—Hace siete meses que no sé de ella, Dick. Pamela la conocía…, tiene que saber. Además, tú le has preguntado —sin soltar la carta se dejó caer en el borde del lecho. Miró de nuevo a su amigo, esta vez con desaliento—. Ya sabrás, Dick, que soy hombre preparado para todo —alzó la carta hasta sus ojos—. ¿Qué dice aquí?—Bing…—Cuando me despedí de ella, me juró fidelidad. Sabía que yo estaría en Nueva York, interno en este hospital, tres años. No son muchos para una muchacha de dieciséis.—Dame la carta, Bing.—¿Qué…, qué dice de ella?—Mag se ha casado, Bing.
«No volveré», pensó. «No volveré nunca más». Miró hacia atrás y bruscamente echó a andar calle abajo. Ana María ya sabía lo que le esperaba en casa, pero aun así apresuró el paso. Necesitaba llegar pronto. Llevaba apretado en la mano un panecillo muy chiquitín, seis duros, un caramelo para Paquín y dos pesetas de uvas para Paulita. Fue lo que ganó durante el día, además de la comida. Sintió humedad en las sienes y con ademán automático llevó la mano a ellas. De todos modos la humedad persistía. Sintió frío, se estremeció y arrebujándose en la gabardina, caminó aprisa. Avanzó por los charcos, dobló aquella principesca calle, se perdió en un barrio y fue internándose más y más hacia una calle solitaria, húmeda, bordeada de casitas bajas, muy míseras.
Pocas cosas impresionaban a Miguel, un hombre de negocios que marchó para triunfar y ganar fortuna, dejando atrás a su querida Carlota. No era hombre sentimental, ni romántico. Todo lo tomaba con mucha calma. Sin embargo, una carta de su hermano Miguel hará que rompa su faceta de duro. Le inquietará, emocionará y dará un cambio total a su vida.
En la puerta del club, los dos hombres se despidieron. Eran las dos de la tarde. Míster Mac Dowall apretó la mano que el doctor Mills le alargaba, se la oprimió con fuerza, y con aquella su sonrisa de hombre satisfecho de la vida, repitió por tercera vez:—Recuerde, doctor Mills. Le esperamos hoy a comer.—Haré todo lo posible por asistir, míster Mac Dowall. Ya sabe usted que no siempre dependo de mí. El doctor Ashley está de día en día más acabado, y sus clientes aumentan cada vez más mi trabajo.
—No fui yo quien pretendió salir de su ambiente. Nunca pensé casarme con una mujer rica, sólo por el hecho de que lo fuera. La quise porque ella hizo que la quisiera. Tal vez pretendía dar celos a aquel Julio. Quizá... fui una diversión más.Pero, ¿qué importaba todo aquello?Dio una patada en el suelo.—Enterrado —dijo entre dientes, como sí mordiera cada sílaba—. Enterrado. Pero un día... —alzó el puño—. Juro que un día... me las pagará. No sé cuándo ni en qué instante. Pero ocurrirá. Lo siento en mí. Nunca sentí esta ambición. Robaré o mataré, pero me enriqueceré a costa de lo que sea.
A Elizabeth el trabajo de su madre le supone una mancha en su expediente moral, a ella propiamente dicha no, a la sociedad que vive en su condado. Acogida por tía Kitty vive con ella durante años hasta que se casa con Eddie, hijo de una rica familia. Eddie y su familia atormentaran su alma y su físico, intentaran hundirla pero Law, el sobrino de tía Kitty, estará ahí para sostenerla.
—Cliff, ¿por qué crees que Doug hizo eso? —Porque es zorro como una rata venenosa. Presiento que requirió a Lyn, y ella lo despreció. No es hombre que perdone. Además, ten en cuenta que a Weld lo han despedido ya tres veces consecutivas, lo que indica que Doug está relacionado con esos despidos. Es hombre poderoso. No existe en Nueva York empresa industrial que no le deba un favor. Suponte que esto no queda aquí. Que Weld sigue colocándose y siguen despidiéndole sin piedad. Llegará un momento en que no habrá quien lo admita ni siquiera como un empleado vulgar. —Eso es monstruoso.
—¿Tan imposible te parece a ti, tener relaciones formales con una mujer durante dos años? Entonces, ¿qué harías si empezases a los veinte y te casaras a los treinta, como hacen muchos hombres? Adolfo, te lo digo en serio, yo esperaré por ti el tiempo que haya que esperar. ¡No faltaría más! Te amo, bien lo sabes, y puesto que te amo, aquí me tienes, dispuesta a esperar lo que sea. ¿Dos años? No son tantos años, Adolfo. Por un novio se hace lo que sea, y..., ¿sabes lo que te digo? Casi estoy por aplaudir a tu padre. Era un hombre inteligente, no cabe duda.Octavio, que escuchaba la conversación mientras fumaba un cigarrillo, acomodado negligentemente en una butaca, sonrió divertido. Esperó un instante con la ceja alzada, imaginándose la salida de su amigo Adolfo con respecto a la «generosidad» de su novia...
Sonrió a lo valiente. No, no era una chica valiente. Pero muchas veces se había encontrado en peligro y supo siempre salir indemne de él.Dio un paso al frente y asió fuertemente la maleta. Con ella en la mano atravesó el pasillo del tren. Dos o tres pasajeros se perdían en la negrura de la noche.«Desde este momento —pensó ardientemente—, iniciaré una nueva vida. Nada dejo tras de mí, ni nada veo delante. Piso firme hoy, y jamás daré un paso atrás. Adelante, pues».
Perdí a mi padre al cumplir los veintidós años. Fue una gran pérdida para mí. No sólo por carecer de madre a quien apenas si conocí, sino porque mi padre fue un hombre magnífico, y su compañía suponía para mí el compendio absoluto de mi vida. Ya conocía a mi tía Elisa. En vida de mi padre tuve ocasión de oírla disertar sobre la juventud, la libertad de ésta, sus malas costumbres, etcétera, etcétera. Me resultaba repulsiva esta mujer. No obstante, antes de morir mi padre, me rogó entre otras cosas, que pasara a vivir con ella mientras me fuera posible.
—La riada no te permitirá pasar hasta aquí, Mitzi. Quítate de la ventana, vas a pillar una pulmonía.La Joven no se movió. Se diría que la habían clavado en aquel rincón, pegada al ventanuco desde el cual divisaba parte de la selva.El viejo Euri levantó la venerable cabeza y fijó los cansados ojos en la esbelta silueta de la muchacha.No muy alta, de breve talle, piernas rectas, bien formadas… No veía su rostro en aquel instante, pero a Euri no le era preciso, para saber cómo era Mitzi. Veía su negra cabellera, larga, sedosa, cayendo como un manto en torno a la espalda.Vestía una, larga falda de paño oscuro exenta de estética y una blusa sin mangas, muy descotada, por donde se apreciaba su carne morena, joven, mórbida.
—Dice también —prosiguió, haciendo caso omiso de la indiferencia de su primo— que una vez casados, heredaremos por igual la fortuna de la dama, independientemente uno del otro. Es decir, que seremos dueños por separado de la fortuna que nos ocupa. Yo pienso que una vez casados pones un pretexto, buscas cinco pies al gato, cosa que tú sabes muy bien hacer, pides el divorcio, te vienes a Chicago y me das la mitad de la mitad que heredes. ¿Qué te parece el negocio?—Una cochinada.
Mónica leyó de nuevo el anuncio inserto en la prensa de la noche anterior, recortado por ella y sobado ya, de tanto haberlo leído.«Hombre abrumado por la soledad, maduro, rico, sin familia, desea amiga joven, culta, de buenos sentimientos, bien parecida y piadosa. Presentarse a…».Era una tentación. Ella tenía el deber de evitar todas las penurias a los suyos. El sueldo que percibía en su actual trabajo y el de Nicholas no alcanzaban para mantener decorosamente a la familia. Quizá aquel hombre…, se enamorara de ella. Quizá fuera lo bastante rico para quitarle todas las penas de encima.Aspiró hondo.
—Que sea la última vez que estacionas tu auto delante de la casa de Belén. ¿Qué te propones? Mariqui inmutable.—¿Eres una envidiosa, o qué eres?—No seas majadero —replicó Mariqui mansamente—. ¿Envidia de qué? ¿De la monada rígida, anticuada, de tu novia? ¿Acaso de ti, profesor?—No me faltes al respeto.—Oye, ¿es posible que una poca cosa como yo te exaspere de ese modo?—Mariqui, llegará un día en que no respetaré que eres la hermana de mi mejor amigo.
Los ojos maravillosamente verdes de Cristina vagaron indecisos por la muchedumbre allí apiñada. Sabía que a ella también la buscaban, que poco tiempo estaría sola. La mirada de muchos de los bailarines se posaba en ella con codicia, anhelante, deseosa de que el bailable acabara para tenerla a ella como pareja. Sintió asco.Volvió el recuerdo de Juan a su imaginación. Con él todo era tranquilidad y sosiego. Sabía lo que quería y a dónde iba. Sabía cómo tratar su asustado corazón.¿Por qué se había ido así? ¿Por qué?El bailable acababa.
Carl Reilly lanzó una sarcástica mirada a través del ventanal. A pocos metros, de pie en la acera, se hallaba su amigo Thomas Blake, besando la mano de Amy Lacigny y saludando respetuosamente al muy opulento míster Lacigny. Carl vio cómo Thomas abría la portezuela del elegante automóvil, y cómo Amy, con una sonrisa que por sí sola era una invitación, se despedía de Thomas. Vio también que míster Lacigny se sentaba ante el volante y con su mano enguantada saludaba a su amigo. Carl sonrió. Allí tenía Thomas una buena oportunidad. Antes de sentarse nuevamente ante su mesa de trabajo, aún miró hacia la calzada.
Ciencia ficción, Juvenil, Romántico, Novela, Terror
El motor de la embarcación hizo «pof, pof» unas cuantas veces y se paró de repente. El único tripulante dormitaba en la popa y se incorporó sobresaltado al percibir el súbito silencio que había sustituido al rítmico petardeo de la máquina que hasta entonces había propulsado la nave.Mars Drake se sentó y escuchó unos momentos. Luego, incorporándose, se acercó a la escotilla que permitía el acceso al compartimento del motor. Funcionaba perfectamente, estaba seguro de ello, pero, entonces ¿por qué diablos se había parado?Si se trataba de una avería, desde allí no podía averiguarlo. Fue a la cabina, destrincó el timón, mantenido hasta aquel momento en un rumbo determinado y accionó el contacto eléctrico.
Hedy Pimentel intenta por todos los medios que su terrible padre no la case con su primo, un hombre lleno de vicios que solo quiere el dinero de la familia, sin importarle los sentimientos honestos y puros de la joven muchacha. Su padre, Juan Pimentel, industrial viudo y adinerado endurecido por el paso de los años intenta conseguir, después de 20 años y un matrimonio, a su primer amor, sin importarle los medios que utilice para ello. Con su arrogancia natural, considera que todo aquello que hace es correcto, independiente del daño que pueda ocasionar a su hija Hedy y a su cuñada, que se hizo cargo de ella desde el fallecimiento de su mujer.
—Cuando te pedí que fueras militar como lo han sido todos tus antepasados, como lo soy yo, que me siento orgulloso de pertenecer a ese glorioso Cuerpo, has reído desdeñoso eligiendo esa maldita astronomía, donde creías hallar una fuente inagotable de sorpresas —dijo furioso, sacudiendo el cuerpo atlético, que para su desesperación permanecía como siempre, tieso e indiferente—. Te dejé por inútil; supe en seguida que bajo esa sonrisa helada se escondía una voluntad indomable y no quise luchar con tu irascible carácter. Hoy es diferente. Hoy te prohíbo marchar a esa isla y, si por encima de mis deseos y mi cariño insistes en marchar, puedes decir desde ahora que no tienes abuelo; puedes decir que eres una criatura despreciable, repudiada por el único ser que te quería en la tierra. Te doy a elegir. Analiza el pro y el contra, pero en este mismo momento; no admito ni una pequeña tregua.
—No, no lo creo. Amor así es de novela, yo no amaría de ese modo jamás. No creo en los grandes amores que cuentan las historias. Son falsos, no creas nada de lo que en ellas se dice. Decididamente no creo en el amor. Puede sentirse un cariño más o menos profundo, alimentado con el trato constante, una estimación sincera. Puede incluso una amistad prevalecer a través de los siglos; más querida mía, piensa con detenimiento en esto y dime lealmente si es que me comprendes, mejor aún, si quieres comprenderme —hace una pausa y añade con vehemencia—: Yo creo, May, que, a mi entender, es así; el amor es un deseo muy poco delicado.