Wagner, el compañero de Bennet, miró a éste en silencio.
Bennet no hizo comentario alguno. Dos horas más tarde, finalizaban los trabajos.
Ocho hombres entraron en las duchas con claros síntomas de agotamiento.
Antes de entrar en el comedor, una vez aseados, el instructor indicó, con una seña, a Bennet que se acercara a él.
Myrna, cuando hablaba del local de su propiedad, solía decir que sus clientes eran como una gran familia. Todos ellos conocidos entre sí. Pero añadía que eso no quería decir que no hubiera diferencias entre ellos. Hablaba de esto cuando iba a su pueblo en las fiestas, que no le agradaba perderlas ningún año.
A muchas millas de allí, junto a la frontera con Canadá. En la población de Glasgow, a la que se podía llegar por el Gran Pacífico Norte, el ganadero Osage, que se había ido imponiendo por el sistema tradicional en las pequeñas aglomeraciones de vecinos, exceptuando al sheriff, hablaba con el abogado Mc. Clain, en el bar o saloon de Jane. Uno de los dos que había en el pueblo. Durante la construcción del ferrocarril, Jane había hecho buenos ahorros. Y como se comentaba que iban a tender una nueva línea, pensaban todos que sería ella la que más ganara.
Los vaqueros que conocían a Wendy, miraban a la muchacha apreciando el cambio efectuado físicamente en ella. Los que no la conocían miraban con entusiasmo a la bellísima hija del patrón.
Ella contemplaba a los jinetes que al desmontar se dejaban caer en el suelo, indicio de un agotamiento preocupante. Preguntaba ella si estaban cansados, aunque comprendió que era una pregunta inconcebible, ya que se apreciaba en ellos que no era cansancio. Era agotamiento.
—¡Hola, Henry…!
—¡Hola…! —respondió el vaquero aludido, pero con frialdad.
—¿Quieres decir qué te pasa? ¡Pareces enfadado conmigo!
—¡No me pasa nada…!
—¡No sabes disimular…! —dijo ella cariñosamente—. ¿Por qué no me dices la causa de esta frialdad conmigo…?
—¡He dicho que no me pasa nada!
—¿Las exhibiciones…?
—¡Eres dueña de hacer lo que quieras! ¡Has de estar muy contenta! ¿No lees lo que dicen los periodistas de ti?
—¡Así que es eso que te tiene enfadado conmigo…! ¡Es un compromiso que no puedo evitar! Es el mayor ingreso que se consigue para ese hospital. ¡Y la esposa del gobernador es la que me pide que siga! ¿Sabes que se paga hasta cinco dólares por ir a verme?
—¿Y eso te alegra?
Esa noche, ya tarde, Stella dejaba su caballo en un establo frente a la estación, a treinta millas de la ciudad. Y en el tren que pasaba de madrugada marchó a la capital. Se había dicho que no necesitaba recomendaciones para hacerse oír por las autoridades superiores del territorio. Estaba segura que no conocían allí lo que estaba pasando en ese pueblo. Cuando llegó y descendió del tren miraba en todas direcciones una vez en el andén.
El abogado presentó al director de la compañía a míster Atkim, que dijo ceder unos acres de terreno para que construyeran en ellos los barracones Le dieron las gracias y aseguraron que serian levantados; con rapidez. Sólo necesitaban madera. Y también les fue regalada. Lo hacía un maderero que veía la posibilidad de un negocio como era el de la venta de las traviesas, ya que iban a necesitar muchos millares de ellas
—¡No me gusta la actitud de tu padre de una temporada a aquí!
—¿Qué pasa? ¿No quiere darte el dinero? —dijo Esther López, esposa de Peter Reyes que era el que protestaba.
—¿Es que te parece bien esa actitud?
—No me parece bien ni mal. Pero ten en cuenta que el dinero es suyo.
—¿Y qué pasa contigo?
—¿A qué te refieres?
—¿Es que no tienes derecho a parte de esa fortuna?
—¡Edith! ¿No has oído nada?
—¿Sobre el asunto de Hurtado?
—Sí.
—No he oído nada.
—Ha de estar bueno Peter Dundee… ¡Ayer estaba diciendo que no comprende por qué ha de intervenir el gobernador en un asunto que no puede conocer!
Grace Tower, desde la muerte de su esposo a manos de un pistolero asesino, por su valor y entereza habíase convertido en la mujer más admirada de Trinidad y de todo el sudeste del territorio del Colorado.
A pesar de sus cincuenta años, Grace seguía siendo considerada uno de los mejoras jinetes de la comarca. A diario galopaba varias horas, recorriendo su extenso y próspero rancho, en el que pastaban miles de cabezas de ganado.
Pero como suele suceder siempre, tenía sus enemigos.
Y entre los que la odiaban intensamente, se encontraba Robert Houston, el ranchero más rico y poderoso del condado.
Selma, completamente desconcertada, quedó inmóvil. Y cuando reaccionó, la amiga había desaparecido de su vista. En aquellos momentos empezaba a comprender muchas cosas. Y un furor enorme se apoderó de ella, al comprender que la amiga odiaba a Joe, tanto o más que a sus más enconados enemigos.
Ni el alcaide ni el jefe de celadores discutieron con sus esposas. El día señalado para la pelea, marcharon a almorzar al pueblo inmediato. La pelea se iba a celebrar por la tarde, en ese domingo. Permitieron que cocineros, panaderos y todos los servicios presenciaran la pelea, aunque Donald estaba diciendo que no merecía la pena tantas molestias, ya que no pasaría de cinco minutos los que su contrincante pudiera resistir.
—¡Tienes que hablar seriamente con Stanley…!
—¿Qué pasa con él?
—¿Es que no te das cuenta que está más tiempo con ese ganadero?
—Eres tú la que tiene que darse cuenta lo mucho que hace por él. ¿Quién le ha educado en realidad? ¿Sabes lo que comentaba el maestro hace unos días en el bar? Que él no podría haberle enseñado lo que hoy sabe el muchacho. Y añadió que ese ganadero es un misterio pero que por los libros que encarga y le traen, es mucho lo que ha de saber. Y que va a hacer de Stanley algo importante.
—Pero ¿es que no tiene trabajo aquí?
—¿Es que deja de trabajar el muchacho? ¡No te comprendo! No creí que eras tan egoísta. Lo que te pasa es que tienes celos porque está tantas horas con él. Está estudiando. No es perder el tiempo como otros que no salen de los bares.
—No sé por qué te digo nada… Sé que no lo dirás.
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.
Maud, dueña del Júpiter, sonreía oyendo lo que la empleada más estimada decía a los que pasaban ante el local. Les invitaba a pasar si querían divertirse. Y a diferencia de otras «sirenas», sus palabras no tenían nada de provocación ni promesas de placeres deshonestos. Rita, como se llamaba la empleada, vestía de una manera muy honesta. Y era curioso observar que, a pesar de esa diferencia en el lenguaje, en los gestos, era mejor escuchada. No ofrecía nada que no fuera normal. Y los diálogos que a veces entablaba con los vaqueros hacían sonreír a los oyentes.
El secretario miraba sonriendo levemente a los que esperaban para ser recibidos por el gobernador. Un amigo suyo, que estaba sentado a su lado, le decía:
—¿Todos los días vienen tantos?
—Hay días que vienen más y otros que vienen menos. Pero a diario son muchos los que recibe.
—Es distinto a otros, ¿verdad?
—Bueno. En realidad, es que éste no sabe actuar como un buen gobernador. No se puede recibir a todos los que llegan… No hace distingos…
El jinete, desmontando ante el taller del herrero, entró decidido en el mismo. —¡Eh, viejo zorro! ¡Deja de trabajar y vayamos a echar un trago! El herrero, dejando lo que estaba haciendo, miró con simpatía al joven vaquero, y mientras se secaba con un sucio pañuelo el sudor que cubría su ancha y despejada frente, dijo: —¡No es mala idea, larguirucho! ¡Sobre todo pensando que la última vez que nos vimos pagué yo! ¡Hoy tendrás que pagar el trago y la comida! Pero antes deja que me lave un poco ... —Ayer estuvo Ana en mi rancho, ¿no te dijo nada?
A través de una de las ventanas de la casa, Bing contemplaba al hijo, preocupado. Bill detuvo el galope de su caballo ante la puerta de la clínica. Dan Collins se divertía en el Mesa Verde y fue avisado, por uno de los cow-boys del equipo de su padre, de la llegada de Bill al pueblo.
En una de las frecuentes detenciones del renqueante tren que se construyó durante la guerra, subieron dos viajeros conversando entre ellos y saludando genéricamente a los que ocupaban los asientos. Patty no abrió los ojos. Pero cuando el tren reanudó su marcha fatigosa entreabrió los ojos. Los que acababan de entrar en el vagón vestían de ciudad y con presunción de elegancia.
—Esa mujer sabía lo que se hacía cuando montó ese local... —Hay que reconocer que es el mejor de toda la ciudad... No debe extrañarte que esté ganando dinero, Murphy. Vale una fortuna ese saloon. —¡Pero no hay más que ventajistas en él...! —¡Eso no es cierto! Por lo menos, sé que ella no admite que se hagan trampas en el juego...