es una historia de locura, deseo, crudeza y venganza, que cuestiona la capacidad de los seres humanos de cruzar los límites. Marina es una coreógrafa, casada, con tres hijos y una vida convencional. José Cuauhtémoc proviene de los extremos de la sociedad, un homicida condenado a cincuenta años de cárcel, un león detrás del cristal, siempre amenazante y listo a atacar. Entre ambos se desarrolla una relación improbable. Poco a poco ella entra en un mundo desconocido hasta que desciende a las entrañas mismas del fuego. Escrita desde diversos puntos de vista, esta novela de tintes shakespearanos, con ritmo trepidante y gran tensión, relata las paradojas de un país y las contradicciones más feroces de la naturaleza humana. Es también una novela sobre las posibilidades del amor y la esperanza.
«Tal vez no quería solamente un corazón ajeno para seguir viviendo, sino también un corazón ajeno para empezar una segunda vida».El sacerdote Luis Córdoba está a la espera de un trasplante de corazón. Es un cura amable, alto, gordo, pero su mismo tamaño hace que no sea fácil encontrar un donante. Como los médicos le aconsejan reposo y su residencia tiene muchas escaleras, recibe hospedaje en una casa donde viven dos mujeres, una de ellas recién separada, y tres niños. Córdoba, que es bueno y culto —crítico de cine y experto en ópera—, goza compartiendo lo que sabe con las mujeres sin esposo y los niños sin padre. Pronto se ve envuelto y fascinado por la vida familiar y, sin pretenderlo, empieza a desempeñar el papel de paterfamilias y a replantearse sus opciones de vida.Salvo mi corazón, todo está bien es una historia inspirada en un cura real que pone a prueba sus creencias y su optimismo inquebrantable en un mundo hostil. Su crisis existencial, en medio de personajes llenos de ganas de vivir, nos muestra una visión del matrimonio como una fortaleza sitiada: los que están adentro quieren salir, y los que están afuera quieren entrar.
«El escritor de diarios es, como se sabe, un seductor con mala fortuna en la vida. Ésa es la razón por la que acude, con delatora asiduidad, día tras día, al diario…». «En el diario se dicen las mismas mentiras que en cualquier otra parte. Más incluso, porque las que nos decimos a nosotros mismos tienen mal remedio. Y por lo mismo, no se dicen más verdades», se lee en este libro.
Cuando escribía mi diario, sabía que tarde o temprano se publicaría, de manera que no sería raro sorprenderme en alguna de sus páginas componiendo el gesto, como cuando sabemos que van a sacarnos una fotografía.
Lo más difícil, en estos casos, es la naturalidad. La naturalidad no es lo mismo que la indiferencia. Es curioso observar en qué fotografías nos encontramos favorecidos y en qué otras no. Es algo en lo que generalmente no se suele coincidir con la gente. Los demás nos ven de una manera y nosotros nos vemos de otra. Es una vieja canción, a la que sólo nos cabe cambiar de vez en cuando la letra. La misma música con distintos collares.
«Locuras sin fundamento es la continuación natural de El gato encerrado, una vuelta más del río de la vida; río o arroyo, que eso aún está por ver.
»“Suponer que lo que nos pasa cada día es digno de figurar en letras de molde, yo creo que tiene que ser una fantasía y una de esas raras, fatales y absurdas locuras sin fundamento», se dice en las tres primeras líneas de este libro, y en la solapa de El gato encerrado el autor sostenía que «en un diario se dicen las mismas mentiras que en cualquier otra parte. Más incluso, porque las que nos decimos a nosotros mismos, tienen mal remedio. Y, por lo mismo, no se dicen menos verdades…”. Así es.
»Como entonces, al autor le habría gustado, si acaso la tuvo alguna vez, no perder la naturalidad en sus anotaciones, la llaneza de la que hablaba Maese Pedro. Uno se conformaría si en este libro no se leyera una sola frase solemne ni una que no fuese sincera. Sincera, es decir, mentira o verdad aparte. No hay virtud mayor que la llaneza, ni en la literatura ni en la vida, ni en la novela de la literatura ni en la novela de la vida.
»Con tenacidad se persigue en estas páginas una y otra. Solo la libertad de escribir y de vivir no es una fantasía ni una locura sin fundamento, aunque nadie que no se mire con humor podrá nunca ser libre. Libre del peor de los amos: uno mismo. No hay más novela que esa del humor. Ni más poesía que esa novela».
Cuando se anotan con cierta regularidad los sucesos de cada día y al cabo de unos meses se hace arqueo, somos nosotros los primeros en sorprender que ese que ha escrito el diario parece haber vivido mucho más que uno mismo. A un diario le viene a suceder lo que a las campanadas de un reloj: cuando son muchas y agrupadas se oyen mejor que cuando son pocas, y también ellas parecen entonces más acompasadas, decididas, netas.
Al ver reunida nuestra vida llega incluso a figurársenos más armoniosa y rotunda, y no porque en verdad lo sea, sino porque es diferente: se vive más cuanto más se recuerda.
De manera que ya estamos así de lleno en el terreno de la literatura, de la novela. No es preciso mentir ni inventar. Llegados a un punto, la vida misma, de tan real, nos parece una ficción.
Un amigo, un alma caritativa, corrió a decirle al editor de este Salón de Pasos Perdidos, con ocasión de la publicación de Locuras sin fundamento, que había sido gran absurdidad e ilusionismo menudo obstinarse en la publicación de un segundo tomo, cuando ya existía otro primero muy parecido. ¿Qué pensaba? Mi vida es rutinaria, sin sobresaltos externos y acomodada en la precariedad, pero jamás se me ha ocurrido acortarla por ello, de la misma manera que no pienso arrancarme un ojo solo porque tenga otro bastante parecido.
En las solapas de los tomos anteriores incluí este fragmento explicativo: «En las viejas casas había siempre un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de retratos, cada uno empapelado o pintado de un color, con unos muebles apropiados y decoración idónea… En estos palacios españoles, un tanto vetustos y destartalados, había también un salón que llamaban de Pasos Perdidos. La casa que no lo tenía no era una buena casa. Era el salón donde nadie se detenía, pero por donde se pasaba siempre que se quería ir a alguno de los otros. A mí me gustaría que estos libros se llamasen Salón de pasos perdidos. Libros en los que sería absurdo quedarse, pero sin los cuales no podríamos llegar a esos otros lugares donde nos espera el espejismo de que hemos encontrado algo».
Han pasado unos años y uno, con tendencia al ilusionismo, piensa ya en su libro no ya como un salón sino como una casa. Ocurre así siempre. Un diario sería, pues, como una casa, pero sería absurdo obligar a nadie a que nos hiciera la visita ni retener a nuestro lado a quien se quiere marchar, porque el que no quiere ir, nunca estará, y el que dice que se va ya se ha ido.
Con la aparición de Las nubes por dentro son ya más de mil páginas las que se vienen publicando de este diario, cantidad que es por sí misma cosa insólita en la literatura española, algo que llenará de admiración y pasmo a los venideros siglos.
Mil páginas de acontecimientos, relatos, novelerías, fantasmas, aforismos, hipocondrías varias y un irreductible sentido del humor que nos hace demasiado humana tanta tristeza como corre por el mundo. Por ello mismo no se habrán visto mil páginas donde se celebre tanto la vida, donde se la contemple con más amor, piedad y discreción.
El autor de estas páginas se toma en serio lo imprescindible y habla de sí mismo lo mínimo, aunque parezca paradójico. Siempre encuentra un pretexto para hacerlo de otra cosa: ya se sabe que los diarios solo los llevan gentes insatisfechas y con alguna clase de problemas.
Las solapas de los libros resultan necesarias, en unos casos, porque son los primeros momentos de contacto con el lector que habrá de acompañar a un autor toda la vida; también porque, en otros, pueden ser los primeros y los últimos, y nada más satisfactorio que ver alejarse a alguien que remanga la nariz al vernos, como esos entendidos taurinos cuya frase predilecta es: «no me convence».
El autor de este que ahora estás leyendo ha dicho en alguna parle, y si no, debería haberlo hecho, que sus diarios son una novela. En eso, naturalmente, hay poco de ilusionismo y de gitanería. Ilusionismo, porque ser novela es mucho, es serlo todo casi, la unión ideal de la vida y la poesía en un vértice sutil; y la gitanería, porque se ha dado cuenta que vivimos en un mundo en el que la novela lo es todo, y a todo se le llama novela, lo mismo a San Antón que a la Purísima Concepción, y que si no se es novelista, en la literatura del día, se es un pobrete.
Y sin embargo algo, y aun mucho, de novelesco hay en estas páginas: la vida se reitera, los personajes se declaran, las noches se abren y se manifiestan los días. Lo que hoy es misterio es mañana un acuerdo, los noes se vuelven síes, y todos, como en una de esas novelas ejemplares, se sientan al final, en buena armonía, para celebrar el nacimiento de una nueva jornada, que habremos de recorrer, la mayor parte, a solas.
Si no te has convencido, vete ya. No creo que este libro lo haga en cuatrocientas páginas. Si es lo contrario, si no es así, aquí va declarado lo que en las otras solapas se decía del título de esta obra:
«En las viejas casas había siempre un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de retratos, cada uno empapelado o pintado de un color, con unos muebles apropiados y decoración idónea… En estos palacios españoles, un tanto vetustos y destartalados, había también un salón que llamaban de Pasos Perdidos. La casa que no lo tenía no era una buena casa. Era el salón donde nadie se detenía, pero por donde se pasaba siempre que se quería ir a alguno de los otros. A mí me gustaría que estos libros se llamasen Salón de pasos perdidos. Libros en los que sería absurdo quedarse, pero sin los cuales no podríamos llegar a esos otros lugares donde nos espera el espejismo de que hemos encontrado algo».
A ese espejismo lo llamamos novela, y a ese algo, lo llamamos vida.
Quien escribe diarios, empeñado en llevar adelante su novela en marcha, tiende a ser unas veces un hombre de acción y otras un hombre contemplativo. Unas veces no puede sustraerse a la intervención y se zambulle en el río de la vida; otras, más a menudo, es alguien propenso a la observación, a la meditación, al ensueño, y él mismo se orilla en la ribera de los acontecimientos. No es infrecuente tampoco verle ser al mismo tiempo las dos cosas, un activista y un abstraído, al mismo tiempo un aventurero, un vagamundo, un diletante, y un paciente, un sedentario, como aquel perfecto pescador de caña, o como los mismísimos Caballeros del Punto Fijo.
He aquí resumida la historia, según nos la cuentan los científicos A. Lafuente y A. Mazuecos. En la expedición que llevaron a cabo los jóvenes marinos Jorge Juan y Antonio de Ulloa al Ecuador, comisionados por la Académie des Sciences de París, recorrieron la cordillera andina en busca de la línea ideal que divide el mundo en dos. A veces para sus mediciones era preciso que uno de ellos permaneciera horas y aun días enteros, inmóvil, al pie de su toesa, en la cumbre misma de un picacho, mientras otro, desde su observatorio en otra cumbre cercana, triangulaba las curvas de la Tierra y los decimales del Sol. Los indios de la serranía, que veían a los geógrafos ilustrados estarse quietos horas y horas mirando y calibrando con sus teodolitos y sextantes, empezaron a conocerlos como los Caballeros del Punto Fijo.
Es muy posible que la literatura le sea tan útil a uno como el ecuador, pero nadie puede dejar de reconocer que sin la poesía que une idealmente el vértice de dos montañas, la vida sería más triste y sombría. En cierro modo un diario está hecho también de triangulaciones: algo cercano, algo lejano y algo imposible; lo que conocemos y tenemos, a lo que aspiramos y tendremos o no tendremos, según el azar y el destino, y todo aquello que llamamos Ideal por inaccesible, justo lo que nos hace felices y desdichados al mismo tiempo, lo que hace que seamos unos hombres sueltos, del callejeo, del mundo, y sombras de rincón y de penumbra, sin que todo eso tenga una solución.
PARA muchos estos diarios son ya una novela, la novela de nuestro tiempo, porque solo lo que está vivo merece ese nombre, y los personajes de estos libros entran y salen de ellos como lo hacen esas criaturas, libres e insatisfechas, que vagan por los parques públicos, sin oficio ni beneficio, y así, Sin oficio ni beneficio, podríamos también titular esta novela en marcha. Cada día que pasa son más numerosas las sombras que cruzan este Salón de pasos perdidos. Muchas de ellas resultan sombras tan convincentes que parecen vidas, y únicamente porque lo son, el autor se ha fijado en ellas, porque las sombras, se dice aquí, son el alma visible de las cosas. Todos somos protagonistas de una novela, en la medida en que cada uno es dueño de una vida: ese es el principio de donde debieran partir todos los diarios. Y no hay diario de uno solo que no deba serlo de muchos más: ese es también el final a donde debieran conducimos todas las novelas. Sin embargo vemos cómo a menudo buena parte de tales existencias acaba por perderse para siempre no sabemos muy bien por qué razón ni cómo ni dónde, y eso es causa de insania, de perplejidad y de arroces desalientos, puesto que todo lo que nace singular no debería conocer jamás la fosa común. Este Salón de pasos perdidos busca desesperadamente redimir de un olvido seguro todos aquellos instantes irrepetibles en los que cristalizan a un tiempo con naturalidad y fortuna los trabajos y los días. Pero su autor lo ha repetido innúmeras veces: nada ni nadie cristaliza solo, y el escritor solitario es por definición un hombre solidario con la realidad y con la vida. De ahí que los diarios de alguien o son los diarios de todos los que van con él en ese viaje o no serán nada más que un ejercicio de irredenta egomanía, y hasta tal extremo se le han vuelto huéspedes sus propios diarios a su autor, que el prólogo que colocó al frente de este libro termina así: «Muchas veces he pensado que quien ha escrito estos diarios se parece muy poco a mí. A menudo los he visto, más bien, como un compañero de viaje que el azar ha puesto junto a nosotros, prójimo del que no se valoran especialmente ni los defectos ni las virtudes, sino la compañía, el que vaya a estar a nuestro lado ese tramo del camino que el destino quiso que fuese común». Y son los destinos comunes los que nos librarán, tarde o temprano, de las fosas comunes.
ES una caña, en sí misma, algo bonito y exótico, que no se parece a ninguna cosa, ni vegetal ni mineral ni animal, y resulta extraordinario que siendo tan insignificantes se les haya buscado a las cañas tantos acomodos domésticos y que, en su aparente simplicidad, el hombre encontrase en ellas el origen mismo de la armonía y del silencio, del número y de la poesía, desde la flauta de Pan al cálamo de Virgilio. Menos para lanzas, pues, han servido para todo, y no hay muchacho que no haya resistido un embate suyo, lo cual se dice aquí por si alguien asegura haber sido herido por tan flojas armas. Viniendo de una caña, todo, por ese lado, es menos.
Este Salón de pasos perdidos se va pareciendo un poco a un cañaveral, y su autor, sin querer, va, por obra de los años, convirtiéndose en un sembrador de cañas, algo bastante absurdo, pues es sabido que nadie en su sano juicio las siembra, y que estas nacen solas, junto al agua o en lugares propicios.
Las cañas son todas muy parecidas unas a otras. Estos libros también, pero, ¿quién no se ha sentido en alguna ocasión como ese pintor chino que insiste una y otra vez en la misma caña, a lo largo de su vida, sin preocuparse de nada más que de llegar a la médula, indiferente a todo menos a la zafia segureta? De cuantos nobles usos se les ha dado, palo de escoba, pito o cerbatana, arte de pesca o de caligrafía, al que escribió estas páginas le gustaría, para las suyas, la aplicación melodiosa, que en ellas sonase aquella música del rústico caramillo que escuchó en su niñez, en el término de Ruiforco, a un pastor de Vegamián. Embelesaba con él las soledades de los montes, la fidelidad de su mastín y la alegría del niño, y se hacía compañía mientras sonaba.
Como aquellas melodías, reiteradas, elementales y misteriosas, llegan de nuevo estas páginas a ti, lector solitario, fiel y alegre en lo que seas, poco o mucho, conforme o disconforme. Viene incluso este libro con sus ocho agujeros para que lo hagas sonar, y arrastres tras de ti, como hizo el flautista de Hamelín, la negra pesadumbre del mundo, mientras leyeres.
ENTRE las ingenuas ilustraciones de aquel viejo libro de Física estaba aquella de cuatro briosos caballos que trataban de separar dos bóvedas en las que se había hecho previamente el vacío. Si hubieran inyectado un poco de aire en tales hemisferios, el muchacho más flojo habría podido abrirlos. En el mismo manual se aseguraba que cualquiera de nosotros, con un punto de apoyo conveniente y una palanca idónea, podría mover el mundo con un dedo. Eran prodigios que nos hechizaban. Como aquella otra historia en la que un niño porfiaba sin alarde que podría meter todo el mar con una concha en un pequeño hoyo de la playa.
Supone el autor que su mundo es de elemental mecánica, sin sobresaltos vistosos ni artísticos, y confiesa no haber sido testigo aún de ningún asesinato que pudiese sutilizarle. Posee una gabardina, pero no es del todo vieja, los aeropuertos y las mujeres jóvenes le desazonan, lee los periódicos y la mayor parte de las novelas del día con impaciencia, y sus itinerarios sentimentales son de corto recorrido, como ha contado ya demasiadas veces: su vida solitaria y familiar, los paseos por media docena de barrios madrileños, siempre los mismos, las temporadas en el campo extremeño, las almonedas, los rastros, algunos libros nuevos y pocos pero escogidos amigos viejos… Y sin embargo cree él que tales pequeñas cosas puede hacerlas invulnerables al desgaste del tiempo y del presente si de ellas extrae el aire disgregador, la tempestad de los accidentes y prejuicios, las galernas de los malos humores.
Piensa también, o de ello se hace la ilusión, que esta novela en marcha podría ser ese punto de apoyo ideal, y que él, y que tú, el lector, pudierais ser una palanca para mover el mundo. ¿Con qué objeto? Esta es una pregunta que la Física no se haría nunca; a medias podría responderla la Filosofía y a medias la Poesía, si acaso. Sí, moverlo para orearlo un poco, por lo mismo que se cavan los rosales y se esponja y oxigena la tierra, con el sueño siempre legítimo de nuevas y más perfumadas flores que hagan el presente menos inhóspito y fugaz.
El pintor Pancho Ortuño tenía, hace años, una pequeña rehala de beagles y perros de muy variada estirpe venatoria. Cuando quería adiestrarlos se los llevaba al campo y allí, en una dehesa cercana al pueblo extremeño de Monroy, los soltaba durante todo el día, desde el amanecer hasta el crepúsculo. Los perros, por instinto, en cuanto encontraban un rastro, se lanzaban con entusiasta algarabía en pos de él, y no era en absoluto infrecuente que a veces se perdieran de vista durante dos o tres horas en lances que no siempre coronaban con éxito. Su dueño, guiado únicamente por una ladra cada vez más desvanecida, se limitaba entonces a seguir su jauría a distancia, distraído por los amenos y filosóficos panoramas de la naturaleza. Cuando llegaba el momento de recogerse, hacía sonar el cuerno de caza. En la soledad misteriosa de aquellos encinares, tan profundo y melancólico halalí parecía perderse no solo en la lejanía, sino en el medievo. Acudían disciplinados los sabuesos, se reposaban en el furgón y el cuerno de caza volvía a su bien talabarteada funda de cordobán. Era un cuerno de res en el que Pancho Ortuño, con extraordinaria minucia, había grabado a fuego una estampa conmovedora. Se veía, en medio de una pradera, a una liebre con las manos levantadas y las orejas tiesas, atenta y advertida, y debajo esta leyenda: «Do fuir»; dónde huir, palabras con las que manifestaron su desesperación y su congoja los enemigos de Gaston de Foix, el belicoso duque de Nemours, lanzado contra ellos en una codiciosa cuanto insensata persecución tras la batalla de Ravena en la que les acababa de derrotar. La literatura es un extraño viaje, y el que realizó ese epígrafe, desde aquel 11 de abril de 1512 hasta un cuerno de caza de hacia 1980, está lleno de la irrefutable poesía que ha unido para siempre el nombre de un capitán legendario, muerto a la edad de veintitrés años justamente en esa su más sonada victoria, y una liebre que mira el porvenir incierto desde su carpe diem.
Quien escribe esta clase de libros suele ser persona de esquina, de espera, mundaria, más que mundana, que Las ve venir y las ve irse. Si el novelista es acaso un ser agazapado y de rincón, lo mejor, para un diario de esta naturaleza, es ganar la calle, esa novelería. La esquina, vivida a lo largo de un año, da para mucho. Haga frío, calor, llueva, nieve, truene, en las noches serenas o en los días turbios, en los días claros o en las noches atormentadas, uno espera siempre el acontecimiento, el suceso feliz que nos cambie la vida, el giro copernicano en nuestros pequeños actos. La esquina, como metáfora, es magnífica, y a todos nos hace creer en la posibilidad de los quiebros, del antes y del después, de los buenos encuentros inesperados y de las despedidas gratamente prolongadas en ella; nunca esquinados, pero sí esquinarlos.Es posible que los libros callejeros, como los perros callejeros, no pudieran presentar su ejecutoria de limpieza de sangre, cierto, pero ahí están, con sus mil leches, corriendo, registrándolo todo, sacando sus conclusiones, cuidando del ruido del mundo con su silencio y con su guarda el sueño de las cosas.Van pasando los años y uno ve que el tiempo, siempre inclemente, no siempre nos es adverso; no lo es para las ruinas, que ennoblece, ni para algunas obras y para algunas vidas, que en la medida que caminan a su término, más grande, misterioso e inalcanzable hacen su propio confín.
Hace años el autor de este libro encontró en el Rastro otro, desnudo de su sobrecubierta, entelerido y provinciano, que llevaba por título el de Rapsodia de la Ciudad abierta, y el subtítulo de «Dietario lírico». El nombre que figuraba a la cabeza, Valentín Bleye, nada le dijo y poco le dice aún, pero sí mucho la ciudad castellana, Palencia, donde se escribieron esas páginas y donde se metieron en prensas, y mucho más le dirían y le harían sentir, cuando las leyó.
No es del todo frecuente que el arroyo nos traiga, como el fondo del mar en cierto relato oriental, perlas de un extraño fulgor. Asaltados por el milagro diario, uno ha de dejarse encandilar por lo que llega a nuestra deslucida existencia con su propia luz, y lucencia viva venía en muchas de aquellas páginas publicadas en el Diario Palentino entre 1943 y 1950.
Todo, desde el título al enunciado de los capitulillos, era una gloria. «Abierta llamó a Palencia Miguel de Unamuno», escribe Valentín Bleye en la primera línea de este verdadero Libro de horas, tal y como lo viera el también provinciano Vicente Risco, y abierto querría uno escribir todo lo suyo, como una ciudad a la que pudiera llegarse y de la que pudiéramos irnos, o en la que nos quedáramos siempre, si fuere tal el gusto.
Y eso le ocurrió al autor de este Salón de pasos perdidos con el dietario del palentino, en el que, entre otras cien pequeñas maravillas (a propósito de los pajareros, de las dulzainas o de los cipreses del Cementerio Viejo), halló la expresión de «fanal hialino» para una de esas mañanas en las que todo parece quieto y límpido, como la pintura de alguno de aquellos primitivos pintores flamencos que trajeron a Castilla el secreto de los crepúsculos y de las sensitivas azucenas.
Encontrará aquí el lector, acaso, algo de aquel prodigio, siempre activo y fiel a su cita cotidiana. La vida, por un lado, tal como se nos fija en la memoria y, por otro, en su eterno fluir, tal y como la sentimos. Lo que tiene de fanal se le aligera con lo que tiene de transparente, y lo que se nos muere entre las manos cada día, acaba también alcanzando su propio vuelo, con la firmeza de ese rayo de sol que no sabe de fanales, ni de tipos de imprenta, para llegar hasta nosotros enteramente libre.
NADA mejor que un diccionario de 1611, el de Cobarruvias, para saber qué significa esta palabra: «MODERNO. Lo que nuevamente es hecho en respeto de lo antiguo; del advervio modo, cuando significa agora. Autor moderno, el que ha pocos años que escrivió, y por eso no tiene tanta autoridad como los antiguos».
No resulta fácil explicar a nadie ni explicarnos cómo hemos venido a parar a lo de hoy, cuando parece que la única autoridad sobre las cosas, viejas o nuevas, antiguas o recientes, la tiene el último que ha llegado. A diferencia de los moralistas, a quienes sin duda preocupa e inquieta tal subversión de valores, el autor de este libro se limita a hacer nuevamente lo que ya se ha hecho, y a hacerlo, si es posible y si le dejan, nuevo, mirando con respeto lo antiguo. Lo antiguo suyo o de otros, cada día más nuevo y más moderno. «Lo nuevo es para mí lo viejo», decía Cervantes repensado por Azorín, y solo en la medida que refleja y asume su pasado, el tiempo es tiempo y lo nuevo, nuevo; que no hay nada nuevo que no salga de lo viejo.
Hasta hace dos o tres años, y desde hace más de cien, figuraba sobre la puerta de la casa donde se ha escrito la mayor parte de este libro, el número correspondiente en su vieja placa de porcelana; «7 moderno» se leía en ella, y aunque no sea casa muy visitada de extraños, esa placa era decorativa y útil, pues les recordaba a quienes viven allí que, contra lo que algunas veces ha tenido que oír su modoso ir tirando, eran modernos, los más modernos, sin duda posible, de la calle Conde de Xiquena. Pero un buen día llegaron unos rateros desaprensivos, acaso los mismos que ya habían robado el farol del lóbrego portal y, pese a lo inaccesible del rótulo, lo arrancaron también y se lo llevaron. Quedó el hueco y desde entonces no ha sido sustituido el viejo 7 por otro más moderno aún, para desconcierto de carteros, peatones y comisionistas. En cuanto a los raros amigos e inadvertidos que de tarde en tarde quieren visitar al autor, acaban encontrando la casa por casualidad o aproximación, como solemos hallar las cosas que nos importan de veras.
No obstante se acostumbra uno a todo con harta facilidad, y haber perdido el número cuando se quiere perder el nombre y llegar a ser Nadie, lo toma el autor como un hecho extraordinario, feliz, premonitorio.
En un lugar del remoto sudeste español hubo una ciudad «fina y polvorienta». La ciudad era un conjunto armonioso de casas y de huertos que hablaban de su pasado morisco. Algo en ella sugería también un vago parentesco japonés. Los huertos fueron desapareciendo poco a poco, uno tras otro, hasta no quedar ninguno, y lo mismo les ocurrió a las casas, torres y palomares. En los huertos se tuteaban las azucenas y las berenjenas, los guisantes dulces y los jazmines, la buganvilla y el nisperero. Conocemos a quienes, supervivientes de aquel último acto, lo recuerdan así, un paraíso amenizado por acequias de agua fresca y clara. La ciudad, a la que se conoció en siglos pasados como «la ciudad de la seda» por su floreciente industria sedera, tuvo también un modesto bocarte donde se molía la pólvora, dependiente del Ejército y defendido por bisoños soldados de reemplazo. Al viejo caserón castrense, formando parte de la propiedad, lo circundaba un espacioso terreno, murado todo él. Un día, después de muchos años, el ingenio cerró y acabó desmantelado, la guarnición fue reexpedida a otro destino y a la población civil se le franqueó el paso a aquel discreto parque hasta entonces vedado. La gente, con la novedad, se acostumbró a ir por allí buscando un poco de sombra en los días calurosos, un poco de recreo coloquiado, tal vez silencio, y lo que siempre se había conocido como «la fábrica de pólvora» pasó a llamarse «el Jardín de la Pólvora», bosquecillo compuesto en su mayor parte por plátanos centenarios y copiosos. Ese es el nombre que conserva todavía. Vienen en él sugeridas muchas cosas, todas con su misterio. La oscuridad de las rosas y el breve y fulgurante destello de la pólvora, lo que se cultiva y prospera lentamente y lo que puede ser destruido en un momento. Y sin embargo algo natural, muy lógico, percibimos en estas palabras, jardín, seda, pólvora, viéndolas juntas. No sabría explicar el autor de este libro por qué razón pensó, al oír hablar por primera vez de ese Jardín, que toda su novela en marcha se le parecía en mucho: algo que había sido labrado con la tenacidad de un hortelano estaba llamado quizás a desaparecer de repente, dejando tras de sí, quién sabe, un olor a pólvora tan embriagador como para que volvieran a reverdecer sus viejos sueños, sus exaltados sueños infantiles de verbenas, aventuras y gloriosas conquistas.
Tuvo Enmanuel Kant, no tan escéptico como Berckeley, la delicadeza de expresarlo de este modo: si la realidad existe, únicamente podemos conocerla a través de los sentidos. Y sin embargo, no le bastan al hombre sus sentidos para conocer aquello, que siendo realidad, va más allá de lo visible. Y lo no visible, nos dice el pensador de Königsberg, maestro de nuestro Abel Martín y de su discípulo Juan de Mairena, no podemos conocerlo, pero sí pensarlo. Va incluso Kant un poco más lejos, y nos anima: «atrévete a saber», y a eso, que en cierto modo es lo que importa, lo llama la cosa en sí. De pequeños gestos, modestas historias, costumbres y creencias tanto como de acontecimientos extraordinarios y descomunales está formada la vida del hombre; todos son fenómenos que modulan nuestro pensar y nuestro sentir y, de una manera fatal, parecen llevarnos de vuelta a lomos de este bucle imposible a lo que jamás llegamos a comprender del todo: los pequeños gestos, las modestas historias, las costumbres, las creencias y los acontecimientos extraordinarios y descomunales que configuran nuestra vida. Unos y otros exceden a menudo nuestra comprensión, pero podemos pensarlos, viviendo lo cotidiano como excepcional y lo excepcional como cotidiano. Se han escrito estas páginas con la inmediatez de un arrebato sentimental que, por sentimental, no es ni justo ni injusto, ni acertado ni equivocado. Hablan del tiempo. Y al hacerlo se diría que crean otro nuevo, acaso más ordenado y justo, más hermoso y duradero. Así, quizá pueda entenderse: una realidad dentro de la realidad, parte inseparable de ella, como en esa estampa en la que se ve a un avión que, para perplejidad y maravilla del niño, le muestra el mundo como una sucesión de abismos de los que él forma parte. En uno de ellos viene desarrollándose esta novela en marcha, y si aún estamos lejos del conocimiento al que aspiraban los magos de la sabiduría, que pensaron la cosa en sí desde muy firmes y nobles pedestales, podemos intentarlo en este pequeño mundo nuestro que va dando tumbos en el vacío dentro de otro pequeño mundo, que a su vez… nos lleva al infinito, a la infinitud de un paraíso tan inalcanzable como real.
Non è vero, troppo vero, ben trovato. Cuando se supo que el emperador Carlos V se había prosternado ante Tiziano para recoger del suelo el pincel que a aquel se le había caído, la época se quedó atónita. «Non è vero», pensaron muchos. Un siglo después tuvo lugar una escena parecida entre otro pintor no menos silencioso y el papa Inocencio X. También Velázquez pintaba el retrato de uno de los dignatarios más poderosos de su tiempo. Al mostrárselo ya acabado, parece que el papa, un hombre viejo y de expresión adusta, dijo con tanta admiración como fatalidad y tristeza: «Troppo vero». De ninguna de las dos historias hay constancia documentada, pero ambas se tienen por verdaderas desde los días remotos en que empezaron a circular. La de Tiziano es una leyenda que ha pasado a ser verdad, es decir, un invento historiográfico, pero que tiene sentido, y la de Velázquez una verdad que ha pasado a ser leyenda. No obstante, deben su fortuna al principio de verosimilitud: aunque no hubiesen sido verdaderas, resultarían, conociendo la personalidad de los protagonistas, muy convincentes, haciendo bueno una vez más el dicho: e non è vero, è ben trovato. Notemos que en ambas escenas los dos artistas, que gozaron de plena libertad mientras trabajaban, no necesitaron añadir nada a las palabras de sus señores. Una buena parte de los episodios íntimos o públicos que se narran en este libro parecen avenirse al «demasiado verdadero», en lo que tienen de calco, claro, no de canon; sobre otros, sin embargo, gravitará el «no puede ser verdad» o el «no es posible», como si fuesen hijos solo de la imaginación. O sea, troppo vero, ma non troppo , podríamos decir. En unos y en otros parece latir, sin embargo, el único impulso de llegar a ser reales, que es, hoy por hoy, el modo también más discreto y silencioso de servir a la realidad sin dejar de ser libres ni verdaderos, como esas dos historias que corren por el mundo desde hace siglos sin que nadie tampoco las haya puesto en duda.
EL reloj de sol que aparece en la cubierta de este libro se encuentra en la fachada de la Villa delle Ginestre, en Torre del Greco, al pie del Vesubio, donde Leopardi pasó un tiempo tratando de restablecer su siempre quebrantada salud. La fotografía ha sido invertida de blanco a negro, come puede advertirse, pasando ese reloj de ser de sol a ser, podríamos decir, de luna. Así lo sugiere la base del gnomon o vástago que marca la hora. No sabría explicar qué rara asociación me llevó de ese reloj al título de este libro, ni a hacer del día la noche. ¿Acaso fue el hecho de que de la palabra sileo de la leyenda latina ( Sine sole sileo , En silencio sin sol) haya desaparecido la letra e , como si la propia palabra no se resistiera a permanecer en este mundo sin dar ejemplo? ¿El hecho de que el tiempo que mide un reloj de sol, y aun todos los relojes, apenas sea una parte del tiempo, únicamente el menos sensitivo de los tiempos? Quién podría decirlo. No menos misteriosas son las galerías que unen en estos libros la vida y la muerte, la risa y el pesar, la alegría y la sombra, y todas aquellas otras que recorremos a diario fingiéndonos, para sobrevivir, unas veces más y otras menos.
Tampoco sabría explicar qué son estos libros. ¿Diarios, novelas? Escritos como diarios y publicados como novelas, han acabado siendo una tierra de nadie. En ella la vida, suma de realidad visible e invisible, busca un sentido. Habrá lectores que los lean como diarios y quienes los lean como novela. Qué más da. Yo los siento a medio conseguir y provisionales, como todo lo mío, unas veces más y otras menos, y así lo he confesado siempre. Me cuesta poco escribirlos y me cuesta mucho corregirlos, y al corregirlos temo siempre haber arruinado lo que tenían de espontáneo y genuino, si lo tenían. Este sale con la mitad de las páginas que los anteriores, habiendo tenido tantas como ellos, pero tampoco tengo el convencimiento de que el resultado sea satisfactorio. Las decisiones de orden estético cuando escribo estos libros tan fragmentarios y caóticos obedecen, al menos en mi caso, a razones confusas, más intuitivas que teóricas, de quien obra por instinto.
Que este año aparezca con menos páginas y con retraso respecto de otros tomos, tiene que ver con ese penoso trabajo de corrección y reducción y con las dudas que he tenido a lo largo del último año. En los castillos de naipes los problemas empiezan a aparecer a medida que crecen, y toda obra de imaginación, aunque nazca de la realidad, o precisamente por ello, tendrá siempre algo de frágil e inestable. No creo haber perdido la esperanza de que la nota pulsada se pareciese, por una vez, a esa que uno cree oír dentro de sí, pura y original, pero no puedo asegurar que tal cosa vaya a suceder precisamente, como en la leyenda de otro reloj de sol ideal, Hic et nunc , aquí y ahora.
Andrés Trapiello.
POCO puede decirse del título de este libro, sino que está tomado de un dicho popular. De origen incierto (aparece al frente de un sainete valenciano del siglo XIX), no sabemos si surgió de algún suceso real, como bien pudo ser. Quien usa esta expresión quiere dar a entender con ella de modo irónico y humorístico la poquedad del negocio o asunto al que hace referencia. Que «miseria» y «misericordia» se sienten además juntas en la misma etimología dice mucho del corazón humano.
Ls lectores de este libro hallarán aquí también esta estrella o asterisco manipulado, que hemos dado en considerar nueva vocal o vocal doble, tras haber descartado por diferentes razones el empleo de sucedáneos y equívocos, como la arroba, @, o la xuá, ə. El autor, tipófrago aficionado, considera que el uso de un lenguaje inclusivo no es ocioso ni mucho menos nocivo para la literatura escrita ni para la escritura en general. El hecho de que estasirva para lo escrito y no para lo hablado, no quiere decir sino que se contenta con ser leída, lo que no es poco trecho en un camino tan largo aún. Y que aquí se emplee tampoco significa que se quiera imponer a nadie, y mucho menos a las instituciones y personas que se crean competentes en este asunto y que vayan a disentir; otras, en cambio, hasta ahora opacas o soslayadas en los textos, serán visibles al fin y lo agradecerán, aunque la literatura no será desde luego mejor por el empleo de la , pero tampoco peor.
Y por último unas palabras sobre las imágenes de la cubierta. Salen al paso de quienes niegan el carácter íntimo de este Salón de pasos perdidos, y reproducen las radiografías del tobillo, tibia y peroné de AT., rotos en un revés ( miseria ), y los ocho clavos, agujas y alambres que los sujetaron ( compañía ), infortunio del que se trata en este libro. ¿Hay nada más íntimo que exponer el esqueleto propio a la curiosidad de los lectores, este deshuesarse en público, más comprometido aún que el encarnarse; esta postrimería «en vivo y en directo»? Sin contar con que probablemente no haya habido nunca escritor alguno con tanto futurismo dentro, cuando menos lo esperaba.
Hay un testimonio indudable de que Jacobo Fijman preparaba, hacia 1930, una edición de sus cuentos, que no llegó a concretarse. La presente es, pues, la primera reunión en libro de los relatos (algunos de los cuales permanecían olvidados) que el poeta de Molino rojo publicó en diversos medios de aquella época: diario Crítica, revistas número y Martín Fierro. La calidad de esta escritura autobiográfica, que sin duda aportará más que mera literatura, rebasa la problemática de la locura en la sociedad: poesía y crítica tienen aquí una perspectiva de alto nivel: están orientadas por esa gran divisa fijmaniana que dice: «El arte tiene que volver a ser un acto de sinceridad».