Carson City empezaba a adquirir un sobrenombre sangriento; el de “Ciudad del crimen”, a causa de que de un modo acelerado, debido a que cada día se cometían más actos delictivos, sin que al parecer existiese Ley ni fuerza humana capaz de atajar aquella ola de riñas, crímenes, atracos, asaltos y homicidios que se desarrollaban en cadena.
Cabía admitir que Carson era una ciudad incontrolada, debido a la afluencia constante de todo el detritus social desparramado hasta entonces por el Oeste.
Con el ala del sombrero muy inclinada hacia adelante, el jinete sorteaba las ráfagas de viento y lo remolinos de nieve. Tenía la cara ardiendo como si estuviera al lado de un fuego intenso. No tenía la menor idea del rumbo a seguir. Estaba desorientado por completo.
En Cheyenne, la capital del estado de Wyoming, se está juzgando al joven Harry Champion por el asesinato de Bassett, un agente especial del gobierno americano. El juicio parece un tanto dudoso, porque el abogado defensor Henry Wade no demuestra interés por absolver a su cliente y éste permanece callado durante el juicio. John Cathcart, otro abogado amigo del defensor, se dedica a intoxicar a la población en contra de Harry. Ello provoca que sea detenido y encarcelado en la misma cárcel que Harry. En la cárcel Harry golpea a Cathcart y provoca que el abogado Wade le amenace de muerte. Ante esto, Wade es destituido como abogado de Harry y sustituido por Jimmy, un periodista y abogado que está en Cheyenne para informar del juicio.
Jimmy consigue que Harry sea absuelto al haber desaparecido el principal testigo del juicio, un tal Blackie, cowboy que trabajaba en el rancho de Mr. Jordan, uno de los magnates de la ciudad y amigo de Wade y Cathcart.
Harry y Jimmy están decididos a averiguar qué se oculta tras la muerte del agente especial Bassett. Ambos visitan el Wyoming, un club de caballeros perteneciente a Jordan y descubren que en realidad es un casino de juego ilegal. Harry intenta provocar a Jordan haciendo saltar la banca en la ruleta.
Llegan a Cheyenne dos hombres de negocios de Saint Louis llamados Vine y Redding y que son amigos de Jordan. Parece que su intención es montar unos grandes almacenes en la ciudad. Harry y Jimmy desconfían de sus intenciones. Así se lo hacen saber una noche en el club Wyoming. Ha habido rumores de que se estaban vendiendo grandes cantidades de rifles Winchester 73 a los indios para organizar una próxima revuelta. Harry y Jimmy creen que los convoys de carretas de Vine y Redding sirven para traer los rifles. Los dos jóvenes son golpeados y dejados inconscientes, mientras Vine y Redding se esconden en el rancho de un tal Prather.
Harry y Jimmy, en compañía de los federales, acuden al rancho de Prather para buscar a los dos comerciantes. Se entera de que han huido, pero al mismo tiempo descubren una gran cantidad de rifles escondidos. Se procede a detener a toda la gente del rancho y a una ejecución masiva.
Al enterarse de esto, todos los magnates de la ciudad implicados en el tráfico de armas y el juego ilegal huyen a Saint Louis. Harry y Jimmy acuden a la oficina del gobernador para informar de todo esto. Pronto descubren que el secretario del gobernador es un espía del senador Sawyer, jefe máximo de la banda de traficantes. Harry en realidad no es un cowboy, sino el mayor Baxton de la caballería de los Estados Unidos en misión secreta para investigar todo el asunto. Se descubre que Bassett fue asesinado en el local de Jordan. Al final son detenidos todos los culpables, a pesar de que no puede impedirse el estallido de la revuelta india.
—Nos están acorralando, coronel. Tienen varias pistas nuestras. Podemos tenderles una trampa... —Hay que evitar, siempre que sea posible, el encuentro con ellos. No quiero disparos. Lo que no consigamos por la astucia, no podremos alcanzar con la fuerza. Estamos a muchas millas de los frentes de batalla. Y hemos de llegar hasta el condado de Madison. Allí nos esperan y hemos de transportar mucho oro, que tan necesario nos es. Hacer la guerra aquí, un puñado de hombres, sería una estupidez. Si los soldados nos descubren, somos voluntarios que vamos a incorporarnos al primer puesto militar que encontremos. ¿Entendido?
—¡No me gusta que tu hija esté montando los caballos que tiene seleccionados Cyril para ir a Santa Fe! Dice Cyril que les está viciando y que no se podrá ganar en esas carreras. —Tampoco me agrada a mí esta actitud que adoptas con Mildred. Es natural que ella se disgustara de ver a otra mujer en el sitio de su madre. Y tú has debido ganar su afecto. —¡Ganar su afecto...! No hace más que todo lo que me desagrada. Si sube a esos caballos es porque sabe que no quería que los montara nadie que no fueran los jinetes que han de hacerles correr. Pero es una caprichosa, mimada. Cree que por el hecho de haber estado estudiando, hemos de servirle de criadas todas las demás mujeres.
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.
La noticia había sacudido como la potente explosión de una bomba, a todos los vecinos del pequeño poblado de Altus, en Oklahoma, muy próximo a la divisoria de Texas y a escasa distancia del Red River.
Caryl Montaigne, preso en la cárcel de Elk City, acusado de asesinato en unión de otros dos sujetos, acababa de ser juzgado, y merced a la habilidad del abogado que le defendió y a que las pruebas que le acusaban habían resultado vagas e inconsistentes, el tribunal le había absuelto, cargando las culpas del asesinato a los otros dos encartados.
—Nada de hablar... Lo que quiero es ver el dinero que cada uno apostáis. —¿Están de acuerdo tu padre y tu hermano? —¿Quién es el jinete? ¿Yo? Pues será frente a quién hayas de enfrentarte. Y si no te atreves a jugar nada, guarda silencio por lo menos. —Escucha, Mina... Son muchas las tonterías que cometes a diario, pero esta es la mayor... ¿Crees de veras que se puede recorrer con el caballo a galope, sin silla, tres millas y que no se caiga el vaso lleno de whisky de la bandeja?
Era un espectáculo impresionante el paisaje que desde el barco se veía en su lento navegar por las aguas parduscas del río. El clima ayudaba a la contemplación y a huir de los sollados, donde la mayoría se apiñaba para jugar o ver cómo jugaban otros. Los salones decorados con gusto y lujo, también estaban concurridos. En éstos, la bebida y el baile era lo más apetecido.
Mischa Shapley se levantó con violencia del asiento que había ocupado durante bastantes horas, y con el rostro descompuesto, los ojos brillantes y la boca torcida por la rabia, bramó:
—¡Por todos los diablos del infierno, señor Dillon...! ¿Es que tiene usted firmado un pacto con Satanás para ganar siempre?
El llamado Dillon, un ranchero flemático, socarrón, de rostro simpático, pero con rasgos de una dureza que acreditaban en él al hombre acrisolado en el duro ambiente del Oeste, recogió los desparramados naipes con parsimonia, y sin hacer mucho caso del gesto agresivo de su contrincante de juego, repuso calmosamente:
—Espero que no querrás decir que hago trampas.
Era el día 30 de marzo del año 1870.
En la ciudad de San Antonio, de Texas, como en la mayor parte de las poblaciones del Estado, había algazara y bullicio.
Después de la separación de la Unión, en la guerra que duró cuatro años, a partir de 1861, por formar parte Texas de los Estados del Sur que lucharon frente al Norte, habían acordado volver al seno de la Unión.
Y en esa fecha entraba oficialmente de nuevo en la gran familia.
Pero no para todos los téjanos era día de alegría un hecho como éste.
Cuando Tony Laperet pudo darse cuenta del peligro que corría, ya era tarde para evadirlo. Los dos trozos de calle, el de arriba y el de abajo, por donde podía haber intentado escapar, se hallaban cortados por cuatro revólveres esgrimidos con mano firme. Al propio tiempo, un hombre áspero, de rostro enérgico pero repelente, que acababa de surgir por el vano de entrada a una taberna, avanzaba hacia él sonriendo siniestramente, con la mano apoyada en la cadera junto al mango de su revólver.
En el enorme fragor de la batalla, el Mayor Lewis admiraba el inmenso valor de que estaba dando pruebas uno de los jinetes enemigos. Minutos más tarde, tuvo que desmontar por haber sido herido su caballo, precisamente por ese admirado jinete. Y se acercó para atender, si era posible, al valiente que estaba caído boca arriba y con los brazos en cruz. Lamentaba que un hombre tan joven, y sobre todo tan valiente, hubiera muerto en la encarnizada batalla que tocaba a su fin con la retirada del enemigo. Llamó a dos de sus soldados, para que, en honor a la valentía admirada, se enterrase al magnífico jinete y luchador.
—¡Eh! ¿Qué buscas aquí, muchacha?
—No busco nada. Es que me he extraviado. Quiero ir a la casa de Jessie.
—Por ese camino —indicó el vaquero.
—Estamos en el rancho de ella, ¿verdad?
—No. Este rancho pertenece a Ike Asherton.
—¿Es posible…? Pero si las reses que he visto tienen los hierros de Jessie.
—¡ ¡John! ! ¡No sé cómo decirte que no quiero esas exhibiciones en mi casa! Puedes hacerlas en la plaza. Nadie duda que eres un buen pistolero, pero sí sigues disparando aquí, tendrás que pagar todo lo que rompas, incluidos el techo y la pared. —¿Qué te ha parecido, Jessica...? —replicó el aludido, riendo a carcajadas—. ¿Has visto alguna vez que alguien, aparte de este que tienes frente a ti, hiciera algo parecido? —Lo que me parece es que tendrás que pagar seis dólares de roturas, aparte la bebida. —No está bien que te enfades conmigo —continuó el vaquero que movía el abdomen de una manera aparatosa al reir—. Estoy acreditando tu casa. En ella se ve lo que nadie ha visto hacer con el «Colt».
-¡Ese muchacho va a ganar la silla y el rifle!
—¿Es que no hay nadie en este pueblo y en la comarca que lo evite? He ofrecido una silla al mejor vaquero, pero no para que se la lleve el primer forastero que se presentara…
—Las condiciones para ganarla se están cumpliendo. No es culpa del joven si no encuentra enemigos en los ejercicios vaqueros. Y lo curioso es que al llegar dijo que las dos cosas serían para él.
—¡Porque ésta no es tierra de hombres!
El poblado se llamaba Oasis City y estaba enclavado en la parte norte de Nebraska, en el lugar que podía denominarse la región de los ríos, pues escalonados y en sentido horizontal, corrían los cursos del Niobrara, el Snake, el Calamus, el North Loup, el Middle, el Loup Sud, el Dismael y otras corrientes fluviales de menor importancia, pero que signaban aquel terreno con sus cauces más o menos profundos y convertían las tierras en un vergel ideal para los colonos.
Abby Norton desmontó a la puerta del Texas, nombre que acababa de leer en el rótulo del local. Este saloon era uno más de los muchos que existían en Dodge City. Descendía de su montura cuando tuvo que refugiarse tras la noble bestia y, empuñando sus armas a una velocidad extraordinaria, observó a los jinetes que disparaban sus armas y que debieron salir del saloon Texas, no teniendo más remedio que sonreír al darse cuenta que los disparos eran dirigidos al aire.
Hay que reconocer que las más fantásticas aventuras, las empresas más arriesgadas y peligrosas, y todo aquello que requiere impulso, corazón, desprecio al peligro y a la vida, tiene una raíz profunda y sólida en Norteamérica. Fueron sus valientes hombres los primeros que se lanzaron a abrir camino y colonizar las inmensas regiones ignoradas, cuya sola mención encogía el ánimo; fueren ellos los que, a la hora de construir el más audaz y costoso de los ferrocarriles (el «North Pacific»), lo emprendieron sin miedo, salvando dificultades y obstáculos que han quedado escritos en la historia de esa gran nación con letras de oro, y ellos fueron los que dieron vida al teléfono, los que implantaron el telégrafo — otra labor ingente para ser tendida su línea a través de miles de millas adustas y hostiles, sembradas de enormes vicisitudes—, y ellos han estado siempre en vanguardia de todo aquello que ha significado progreso o bien para la Humanidad.