protección, cariño, comprensión… Los niños están llenos de candor, inocencia, pureza… En resumen, los niños son un latazo. Incluso mi «quasi» homónimo —el aventurero resuelto y tenaz, el profesional duro y codicioso por excelencia— termina dejándose enternecer por todo un ejército de sucios y harapientos mocosos en su última aparición cinematográfica. Olvida que tiene un inmenso tesoro en las manos y sacrifica su bienestar eterno por la cariada y desnutrida sonrisa de una plaga de chiquillos.
En este episodio Indiana James vivirá la noche del mal, cuando el cometa Halley desencaderá el mal en la tierra durante 777 años. Se colgará en un helicóptero perseguido por un esqueleto y luchará contra el hijo de su mejor amigo.
No hay mejor estimulante para un nadador agotado, que el pensar que los tiburones se relamen al oírle. Batí dos docenas de records olímpicos y llegué a la playa en un estado de agotamiento total. Me coloqué bajo unos árboles, mientras descansaba y pensaba qué hacer, en una playa desierta, solo, y en mitad de la noche.
Recuerdo que cuando Angie Brown, la chica que era como un trozo de esparadrapo que no te puedes quitar de encima, se cruzó en mi camino, yo estaba pensando en ir a ver una película de dibujos animados. Acababa de salir del Hotel Metropolitan de Londres y aún tenía frescos en la memoria ciertos escalofriantes acontecimientos vividos en Estambul. Ya les conté eso en mi anterior relato y no pienso insistir. Pero quienes lo hayan leído, comprenderán que después de aquello necesitaba sumergirme en la oscuridad protectora de algún cine de barrio, donde, con tal de que no olvidara darle propina al acomodador, nada terrible podría sucederme.
>Bien, muy bien. Maravilloso. De victoria en victoria, hasta la derrota final. Las industrias Corfort Line podían haberse enterado de quién era yo, podían haberse quedado entre la espada y la pared, hincado la rodilla, agachado su testuz e implorado misericordia, bañadas en un mar de lágrimas. Todo perfecto. Un final feliz de ensueño… … si Zenna Davis me hubiera echado una mano.
Es lo que tiene esto de ser aventurero empedernido: Uno se empeña en estar en países exóticos, con mucha selva y todo eso, y una vez se encuentra en ellos no sabe qué hacer. Estaba harto de discutir con Zenna Davis y me agotaba la monótona conversación de Gronk, aquel indio amigo mío que, prácticamente, sólo sabe decir «Gronk». Zenna me reprochaba que, una vez más, se veía imposibilitada de publicar nada acerca de los hombres-insectos, porque no tenía ninguna prueba documental y quién iba a creer una noticia como aquélla sin pruebas documentales.
Había tomado dos decisiones precipitadas en pocos minutos. La primera, salir pitando de Nueva York; la segunda, hacerlo en el primer vuelo para el que consiguiera pasaje, fuera cual fuere su destino. Fue de este modo como me vi en el aeropuerto de Hamburgo un martes por la tarde, preguntándome qué diablos se suponía que había ido a hacer allí. —¿Turista americano? ¿Buscas hotel? —Me abordó en la misma terminal un tipo escuchimizado y moreno, que aparentaba unos cuarenta años—. Tranquilo, tío; estás en buenas manos. Voy a conseguirte uno barato y decente.
Indiana ya se ha encontrado más de una vez con la organización criminal Electra. Y siempre ha conseguido escapar, con mucha suerte, bastante fortuna y algo de habilidad, pero Electra… quiere la revancha. Y lanzará todos sus efectivos contra él. Esta vez, sólo uno de los dos sobrevivirá, porqué… «Electra es una cruel amante».
Decididamente, no tengo arreglo. Había hecho los más decididos propósitos de cambiar de vida, pero estaba claro que tampoco ahora iban a durarme mucho. Como en todas las ocasiones anteriores, por supuesto. No puedo decir que fuera la primera vez que decidía convertirme en un bicho sedentario, gozar de la tranquilidad, todo eso. Así que, en el fondo, sabía ya que no podía funcionar.
El rally de Montecarlo es famoso entre los deportistas. El París-Dakar entre los aventureros. Éste sólo fue conocido por Indy, y creyó que nunca podría contarlo. Todos eran sus enemigos. Todos querían matarle. Todos pretendían engañarle. Todos… contra todos… y él en medio. Fue lo Indiana James siempre recordará como… «Rally Beirut… ¡Muerte!».
Volví a New York cuando me cansé de vagar por Europa, y lo hice de la manera que ya se estaba convirtiendo en habitual: llamada a Zenna Davis, del New York Times y sablazo. Llamé a cobro revertido, claro. Zenna Davis pagó los pasajes sin pedir nada a cambio. Como siempre. Me vino a buscar al aeropuerto, como siempre. Me llevó a casa, como siempre.