Luego, unos recipientes de plata, fueron depósito de palpitantes, rojos, estremecidos órganos humanos, que cuidadosamente, el bisturí iba cortando, seccionando sutilmente, sin un desgarro ni un error, con la fría eficiencia de los profesionales de la Medicina.Corazones humanos, hígados, riñones, órganos genitales femeninos. Todo un perfecto, frío, concienzudo vaciado de vísceras y órganos de aquellos flacos, largos, estirados cuerpos exangües, cuyo color era ahora céreo, amarillento, y su acartonamiento más acentuado, a medida que el rigor de la muerte iba manifestándose en sus infortunados y tristes residuos humanos.
En el centro, sobre un túmulo de granito, se divisaba un ataúd, con herrajes dorados. El túmulo medía escasamente un metro de altura. La tapa del féretro, por tanto, quedaba más baja que los ojos de los espectadores.El hombre extendió los brazos.—¡Ábrete! —clamó.La tapa del ataúd empezó a girar lentamente a un lado. Laura se puso las manos enguantadas en la cara, a fin de contener un chillido de horror. Allí, en aquel féretro, estaba el cuerpo del esposo amado, depositado escasamente dos semanas antes…La tapa quedó a un lado, en posición vertical. Laura vio el cuerpo inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados.El hombre hizo una ligera pausa y añadió, gritando a voz en cuello:—¡Despierta, despierta! ¡Vuelve a tu esposa! ¡Despierta, John Waterbine, yo te lo ordeno!Laura contemplaba la escena con ojos desorbitados. No, no podía ser; aquel individuo la había engañado. Ningún humano podía resucitar a un muerto. Su esposo había sido atendido por los mejores médicos y no cabía duda acerca del diagnóstico definitivo. John estaba muerto.Pero, de súbito, las manos del hombre que estaba en el ataúd se movieron ligeramente. Su pecho se alzó y descendió lentamente. Sus ojos se entreabrieron.
Gritó, como si de este modo pudiera impedir que el hacha descendiera y se incrustara en su cabeza. En realidad, ni acertó a levantar los brazos. No pudo, por tanto, impedir el golpe, ni tan siquiera frenarlo. El desconcierto le había dejado helado, perplejo, sin resortes.El hacha, pues, cayó contundentemente sobre su cráneo y se lo partió en dos.El grito murió en sus labios. Fue el primero y el último. No le habían dado opción a nada más. Murió en el acto.Parecía, qué duda cabe, que el trabajo del hacha había ya concluido.El hacha volvió a ser empuñada y alzada con igual rapidez y violencia que antes. O mayor aún. Y cayó contundentemente sobre el cuerpo de la víctima, que yacía en el suelo en una postura que hubiera resultado altamente ridícula, de no ser absolutamente trágica.
Cayó, implacablemente, cuatro veces...
De súbito, cuando apenas había terminado de pronunciar el nombre de la autora de la carta, Fuller emitió un horrible grito.Bennett se quedó paralizado, con el lápiz en una mano y la libreta en la otra. Fuller aullaba como una bestia salvaje, con alaridos que parecían provenir de otro mundo.Inesperadamente se contorsionó. Todo su cuerpo parecía agitado como si le hubiesen conectado decenas de cables conductores. Apenas un par de segundos después, se oyó un ruido horripilante.Los músculos se tensaban, en titánicas convulsiones, y rompían los huesos. El cuerpo de Fuller se arqueó brutalmente, ya caído en el suelo, apoyado sólo en la nuca y los talones.Los médicos, reaccionando, se precipitaron a socorrerle, pero todo era ya inútil. Las fuerzas de los cuatro hombres no fueron suficientes para contener la gradual curvatura del espinazo de Fuller. Ahora, el cuerpo parecía casi a punto de cerrar el círculo.Bruscamente, se oyó un chasquido más fuerte que los demás. Fuller se agitó en la última convulsión. Luego, desmadejado, convertido en un montón de carne fláccida y sin vida, quedó en el suelo, sumido en la definitiva inmovilidad.
—¡Voy a sacarme un ojo! ¡Ella me lo ha ordenado! —chilló Smiggy.La mano con la que se disponía a destrozar la persiana se volvió hacia su propia cara. El acero se hundió en el globo ocular. Smiggy lanzó un grito horripilante, mientras la mano hacía girar el metal en la cuenca. La sangre corrió por el lado izquierdo de su cara.Un pingajo blanco, azul y rojo cayó al suelo. Smiggy lanzó una carcajada escalofriante.—Yo también tengo ahora un ojo de menos —chilló.Los circunstantes estaban llenos de horror, paralizados por el asombro. De pronto, Smiggy emitió un ronco sonido y se desplomó al suelo sin conocimiento. La sangre continuaba manando de la ahora vacía cuenca orbital.Robby lanzó una mirada al ojo que yacía en el suelo, a dos pasos de Smiggy. De pronto, le subió una arcada a la garganta. Inclinándose a un lado, empezó a vomitar.
No sé cómo empezar. Lo cierto es que tampoco sécómo terminaré. Entre otras cosas, porque desconozco el final. Pero, de todosmodos, sea cual sea, ha de ser terrible. Para mí, y para todos. Tengo miedo. Mucho miedo.Algo, incluso, que es más que miedo. El pánico me invade, me hiela la sangreen las venas. Y hay motivo para ello. Aunque, a estas alturas, casi he dejadoya de sentir miedo, por llegar a considerar habitual lo insólito y loespantoso. Aquí, uno llega incluso aolvidar la vida anterior; todo aquello que está fuera de aquí, en algún lugarcercano, cercano, muy cercano, y, a la vez, terriblemente lejano para mí; unlugar que la gente llamamos mundo. Y que yo añadiría que conocemos como mundonormal. No, esto no es normal. Nopuede serlo. En realidad, lo que está ocurriendo aquí, no puede ocurrir. Peroestá ocurriendo. Eso es indiscutible. Está sucediendo así desde el principio.Pudo parecer simple imaginación, en sus inicios. Pudo, incluso, dar laimpresión de que uno estaba loco. De que todos estábamos locos. Todos.
Sabía bucear muy bien, y lo demostró profundizando varios metros con facilidad.
De pronto, Lucille vio a aquel hombre, al que antes viera zambullirse en el mar. El agua, en aquel lugar era clara y nítida, así que pudo reparar perfectamente en él.
Su cuerpo estaba en el fondo, entre unas plantas que el vaivén del agua movían de un lado para el otro.
Lucille dedujo que esas plantas debían haberle atrapado, impidiéndole salir y provocando su ahogo, su asfixia, y en consecuencia su muerte.
¡Pero en aquel preciso instante le vio moverse, abrir los ojos, mirarla, y esbozar una sonrisa…!
Abajo, en el pozo, la mujer emitía unos gritos horripilantes.De pronto, la anaconda se enroscó en torno a su cuerpo.Un espeluznante chillido brotó de sus labios. Sheridan captó el horrible ruido de unos huesos que crujían y se rompían en multitud de fragmentos. Súbitamente, unos surtidores de roja sangre brotaron por boca y nariz de la mujer, cuyos movimientos cesaron en el acto.La anaconda apretó todavía unos momentos. Luego, desenroscándose, empezó a buscar la mejor posición para ingerir su presa. Cuando Sheridan vio que la cabeza desaparecía en el interior de la bocaza del reptil, creyó que iba a desmayarse.
—No es mi intención preocuparle, sólo hacerle una recomendación, y le aseguro que es importante. No se acerque usted al espejo maldito cuando esté en el Manor. Por nada del mundo se aproxime usted al espejo.Jordan acusó su desconcierto.—¿Un espejo maldito? —balbuceó—. ¿Está burlándose de mí?—En absoluto. Y por favor, hágale esta misma advertencia a la hermosa joven. A ella, sobre todo.—Permítame decirle que…—No es ninguna broma, amigo mío. Manténganse alejados del espejo maldito o conocerán todos los horrores del infierno.
Los ojos de Hannah estaban ya cubiertos por un velo rojo. Iba a morir, pensó. Con la fuerza que le infundía la desesperación, asestó otro golpe al ladrón… y otro… y otro…Chorros de sangre saltaron a su rostro y empaparon el liviano tejido de su camisón y mojaron sus senos y su vientre… Hannah prorrumpió en espantosos alaridos, que retumbaron por todo el interior de la residencia.Cuando su esposo y la servidumbre, alarmados, acudieron a la biblioteca, vieron a la joven en pie, cubierta de sangre de pies a cabeza, con la plegadera en la mano y murmurando palabras incoherentes.En el centro de la estancia, sobre un enorme charco de sangre, yacía el cadáver del ladrón.
El conde Maylor sólo deseaba dar alcance a su esposa y matarla… No sabía cómo lo haría, ya que estaba sin manos, pero no la dejaría con vida. De eso estaba seguro.La condesa Maylor, a quien vieron un par de veces correr entre el bosque que se extendía a la derecha de la mansión, bajo la incesante lluvia, llevaba alzada la cimitarra. Debía dirigirse hacia el pabellón de caza, una pequeña edificación que se hallaba situada a un par de millas de allí. Pero, por lo visto, cambió de idea y entonces se dirigió hacia el acantilado…Sobre una prominente roca, alzó su silueta, que el resplandor de un nuevo rayo recortó lúgubremente. El mar rugía al fondo, realmente ensordecedor.—¡Arrójate tú o te arrojaré yo…! —le gritó el conde Maylor desde lejos.La condesa Maylor pareció vacilar un poco. Pero sólo un poco. Dio un paso hacia adelante y se lanzó al vacío.
Cayó desde una considerable altura. Dio contra las rocas, muy cerca de donde rompían, embravecidas, las olas.Se descoyuntó la nuca y murió en el acto.
El Morgue Hall era un teatro distinto. Muy distinto a todos los demás de Londres.El programa que por entonces se representaba, ya era todo un poema. La cartelera no podía resultar más expresiva:LA NOCHE DE LA DAMA ASESINA.
La sangre corría como un torrente en torno al cuerpo. Barry Ferman se levantó tambaleándose, histérico de excitación. Del cuchillo goteaba sangre, y la había también en sus manos y en los pantalones. La sangre que empapaba la tierra.Se quedó mirando cómo ella seguía desangrándose, destrozada a acuchilladas. La horrenda expresión de su cara parecía fascinarle hasta el extremo de que perdió la noción del tiempo.Entonces, no sabía cuánto tiempo después de su crimen, oyó el chirrido metálico, y volviéndose vio espantado cómo la reja que cerraba el panteón se abría hacia afuera.Boqueó ante aquello. Quiso huir y sus piernas siguieron clavadas allí, como sujeto por la fuerza colosal de un gigante.Después, empezó el horror.
Finalmente, la soga le alcanzó el cuello y se ciñó en torno a su yugular.Arlene chilló de nuevo, esta vez dando una sacudida tan violenta que estuvo a punto de volcar el sillón de ruedas.Se llevó las manos a la cuerda, desesperadamente, queriendo aflojársela pero la soga se alzó, de pronto, y ella también quedó allí colgando, junto a tío Jess.Poco después, se balanceaban sus piernas sin vida, como asimismo sin vida se balanceaba su cuerpo.
La puerta del dormitorio se abrió cautelosamente. Algo entró sin hacer apenas ruido. La puerta volvió a cerrarse en el acto.Los ojos de la bestia exploraron las tinieblas de la estancia. Leonora dormía apaciblemente, con un brazo fuera del embozo de las sábanas. De repente, creyó oír entre sueños un extraño chirrido.Aún dormida, dio media vuelta. El chirrido se repitió.En la misma posición, Leonora abrió los ojos. Un rayo de luz lunar entraba a través de las cortinas. Leonora vio unas pupilas que chispeaban como si estuviesen embadurnadas de fósforo.Alarmada, empezó a sentarse en la cama. De repente, aquella cosa saltó hacia ella.Leonora gritó una vez. Percibió un olor horrible, un hedor insufrible, pero la sensación duró una fracción de segundo. Unos dientes afiladísimos se clavaron en su garganta. El dolor, lacerante, llegó hasta el fondo de su cerebro y reventó, en una explosión de agudísimos colores, que cedieron paso muy pronto a la oscuridad definitiva.
El doctor Baxter, perplejo, siguió al sacerdote al interior del cementerio. Caminaron por el suelo enfangado, entre viejas lápidas y cruces ladeadas. Llegaron finalmente al lugar donde la tarde anterior fuera enterrado Oliver Atwill.Atónito, el médico de Scunthorpe, contempló el montículo de tierra bajo el cual había sido depositado el féretro del pequeño Oliver.Ahora la tumba aparecía abierta, la tierra a un lado. No había el menor rastro del sepultado, dentro del abierto féretro blanco. De la tapa de éste había sido rabiosamente arrancada, con astillas de madera, la cruz de metal que lo adornaba. Igualmente, alguien había roto brutalmente la cruz de mármol que señalaba la sepultura, escribiendo luego sobre los fragmentos de la misma obscenas palabras con una tinta rojo oscura que se parecía extraordinariamente a la sangre.
Cuando uno muere y es amortajado, cuando la tapa del féretro se cierra encima, y se escucha el golpe seco de las cerraduras ajustando el fúnebre arcón, se sabe que de allí ya no va a salir el cuerpo, sino convertido en huesos salpicados de jirones de tejidos podridos, o acaso hecho carne corrompida, maloliente, con vello desordenado y los gusanos pululando en las vacías cuencas donde antes hubo unos ojos llenos de vida.Eso es la Muerte. De ella, no se vuelve. Nadie ha vuelto, que yo sepa.Yo, sí.
South respingó. Luego, con brusquedad, apartó al mayordomo de un manotazo.—Buscaré el teléfono y llamaré a la policía. No pueden retenernos aquí, contra nuestra voluntad.—No hay teléfono en Rotherdale House —dijo Ralph glacialmente.Los puños del joven se crisparon.—¡Pero no tienen derecho a retenernos… como prisioneros! —gritó.—Lo siento, señor.Ralph se inclinó cortésmente, dio media vuelta y se encaminó hacia una puerta situada al otro lado del vestíbulo. Cuando ya abría la puerta, giró de nuevo.—No pueden huir a pie —dijo—. Hay una alambrada electrificada en torno a la propiedad.
Se quedó muda de espanto ante la aparición. Instintivamente se envolvió con la toalla y musitó sin voz:—¿Quién…?Entonces, Gina gritó y retrocedió presa de espanto.Una mano apartó violentamente la negra envoltura. En la mano brillaba el acero de un herrumbroso cuchillo. El movimiento fue tan violento que hizo que la capucha del aparecido se deslizara hacia atrás…Y entonces Gina vio algo horrendo, tan increíble, que su razón se negaba a admitirlo.Un rostro espeluznante, como roído por una legión de ratas hambrientas, y en el que brillaba un ojo maligno, con toda la crueldad del infierno fijo en ella. La otra pupila era una masa oscura y vacía. Los labios no eran más que un retorcido tajo informe y violáceo y se movían sin que ningún sonido brotara de ellos.Aquella cosa aterradora siguió moviéndose, acercándose a la hermosa muchacha. Gina ya ni siquiera veía el cuchillo. Todo el espanto, el horror de que era capaz, se centraban en aquel rostro de pesadilla, aquella cosa monstruosa que estaba cada vez más cerca, más cerca…, más aún…Se sintió morir. Y gritó.Su grito fue un alarido horripilante que hubiera levantado en vilo a toda una ciudad…, si alguien hubiera podido oírlo.Pero nadie podía oírla. Sólo le respondió el suave golpeteo de la lluvia en el tejado, en las hojas de las palmas, en el follaje del jardín.Después, el grito murió en medio de un espantoso gorgoteo, cuando el cuchillo empezó su delirante tarea…
Algunos periódicos dieron más tarde la noticia, aunque en caracteres no demasiado destacados. En realidad, el fallecimiento de John Parr pasó prácticamente desapercibido, salvo para los familiares más allegados, algunos amigos y los inevitables curiosos que no dejan de leer nunca en el periódico las noticias y las esquelas de defunción.John Parr fue enterrado en el panteón familiar, un mausoleo de pretencioso estilo, con puerta de reja y paredes de granito. Dado que hacía muchísimos años no se efectuaba ninguna inhumación en aquel lugar, el féretro que contenía los restos mortales de Parr fue situado en el túmulo central, una sepultura de forma rectangular, que sobresalía medio metro del suelo del panteón. Naturalmente, la sepultura se hundía cosa de otro medio metro en el suelo. O quizá un poco más.