El capitán Norman Grawley levantó la mano derecha y la columna de caballería y artillería que seguía tras él hizo alto inmediatamente. Quitándose el guante de manopla de la mano derecha, abrió uno de los botones de su guerrera azul y extrajo el reloj. Frunció el ceño. —¿Sucede algo, señor? —preguntó el teniente Ruspett, su segundo en el mando de la tropa. —El teniente coronel Healey es estrictamente puntual —contestó Grawley—. En este mismo momento, la trompeta tendría que estar llamando a la tropa al rancho del mediodía.
Pedro Guirao inició su carrera literaria en los años cuarenta dentro de los géneros policíaco y de aventuras, aunque al igual que muchos de sus colegas, fue un auténtico todoterreno que, a lo largo de las cuatro décadas durante las cuales estuvo activo, abordó todo tipo de géneros literarios, no sólo los propios de los bolsilibros, sino también otros tales como el realismo fantástico, el erotismo, la divulgación científica o la entonces incipiente informática.
Después de la gran catástrofe nuclear la Tierra esta controlada por biónicos. La humanidad está esclavizada y controlada genéticamente. Pero John es un humano que «piensa» y el viejo Jonathan le va abriendo los ojos.En la última sesión de reproducción ha conocido a María y esto trastoca todos sus pensamientos y los precipita…
Alvaro Cortés Roa, nacido el 15 de Julio de 1.919, es un escritor cuya carrera está ligada de manera casi exclusiva a la editorial Rollán, donde, como era habitual, escribió novelas de prácticamente todos los géneros que por la época publicaba la editorial (policiaco, Oeste y Aventuras) en sus diferentes colecciones, como Alv Cortroa para el género policiaco y de aventuras, y ocasionalmente como Alvin Clark o Alvin MC Kinley para las del Oeste, destacando su aportación para la colección F.B.I.
Minutos más tarde Hope sonreía complacido al comprobar que la caravana seguía en el lugar en que habían acampado el día anterior, lo que le evitaba la necesidad de cabalgar tras la caravana. John Durea, sentado alrededor de una pequeña hoguera en reunión con unos amigos, con quienes conversaba, miraron hacia el jinete que se aproximaba a su campamento, con enorme curiosidad.
Encontraron una especie de camino, formado por las rodadas de carros y lo siguieron con decisión. Media hora más tarde, entraban en una población. En el centro de la plaza, había un saloon.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
El cirujano usaba una piedra de esmeril de grano grueso, que le había proporcionado un conocido suyo, obrero en una fábrica de las cercanías del hospital. La piedra de esmeril había sido previamente esterilizada y acoplada después a un buril eléctrico de gran velocidad de rotación, impregnada de cloruro de etilo. El hombre estaba desnudo de cintura para arriba, frente al cirujano.
—¡No salga de París, Radnay! ¡Es un anzuelo! —advirtió la joven francesa, Marise Delin. El británico se quedó mirándola, sonriente, en afectuosa burla. Le chocaba que aquella muchacha, que al fin y al cabo era novata en los trabajos clandestinos, se atreviese a darle consejos a él, uno de los más experimentados agentes del Intelligence Service. La expresión de alarma que había en el rostro de la joven la embellecía. Sus ojos dorados, con luces verdes, se hincaban en los del británico. —¡Presiento que es una encerrona, Radnay! ¡Hágame caso! ¡No salga de París!… El británico le puso una mano sobre un hombro y dijo: —Siéntese… Es usted una chiquilla, con alarmas de niño. Veamos, punto por punto, qué la hace pensar así. Nos ha costado mucho seguir los pasos de Jules Diemer. ¿Es cierto?
El «DE 233», buque insignia de la flotilla de destructores que iba a engrosar las fuerzas navales del almirante Walsh, en Pearl Harbour avanzaba bajo la noche en su ruta hacia el Sur, escoltando desde San Francisco el convoy que llevaba a las islas Hawái armas, municiones y avituallamientos de toda índole. Navegaban con mar de fondo, y tendido en su litera, el subteniente de la Armada, Joseph M. Sídney, soportaba estoicamente los bandazos del buque, que tenía una oscilación de quince grados a babor y otros tantos a estribor. Y a ello había que agregar aquel endiablado movimiento de columpio, como resultado de ir hundiendo en las turbulentas aguas la afilada proa.
La mano del coronel Smith señaló hacia un bulto de ropas que había en un rincón. —¿Ve usted eso, capitán Bruckner? ¿Sabe lo qué significa? William Bruckner, capitán del Servicio de Información, agregado a la O. S. S…[1] treinta años, rubio, ojos azules, dos heridas —una en Salerno y otra en Cassino—, uno setenta y ocho de estatura y ochenta kilos de peso, volvió los ojos hacia el rincón de la mísera oficina en que se hallaba frente a su jefe. —Un uniforme alemán, según parece, señor —contestó.
La borrasca rugía en el exterior. Fuertes rachas de viento arrastraban por la helada planicie grandes turbonadas de nieve pulverizada y formaban grandes remolinos, que impedían la visión a corta distancia. El suelo era casi completamente llano, a excepción de un pequeño montículo blanco, que apenas si se podía divisar en aquel atardecer a unos pasos de distancia. Algo oscilaba sobre el montículo, curvándose flexiblemente al impulso de las ráfagas de viento. Era una antena de radio, por medio de la cual, los hombres que había bajo la cubierta protectora del montículo, quedaban enlazados con la base principal.
>El alarido estalló en la apacible calma del amanecer. —¡Los japoneses están desembarcando! Un hombre corrió frenéticamente a lo largo de la playa, vociferando como un demente. De pronto, una, dos, tres… hasta seis columnas de agua y arena surgieron bruscamente, alzándose con impresionante estruendo a gran altura. Una ametralladora tableteó con rapidez. El hombre que corría fue alcanzado de pronto por la explosión de un obús y desapareció tras una cortina de humo y polvo.
Eric Dieter, tiene miedo de ir a la guerra, morir, perderlo todo...Intenta convencer a su novia Hilda, perteneciente a una influyente familia de militares que le ayude a eludir el frente, Hilda reacciona coléricamente tachandolo de cobarde, el destino y la suerte hacen que Eric campaña tras campaña ascienda de rango y coseche un sinfín de condecoraciones.
Coulombiers era un pueblo pequeño del noroeste de Francia en una zona montañosa de Normandía, próxima a la costa. Un pueblo con diez mil habitantes, un alcalde, los consejeros municipales y un puesto de gendarmería integrado por doce hombres y un oficial. Un pueblo al que los bombardeos de los Stukas habían llevado el luto para muchas familias. Aquel día en Coulombiers nadie pensaba en lamentarse de los dolores y desgracias pasadas. Los alemanes estaban acercándose al pueblo. El frente estaba solo a unos cuantos kilómetros.
El capítulo5 ha desertado, aunque la pena por deserción sea la muerte estamos dispuestos al perdón si aparece. El capítulo se debió de perder a quien hizo el escaneo o el OCR, pues el pdf nos ha llegado sin el mismo. Si de alguna forma nos lo puede proporcionar, incluso mediante fotos de móvil de las páginas de dicho capítulo, procederemos a arreglar el presente archivo.
La novela narra la historia de Ronald Tracy, oficial americano que mantiene cierta enemistad con un superior por un asunto de faldas. Coleman, que así se llama el superior, aborrece a Tracy aunque trata de disimularlo. Un día encuentra la excusa perfecta para intentar deshacerse de su rival por el cariño de una bella y caprichosa heredera: envía a Tracy a cumplir una oscura misión a una isla del Pacífico ocupada por los japoneses. Es casi una misión suicida, que en nada alterará el curso de la guerra, pero Tracy no puede negarse. No obstante, debido a un error del piloto del avión en que viaja, Tracy es lanzado en paracaídas en otra isla, ésta supuestamente desierta. Tracy no tardará en descubrir que allí existe una base secreta del enemigo, y a pesar de hallarse en clara desventaja, tratará de combatir a los nipones con todos los medios a su alcance, por exiguos que éstos sean. Mientras tanto, un comando japonés de tres hombres ha incursionado con éxito en la base americana de la que ha partido Tracy, llevándose gran cantidad de documentación y haciendo prisioneros al coronel Coleman y a la sargento Beryl Chase, del cuerpo auxiliar femenino del ejército, una muchacha que ha empezado a sentir algo por Tracy. Los nipones y sus rehenes se dirigen a la isla de Kalehala, que los americanos creen desierta y los japoneses consideran como su gran baza contra ellos en ese sector del Pacífico. Pero nadie cuenta con Ronald Tracy, que pese a su inferioridad se revelará como un enemigo nada desdeñable.
—Felicitaciones, señor Rigmore. Ha trabajado usted con suma eficacia. Mi gobierno está muy contento de contar con colaboradores de su talla. —Colaboradores interesados, coronel. —Desde luego, señor Rigmore. El coronel Ushiro Tsuroka sonrió mostrando sus dientes blancos. Del bolsillo interior de su chaqueta sacó una abultada cartera y colocó encima de la mesa un fajo de billetes que acercó a su interlocutor. —Eso es una muestra de nuestro agradecimiento por sus… interesados servicios.