Barry Murdock se mordió los labios con ira. Si quien le hablaba no hubiese sido el padre de Margaret, le habría dicho más de cuatro cosas que pensaba sobre él. Pero antes de aquella entrevista ella le había pedido que fuese paciente, que no le irritase. Y se contuvo. —Yo no tengo nada contra usted, Barry —seguía diciendo el hacendado, mientras cargaba su pipa—. Nada… a excepción de que pretende convertirse en mi yerno. —Margaret y yo nos queremos.
Klaus Alte se acarició el bigote. Era un hombre bajito, pero tenía un soberbio bigote que consultaba con sus dedos cuando se hallaba ante el problema de solucionar algo. No tenía ganas de mirar nuevamente a Hugo Hemmer. Hugo había muerto. Estaba cerca de él y los sucios dedos de sus pies asomaban por las viejas botas. Pero la oscuridad le impedía ver si estaban o no sucios. Lo estaban, claro, lo sabía. Encogiéndose de hombros se acercó a los camaradas sentados en el suelo y les dijo: —Han matado a Hugo.
El teniente Hermann Seydel impulsó la colilla del cigarrillo lejos de sí. —El Führer nunca hará marcha atrás —dijo. El capitán Wilhelm Wagner del VI Ejército de Ucrania le escuchaba sombrío. Acababan de darle de alta en un hospital militar de Berlín. Aún cojeaba ligeramente. —Llevará al pueblo alemán a su total destrucción —corroboró de acuerdo con Seydel—. El gran error fue atacar Polonia creyendo que el gobierno de Su Majestad británica no entraría en guerra ni tampoco Francia. El teniente observó a una muchacha de las Juventudes Hitlerianas que cruzaba por delante de ellos en la Wittenbergplatz. Airosa, bonita, muy bien formada… «Una verdadera pena», pensó.
La historia de la colonización o conquista del Oeste americano puede considerarse como una de las más duras y dramáticas de todas las historias de conquistas y descubrimientos.
Sólo hoy, al cabo de un siglo poco más o menos de su iniciación, cuando desde la cima de la civilización y las grandes conquistas de la ciencia nos asomamos a aquellas duras etapas y las contemplamos a través de los datos recogidos por los historiadores, podemos apreciar en toda su magnitud, el esfuerzo tremendo, la voluntad inquebrantable, el valor épico y la resistencia física de aquellos hombres y mujeres que en pos de un relativo bienestar, en el deseo de asentarse en lugares vírgenes sin explotar, donde la vida les fuese más fácil y productiva, corrieron peligros inverosímiles y aguantaron jornadas y contratiempos que pocos hombres desafiarían hoy, aun a base de alcanzar algo más valioso y positivo que lo que aquellos humildes colonos o cazadores conquistaron a fuerza de coraje, de fatigas y de dejarse en las desoladas estepas o los montes hostiles, miembros de sus familias, camaradas queridos, animales utilísimos para su vida y, a veces, todo lo que portaban, cuando no también sus propias vidas.
Lafe Lake, al terminar de descender la pequeña loma que le servía de atajo para salir al camino ahorrándose casi una milla de sendero árido y polvoriento, volvió la cabeza, se despojó del amplio sombrero para secar el sudor que perlaba su morena frente y echó un vistazo a la montaña del Navajo, en cuyas estribaciones se asentaba su pequeño rancho de paredes amarillas, resecas por el sol. A un lado, rompiendo la mancha verde de un extenso prado, bullían varios centenares de puntos blancos que arrasaban el reseco pasto, Era un rebaño de ovejas, que por unos días se veía obligado a dejar en manos de su pequeño equipo, no sin hondo pesar suyo, pues las cosas no estaban para dejar al cuidado de un tercero aquel medrado hatajo que tantos y tantos sinsabores le llevaba costados desde que, por la muerte de su padre, se había visto obligado a hacerse cargo de él. Dejando que su cabalgadura caminase a su albedrío, torció la vista y sus agudos ojos se clavaron en una amplia construcción que, a su derecha, próxima a la «Meseta del Caballo», se extendía olímpicamente con sus amplios barracones, su dilatada empalizada de espino y su vivienda grácil y amplia, denotadora de la omnipotencia de su dueño.
La fina yegua azabache de Margaret Flobert se detuvo mansamente próxima a los surcos que los peones al mando de Shady Le Roy abrían en la tierra para proceder a la sementera.
Margaret, desde lo alto de la yegua, tendió la mirada en torno a la parda tierra buscando en ella algo que deseaba encontrar y cuando lo descubrió en su boca floreció una leve sonrisa que era una provocación.
Margaret era una muchacha de unos veintiséis años, bien proporcionada, de porte atrayente y de ademanes enérgicos.
Suavemente morena, su cutis era terso y sus mejillas sonrosadas. Los labios, bien dibujados, eran como una rosa encarnada partida en dos mitades.
En las faldas de las montañas, no muy lejos del río Columbia, rodeada por hermosos pastos y bosques de artemisas, se alza la casa, de sencilla construcción y elegante línea, con espléndidos córrales unidos a la parte sur, que es vivienda en el rancho de Henney y que por el distintivo en los hierros aplicados a sus reses, se le conoce por el rancho «Doble W».
Los vaqueros sabían lo que pasaba entre las dos mujeres y los que llevaban mucho tiempo en el rancho y sabían cómo quería Laura a su madre, esperaban que reaccionara como lo hacía. Prescott había tenido muchas veces en sus rodillas a la pequeña Laura, y la quería como si se tratara de su propia hija. Era vaquero ya con los padres de la madre y conoció a Paul de compañero suyo. Esto le daba autoridad ante Paul y era el refugio de Laura.
El hombre, el caballo y el perro detuviéronse al unísono en lo alto del paso, contemplando la magnificencia que se abría a sus pies. Los tres habían caminado juntos centenares de millas, primero hacia el Norte y luego al Oeste, casi sin descansar. Los tres estaban flacos, fuertes... y ahora cansados por la pina ascensión hasta la cumbre del Eldorado Pass. El hombre había desmontado a mitad de la cuesta para aliviar de peso al cargado caballo.
Fue una vulgar casualidad que a Remy Tully se le ocurriese entrar en aquella taberna de «Los Tres Osos», situada en un rincón de la plaza mayor del pueblo de Cascade Springs, en aquella parte del suroeste de Dakota del Norte, muy próximo a las márgenes del río Cheyenne. Decimos que fue una casualidad, porque Remy tenía intención de subir más al Norte, donde le habían asegurado que hallaría algunos buenos ranchos donde encontraría trabajo, y si bien tuvo que cruzar por Cascade como paso obligado, había desdeñado el pueblo por no serle simpático a primera vista. Pero aquella tarde primaveral hacía bastante calor. Había tragado mucho polvo en las sendas y caliginosas desde la divisoria y una sed agotadora le impulsaba a remojar el gaznate antes de continuar la ruta.
El día en que Ralph Shady, acompañado de sus cinco retoños, sintió la curiosidad de hacer una visita a Chisckasha, uno de los poblados más importantes de la zona petrolífera de Oklahoma, no muy lejos de la propia capital del Estado, fue como si Dios hubiese arrojado sobre aquella parte del territorio todas las plagas bíblicas registradas en la historia. Los Shady eran elementos más que suficientes para sustituir con ventaja las más horrendas plagas que podían estallar. Su hoja de servicios en el Oeste de la noción era imposible recogerla detalladamente, pero a través de su fama, se sabían bastantes cosas de la dura familia de los Shady.
Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
Como excelente centro ganadero que era, Valley City en el sudeste de Dakota del Norte había visto pasar por los ranchos de su demarcación y pasear por sus típicas calles a muchos y buenos vaqueros procedentes de todos los estados del Oeste de la nación, pero jamás albergó en su seno a un vaquero más fanfarrón, más presumido y más pagado de su persona y de su sapiencia profesional que Kurt Painton, más conocido por el alias de «Salomón», mote que le habían aplicado sus compañeros debido a sus continuos alardes de sabiduría. Si se tenía en cuenta que Kurt había nacido en Texas, a nadie podía extrañarle aquellas manifestaciones de superioridad de que siempre hacía gala. Hubiera dejado de hacer honor al trozo de tierra donde naciera, si se hubiese mostrado tímido, apocado y nada dispuesto e figurar siempre en primera línea.
Sí, de Montana a California, o de Washington a Texas algún gracioso con no mucho amor a su pellejo quería darse el gusto de ver temblar de miedo durante varios instantes a hombres de los llamados de pelo en pecho, por su valentía muchas veces probada, no tenía más que ponerse a su espalda y gritar de repente con voz de timbro duro: «¡Arriba las manos!». Este grito helaba la sangre en las venas de los más audaces y temerarios porque en cientos de millas cuadradas del Oeste se sabía su trágico y fulgurante resultado si salía de una sola boca: la de Polly Sears, a quien algunos conocían también por «El Rayo».
Un jinete de aspecto vulgar se detuvo al borde de una fina y alta depresión del paisaje, junto a la estrecha senda, y tras asegurarse de que no había ningún ser humano a la vista, silbó de un modo peculiar, esperando. La contestación surgió de la altura del risco en forma análoga y el jinete dio una nueva respuesta con un silbido seco. Poco después, por unos senderos de cabras por los que parecía imposible que nadie pudiese trepar o descender, surgieron dos tipos de mediana edad, de rostro curtido, vestidos vulgarmente. Los dos llevaban a la espalda sendos rifles y a la cintura los Colts del 45. El jinete que había dado la llamada les saludó: —Hola, Black. ¿Qué hay, Cherry?
La cuadrilla de Wade Seatwell se hallaba muy cansada. Llevaba tres, días consumiendo la energía de sus monturas en una retirada cautelosa hacia la divisoria de Colorado y, rendida de aquel esfuerzo agotador, había buscado refugio en un pequeño cañón del aislado Chois-Kay Peak, en las reservas indias, no muy lejos de la frontera. La idea de Wade era trasladar a sus hombres al Estado del Gran Cañón y dar un buen golpe que ya tenía estudiado. Si la cosa salía como la tenía trazada, él y sus cinco hombres podían tomarse un aliviador descanso en algún poblado denso, donde hombres de su catadura no resultasen flores exóticas, cuyo aroma hiriese el fino olfato de algunos sensibles sheriffs.
ESTABAN a cuatro pasos de distancia, a ninguno de los dos le falló el corazón o el pulso y ambos dieron donde se proponían. Ni uno solo de los balazos dejó de encontrar carne en que hundirse profundamente. La pelea concluyó con la misma rapidez que se había iniciado. Medio minuto después de incorporarse los contendientes, dejando las cartas sobre la mesa para empuñar los revólveres, Vera Miller y Herbert Stasen aparecían en el suelo en medio del charco formado por su propia sangre.
Los cinco hombres se aproximaron al fuego. Iban al trote corto. Junto a la hoguera, el hombre soltó la cafetera y se incorporó al oír el ruido de los cascos. Trató de taladrar las tinieblas de la noche con sus cansados ojos. Su mano llegó hasta la culata de su revólver. Los jinetes estaban ya muy cerca.
CESAREO Fulgencio Santos entró en Ciudad Juárez el día 2 de noviembre, a las cinco de la tarde, cuando el sol se ocultaba ya tras las lejanas montañas. Era sábado, y la ciudad estaba llena de vaqueros americanos, procedentes de El Paso y ansiosos de diversión. Cesáreo Santos llegaba, a caballo, delante de un escuadrón de cuatrocientos peones descalzos y con los vestidos hechos jirones, pero provistos de excelentes fusiles.
Mort Drucker se tocó los nudillos de la mano derecha.
Los tenía doloridos, y le escocían terriblemente. Esa sensación era el resultado de la soberana tunda que había propinado a Nolan.
Mort era un recio muchacho cuya edad oscilaba por los veintitrés años, de cabello crespo y negro como la pez y las pupilas, igualmente oscuras, profundas como los cañones de su lugar de origen.
Ahora, sin embargo, Mort no estaba en el territorio de la Estrella Solitaria, sino mucho más al Norte, en el último rincón de Colorado, a cien millas al Este de Fort Collins.