Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
—¿Me va a decir qué es lo que viene buscando? ¿Y por qué se ha hospedado en el hotel más caro?
—Cuando lo ha hecho es porque podrá pagar. ¿Pregunta a todos los forasteros lo que vienen buscando? No creo que para venir a Houston se necesite buscar algo o a alguien.
—Pues este tendrá que hacerlo.
—No se debe armar tanto ruido porque el dueño de ese caballo que le gusta a usted, Chiest, no quiere venderlo por muchos dólares que le ofrezca.
Dejando que su cabalgadura caminase a su albedrío, torció la vista y sus agudos ojos se clavaron en una amplia construcción que, a su derecha, próxima a la “Meseta del Caballo”, se extendía olímpicamente con sus amplios barracones, su dilatada empalizada de espino y su vivienda grácil y amplia, denotadora de la omnipotencia de su dueño. Aquel era el rancho “Y Doble”, propiedad de Ted Deninson, su más enconado e irreconciliable enemigo. El terreno que pisaba hasta donde se perdía su vista pertenecía al potentado ganadero, uno de los más rices del Estado de Utah.
DENNY Garland era la personificación de la mala suerte. Todo cuanto emprendía, salíale mal. Empezaremos por decir que Denny Garland no tenía familia, ni amigos, ni fortuna. Más solo que un hongo, braceó con coraje en el mar de la vida, pero jamás pudo llegar a puerto. En su perenne ambular, halló desdenes, desengaños, vicisitudes sin cuento y aventuras desagradables, pero nunca un cariño, una amistad, un amor.
Rock se había criado con Lee en aquel bendito valle de los Ojos Negros, cerca del río Hondo, en la parte baja de California; pero, al morir el padre de los Perkis, Rock, de carácter más aventurero y menos apegado a la salvaje poesía de las montañas y los valles, decidió tentar la suerte, marchando, primero, a Los Ángeles, y más tarde, a San Francisco, donde tras rudo bregar logró ser nombrado gerente de una compañía maderera que, al florecer, gracias a la energía de Rock, hizo que éste adquiriese una gran preponderancia en la empresa, alcanzando un sueldo muy digno y un interés en el rendimiento total de las ganancias.
A juzgar por su indumento, debía ser un sempiterno vagabundo de las praderas y los poblados, donde era más fácil y cómodo agenciarse la manutención distrayendo a la gente que doblando su recio espinazo sobre la tierra o con el lazo en la mano. Vestía una camisa bastante decente de llamativos cuadros azules y rojos, un pantalón gris ajustado a las piernas por las altas botas de espuelas de rodela, un chaleco amarillo con una cadena de dudoso metal, atravesada de bolsillo a bolsillo, de la que pendía un arete encerrando en plata un número 13 y un sombrero gris perla algo deslucido, ítem más el consabido pañuelo rojo mal anudado al cuello para enjugar el sudor. Representaba unos veintiocho años y era de facciones correctas, ojos negros bien sombreados, que parecían sonreír al mirar con cierta laxitud e indiferencia; su rostro estaba tostado por el sol, pero se mantenía terso y fresco, y la línea de sus labios curvados era suave y riente, mientras su mentón, un poco cuadrado, se adelantaba como el pico de un buitre, denotando energía, aunque quizá mal aplicada.
Lo mismo para el bien que para el mal, el número 13 había sido decisivo en la vida y muerte de Bob Tait. Nacido un 13 de diciembre, en un rancho de Nuevo México, contaba 13 años cuando su padre pasó a mejor vida y quedó con su hermano Travis bajo la tutela de su tío Sam, el cual asumió la dirección del rancho y trató de que sus dos sobrinos se hiciesen hombres de provecho para, en su día, entregarles la hacienda paterna que debía continuar floreciendo bajo su custodia. Pero Bob era un carácter rebelde a toda disciplina. Desde el primer momento se declaró antagónico con su tío, no admitiendo la férrea disciplina que éste trató de imponerle y justamente el día que cumplía 13 años desapareció del rancho con un caballo, un revólver al cinto y un saco en el que había metido sus más imprescindibles prendas, algunas vituallas y 13 dólares que poseía por todo capital.
¡Ocho años de encierro! Ahora que quedaban muy atrás los muros de aquella cárcel, le parecía mentira que hubiese poseído arrestos para soportarlo. Ocho años eran casi una juventud, sobre todo cuando apenas había nacido a la vida y ya supo de las amarguras de un encierro y de las restricciones de una libertad que era lo más deseable y lo más hermoso que gozara desde que tenía uso de razón. Durante su encierro, las sombras de la cárcel parecían haber ahogado en su memoria las causas que truncaron su libertad de un modo tan trágico y en plena floración; pero ahora, bajo la alegre luz del sol, como si éste desenterrara recuerdos dormidos, volvía a aparecérsele claro, nítido, preciso, todo el cuadro dramático de su desgracia.
Wayne se dio cuenta de ello cuando ya la ciudad se hallaba a la vista. Desde el recodo de la senda que acababa de doblar, distinguía en la tarde brumosa, muerta en luz por los plomizos nubarrones que se corrían hacia el Oeste, el conglomerado de edificios que, en el fondo gris del paisaje que le rodeaba, adquirían un tono opaco y poco alegre, a pesar de su hacinamiento y variedad. La senda, como todo el paisaje, estaba embarrado, el agua había caído con furia durante dos días; también el fornido cuerpo de Wayne acusaba las huellas de los martirizantes chaparrones, pero esto no importaba nada al jinete. Era duro y recio, había soportado toda clase de fatigas en su joven, pero exuberante vida, y no era el agua inofensiva cuando caía disgregada del cielo lo que le podía producir miedo.
Por el estrecho «cañón», de paso angosto y de zigzagueante trazado, la caravana de carretones entoldados camina lentamente, guiada por el instinto de los animales del vehículo de cabeza cuyo conductor, vencido por el cansancio de tantas horas sin descanso, deja que la cabeza martillee sobre el pecho en un sopor inconsciente, aun a trueque de rodar por el bordeante precipicio, en cuyo fondo se oye el rugir de las aguas violentas.
El día estaba bochornoso. El sol, como una hoguera de infierno, lucia en un cielo esmeralda, limpio de nubes, y la poca brisa que soplaba del lado de la divisoria, en lugar de portar la caricia del agua, parecía el rescoldo de una lumbrarada. En tanto que el vetusto vehículo había rodado junto a la margen del Colorado, aquella temperatura saturada de fuego había resultado soportable para Wess debido a la caricia mansa del auro del río; pero desde el momento en que dejó a su izquierda el Colorado y derivó hacia el Este, en busca del próximo poblado, el ambiente se había resecado, la atmósfera aparecía más cargada de agobio y de electricidad, y sus pulmones parecían encogerse por la presión de una mano invisible que les impedía absorber el aire preciso para su funcionamiento.
Cajon era un lindo y pintoresco pueblo de la llanura californiana, a muy pocas millas de la costa por el Oeste y a una distancia relativamente corta de San Diego, casi en la frontera mexicana, por el Sur. Pueblo manso y tranquilo, poblado por habitantes de sangre cálida, pero perezosa, vivía una existencia abúlica y suave, que el sedante descanso de una guerra cruenta y muy reciente hacía más tranquila aún. Brindándole espacio dilatado para su expansión, se abría en derredor de él una llanura ubérrima y verdegueante, donde los pastos eran una bendición del cielo, derramada con mano pródiga, y en la que los propietarios de los diseminados ranchos que ocupaban dicha extensión poseían cientos de hectáreas de terreno y necesitaban muchas horas de trotar a caballo para recorrer, en un día, sus propiedades.
Hallaron a Laura Joubert entre las dos camas gemelas de un bungalow junto al Sena. Parte de ella era todavía exquisita. Su cuerpo, por ejemplo, seguía siendo un prodigio de perfección, y aparecía más distinguido que nunca en su vestido de Balenciaga, sus zapatos de modelo exclusivo y un abrigo que había costado las vidas de muchos animalitos. Fuera del bungalow ribereño hallaron las manos del monstruo que la había matado. Sus huellas estaban claras en el volante del coche y en la pistola que había destrozado el precioso semblante femenino. Pronto se conoció toda la verdad. Nunca hallaron al asesino, y, tras algún tiempo, abandonaron la búsqueda. Dijeron: —Huyó. Huyó mucho más lejos de donde nunca podremos alcanzarlo. Sí, este monstruo mató a su esposa y luego hizo algo peor. Richard Belmond se convirtió en traidor a su patria, y ha muerto. Con su muerte, acabó el caso de Belmond, el monstruo y traidor.
Sintió Kit Gilson cómo las piernas le flaqueaban hasta casi derrumbarle a tierra cuando al descender de la diligencia respiró cansado y dolido de la tremenda jornada que había hecho soportar a su delicado cuerpo. Realmente, la imprudencia que había cometido tenía que pagarla más tarde o más temprano. Pese a su aspecto juvenil —no contaría arriba de los veintiocho años—, su rostro demacrado, su afilada nariz, sus labios finos y exangües y el aspecto avejentado que reflejaba su fisonomía, le acusaban como un hombre gastado prematuramente, o víctima de algún mal oculto que iba minando su naturaleza, suave, pero implacablemente. Kit tendió la vista en derredor de él y se sintió oprimido por el paisaje. El pueblo que había elegido al azar, en un ansia infinita de sepultarse y ocultarse donde nadie volviese a saber una palabra de su averiada persona, no podía ser más pobre, más mísero y más vulgar que el que tenía a la vista.
Patrik Miller llenó las grandes copas de whisky por sexta vez y ofreciéndoselas a sus comensales, exclamó: —Beban, señores, podemos y no podemos entendernos en este asunto, pero no quiero que se diga que Patrik Miller, agota la garganta de la gente para vencerlas por cansancio, sin ofrecerle todas las garantías para que desarrollen su elocuencia. Patrik Miller era un ranchero gordo, colorado, fuerte como un toro, de cejas pobladísimas, crespo bigote un tanto canoso y ojos grises de mirar duro. Poseía un rancho a dos millas de El Paso y aunque su hacienda era valiosa y hacía pingües negocios con el ganado, gozando de una gran influencia en la región, se murmuraba que la base de su fortuna no era muy limpia y que en su blasón de ranchero había algunos cuarteles tan oscuros de descifrar, que si alguien hubiese podido limpiarlos quizá encontrase debajo ciertas escenas de abigeo y cuatrería, que deshonrarían su escudo de armas.
Tu no puedes hacer eso con Fred Wellman; sería una canallada Orson. El áspero calificativo vibró como el silbido de un proyectil en los labios plegados con ira de Nelson Brown, el socio de Orson en negocio ganadero. Orson Donlevy sintió un temblor extraño en su rostro al acusar la brusca y brutal opinión de su compañero, pero dominando el pésimo efecto que le había causado, se encogió de hombros, replicando suavemente: —¡Pues he de hacerlo, Nelson, y siento que te contraríe! —Me contraría y me da pena que pienses de esa manera. Fred se comportó generosamente cuando nos establecimos aquí y hace falta tener sangre de coyote para pagarle bien por mal.
Israel Rosse era todo un hombre. No había nadie en Sterling City que así no lo reconociese, fuese amigo o enemigo de Israel, pero todos, aun aquellos pocos que podían considerarse medio amigos suyos —Israel no contaba con amigos de verdad— proclamaban a los cuatro vientos, que todo lo que poseía de hombre lo estropeaba su carácter agrio y seco, su avaricia sin límites, su falta de corazón para los negocios y su desmedido orgullo que le había llevado a límites insospechados. Pero nadie era capaz de acusarle de nada que estuviese al borde de la legalidad. Era duro, pero honrado en sus negocios, no se dejaba despojar de un solo centavo, pero a nadie le hubiese despojado de uno suyo y en cuanto a seriedad, la palabra de Israel poseía más valor y fuerza que la más complicada escritura. Israel era odiado y temido a la par. Nadie hubiese levantado un dedo en su favor de saber que moviéndolo podía contribuir a salvarle la vida, pero nadie se hubiese atrevido a levantar aquel dedo en contra suya, sin sentir el escalofrío de saberse expuesto a tener que habérselas frente a frente con él. El elogio o la censura que la gente lanzaba contra él cuando comentaba sus actos, era una frase muy popular en la región, que servía para retratar la voluntad de sus más destacados nativos. Es «tozudo como un tejano» y, en efecto, lo era hasta el límite, pero con una tozudez razonada y consecuente, que le había servido para elevarse de la nada al pináculo del bienestar y de la fortuna.
La mañana se mostraba, fría y desapacible. Hoscos grupos de nubes plomizas arrastradas por el aire surgían de la parte del Colorado. Debían de llegar cargadas de arena del desierto de California, al otro lado del río, porque las gruesas gotas de agua que caían esporádicamente producían la sensación de encerrar algo contundente que al golpear en las carnes producía raspazos desagradables. El campo, húmedo y brillante, se dilataba casi terso hasta morir en la orilla del río por la izquierda, en tanto que hacia el Norte se confundía con la comba oscura y plomiza del cielo. Las hojas, ya amarillentas, de los árboles, adquirían un tinte de oro viejo brillante por el agua, y el viento, en sus reboleras jugueteaba con las hojas desprendidas, trazando círculos caprichosos con ellas hasta que, cansado del juego, las dejaba caer arrastrándolas por los cenagosos charcos que la lluvia había formado la noche anterior.
Un agrio chirrido, el chirrido de los ásperos ejes sin engrasar, iba denunciando el lento y perezoso paso de la pesada carreta por la dilatada y herbórea extensión que, como un verde y estático mar, se dilataba hasta perderse de vista. Se trataba de una carreta empírica, tosca, desvencijada, formada de carcomidos tablones reforzados con pegotes de claveteada madera para que conservasen la unidad y no se abriese en pedazos. Era larga y ancha, de altas ruedas macizas con llantas de hierro oxidado y ejes primitivos que jamás habían recibido la caricia de la grasa. Un toldo remendadísimo pardo y ajado por el viento, el sol y la lluvia, formaba un voluminoso arco en torno al piso, sujeto por tres curvadas ballestas que armaban la bóveda. De la parte delantera salía recto y rígido un eje labrado en un tronco de árbol, con una especie de T en el remate, al que iban uncidos dos cansinos bueyes que clavaban con paciencia y trabajo sus anchas pezuñas en la hierba para poder hacer hincapié y arrastrar el pesado bagaje que portaban.
Jo Benton se abrió de piernas para obstruir el paso, metió sus dedos pulgares entre las sisas del chaleco, quizá para mejor mostrar las siniestras culatas de sus negros colts del 45 que pendían amenazadores de su cintura, y mascando la boquilla de su pipa, se quedó mirando fijamente al tipo que tenía delante de él. Se trataba de un hombre joven, quizá no excediese de veintitrés años. Era moreno, de estatura bastante desarrollada a pesar de que el doblaje de sus piernas sobre la silla del caballo parecía disimular un tanto su largura, y aunque sus facciones eran corrientes, sin nada destacable en su totalidad, había algo en él que le daba una personalidad vigorosa, sin que lo pudiese precisar si dimanaba de sus ojos negros con chispitas luminosas en el iris, de su mentón un tanto adelantado, o de la sonrisa irónica y leve que apenas plegaba sus delgados labios.