Un grupo de vaqueros, que bebían apoyados al mostrador y que charlaban animadamente sobre los asuntos ganaderos de la comarca, guardaron silencio ante la entrada de un nuevo cliente al que contemplaron con detenimiento y curiosidad.
La mesa estaba puesta para los convidados a la boda.
Pero la desgracia impidió que hubiera banquete.
Poco después de la ceremonia moría el novio.
La recién casada contemplaba el cadáver de su esposo sin poder dar crédito a lo que estaba viendo.
Patty, la dueña del Pato Negro, hizo señas al encargado del local, que era uno de los más concurridos de la ciudad ganadera, en la que la ley no era muy respetada.
Acudid el llamado, al que dijo:
—Avisa a Letta que se prepare. Pops está pagando a sus muchachos. Y no tardarán en presentarse aquí. Quiero que el mismo Pops sea bien atendido.
—Sabes que ella no quiere alternar con los clientes. Y lo que haces no deja de ser una tontería.
—Ya no se resiste. Tenía que acceder —dijo Patty, riendo.
Sam había sido invitado a almorzar con el gobernador. Este y la hija reían con las cosas que Sam decía y los proyectos que había planeado con Ben y sus compañeros de universidad. El gobernador pensaba en Moore y sus amigos. No podían sospechar lo que se les venía encima.
Arnold Foster, dueño de un almacén en Eureka, Nevada, repasaba unas cuentas con toda atención. Y movía la cabeza contrariado.
Había visto desmontar frente a su casa a Peter Bronx, un viejo minero que llevaba muchos años en la región y que poseía una mina en la que trabajaba con tesón desde veinte años antes.
El viejo minero entró en el taller del herrero y dijo a éste que pusiera unas herraduras al caballo.
La joven, sonriendo complacida, empezó a caminar. Y al llegar, una hora más tarde, a lo alto de la colina, se dejó caer boca arriba en la fresca hierba. Ensimismada en sus pensamientos, colocó las manos bajo la cabeza y, después de suspirar varias veces con enorme satisfacción, contempló el firmamento con ojos ajenos a cuanto veía. Sin moverse, permaneció así, en la misma posición, mucho tiempo.
El sepulturero se echó a reír.
Despidióse de él el doctor y desapareció a lo largo de la calle.
Una vez fuera de la ciudad, hizo galopar a su caballo. Hoffman Graham estaba considerado como el hombre más rico de Austin y su ganado era el más cotizado en las subastas.
El doctor Joseph Cleveland caminaba pensativo sin darse cuenta de la presencia de dos de los vaqueros de míster Graham.
Audrey había dejado todo en la misma forma que lo halló y una vez lavada, se cambió de ropa, vistiendo de cow-boy, y fue al comedor.
Nada más salir ella, entraba Linda en la habitación, y rió contenta al encontrar lo que había olvidado, en los mismos lugares que lo dejó.
La maleta de Audrey sobre la cama, indicó a Linda que eso era lo que impidió que encontrara lo otro.
Si era cierto que Ben era tan peligroso con las armas, sería un peligro para sus hermanos provocarle. Y de darles una lección, sería fatal, ya que sobre todo, Frank querría luchar en un duelo a muerte frente a él para demostrar a todos que no había nadie que pudiera derrotarle con los «Colt». Estos pensamientos no podía desecharlos de su imaginación y oía hablar a los Statton sin escucharles. La conversación volvió a recaer sobre la familia de Alice.
Había seis partidas de póquer. Algunos jugaban a los dados y varios bebían ante el mostrador, bromeando con el barman. El rumor de las conversaciones cesó de repente. Cuatro forasteros entraron mirando en todas direcciones y sonriendo. Al colocarse ante el mostrador, lo hicieron separadamente, es decir, cada uno en una parte del mismo.
Mary se puso a hacer la comida, mientras que el esposo y los hijos se pusieron a jugar al póquer.
De este modo hacían tiempo para la hora de la comida.
No volvieron a hablar de lo mismo, aunque Tony no dejaba de pensar en ello y había tomado la decisión de hablar a James en una forma que le haría cambiar por completo.
En Santone, otra noticia hizo que se relegara a segundo término el asunto de Bob, que en realidad sólo interesaba a los rurales. Había llegado una carta de Dakota del Norte, en la que se comunicaba que los hermanos Ames y Monty estaban en un hospital de allí. La carta iba dirigida a un vaquero que dejaron en el rancho. Y que estaba cuidando de un establo por haber sido despedido por Hank al hacerse cargo de su propiedad. Decían en la carta que ya le dirían la razón de haber tardado tanto en escribir. El viejo vaquero a quien había ido dirigida la carta, saltaba de alegría y lloraba con la noticia.
El tren se iba deteniendo lentamente. Los curiosos, que abundaban en la estación, contemplaban al monstruo de hierro con la mayor indiferencia. Los vaqueros habían pasado segundos antes que el tren por las vías. Varias pitadas, a modo de saludo, enviaba el maquinista, haciendo salir a la puerta del bar a las muchachas que trabajaban en él, a unas cien yardas de la estación.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
En el pequeño pueblo formado junto al lugar en que el río Paria une su modesto caudal al mítico Colorado, y que tomó el nombre de uno de aquellos hombres que, encontrando oro en sus arenas decidieron estacionarse allí, llamado Lees Ferry, hacía bastante tiempo que nada había turbado su tranquilidad desde que las pepitas dejaron de aparecer en las arenas del río Paria y en las orillas suaves tan poco frecuentes en esa parte del Colorado.
Los gritos de los jinetes eran impelidos por el fuerte huracán y apagados por la furia de la lluvia al caer sobre la inmensa laguna en que estaba convertida la pradera.
El ganado, atemorizado por los constantes relámpagos y el tronar estruendoso de los elementos, no caminaba en ninguna dirección. La luz brillantísima de los relámpagos, refractados por la lluvia sobre el duro suelo, hería su vista y hacíales mugir sin descanso.
Los vaqueros descendían de los caballos y con movimientos constantes de brazos, gritaban al ganado, que iba agrupándose de modo instintivo, como para protegerse, con el mutuo calor de los cuerpos, de tan bajísima temperatura.
La gritería de los vaqueros aumentó en intensidad.
El sol empezaba a asomar por encima de las lejanas montañas. En la gran casona, de fábrica antigua, reinaba la quietud que en esos momentos comenzó a romperse. Frente a ella, un pozo alto y ancho brocal, sobre el que pendía la garrucha, en cuyos giros, lastimando los oídos con su chirriante protesta, anunciaba al valle en silencio, a los habitantes de la casona, que habían iniciado la actividad del nuevo día.
El coronel Whilney paseaba, solitario, ante la puerta de su despacho-domicilio.
Estaba preocupado desde días atrás.
Eran muchos más los prisioneros que le habían enviado que la dotación del fuerte.
En cualquier momento podían adueñarse de la situación, si se lo propusieran. Pero, por fortuna, se desahogaban cantando sus himnos o canciones sudeñas.
En la ciudad había varios bares. En uno de éstos estaban los dos vaqueros hablando con Karl Mulden, un ganadero de las cercanías.
Karl salió del bar para visitar al director del Banco, con el que habló animadamente unos minutos.
El director quedó preocupado en su despacho.
Más tarde llegó Sam Leavit, otro ganadero.
Los dos visitaron el bar.
—No quiero que vayas en busca de médico, que no hay por aquí... Esto no será nada. Ya he estado otras veces así y no pasó lo que estás temiendo ahora. —He de ir por un médico, padre. No puedes estar así. Son muchos días ya y no mejoras. —Te digo que no será nada. No debes moverte de aquí. Ya están las nieves a la puerta. No sabrías regresar, suponiendo que llegaras a alguna parte. Los indios están incomodados por la construcción de fuertes. No debes salir de aquí.