Abraham Douglas, apoyado en la cruz del mango de su pala, cuya cuchara había clavado en tierra del revés, seguía con ojos turbios e irritados al caballo brioso y braceante que se alejaba raudamente por la llanura amenazando perderse pronto de vista. Le seguía furioso porque él no era hombre a quien la gente hubiese amenazado nunca impunemente y el jinete aquel había osado hacerlo, sin que él, por prudencia, le hubiese cerrado la boca a puñetazos. Y esto era precisamente lo que encendía en él aquella sorda irritación; no haber aplastado la lengua de Roger Kaistein, después que le había amenazado agriamente si no se doblegaba a sus mandatos.
Un jinete a galope desbocado enfocó la senda que se internaba a modo de calle por el poblado de Minera, a no muchas millas de la divisoria de Méjico. El jinete, joven, cetrino, de ojos negros y brillantes, labios abultados, piel tostada y bigote negro recortado, acusaba en sus rasgos su origen mejicano. Si algo le faltaba para denunciar su raza bastaba echar un vistazo a su bolero de terciopelo negro con botones de plata, su pantalón acampanado por el remate de las perneras y sombrero de paja picudo y de ala grande y redonda, con los ribetes vueltos, para comprender que no llevaba en sus venas una sola gota, de sangre americana. Al enfocar la calzada emitió un alarido vibrante y modulado; su vibración alcanzó el poblado de punta a punta y en las chozas de moreno adobe, de un solo piso, que componían el poblado se produjo un revuelo terrible. Era la hora del mediodía, un mediodía caluroso, de sol abrasador; el cielo era de un azul índigo fulgurante y el astro rey abrasaba el polvo diluido de la calzada y quemaba el adobe, transpirando hacia el interior de las casas el calor asfixiante que reinaba fuera. Por ser la hora del mediodía los habitantes del poblado se hallaban sentados a la mesa dispuestos a devorar sus tortillas de fríjoles, los pedazos de torta morena y apurar la amarga tequila. Aquel grito del jinete que avanzaba fue como la campana de la iglesia tocando a rebato para anunciar un incendio.
La larga fila de carretas habíase detenido al pie de las estribaciones de los montes Guadalupe. La tarde estaba cayendo, el ganado sentíase agotadísimo de las largas jornadas tirando millas y millas de los pesados vehículos atestados de fardos de todas clases y los hombres de la conducción también acusaban el cansancio de la marcha. Eran varios días de rudo trabajo y estaban deseando llegar a su destino para tomarse un breve descanso antes de regresar a sus bases. Roy Wilson, el dueño de aquella reata de conducción, iba como casi siempre, al frente de sus carros. Era toda su fortuna levantada a pulso tras mil vicisitudes en su joven vida y tenía que cuidar personalmente de su patrimonio ante el temor de perderlo. Por aquella parte de Texas, próxima a la divisoria con México, el terreno no era muy seguro. Abigeos, salteadores y bandidos de todas clases, pululaban al acecho para la ejecución de sus latrocinios y a veces los cargamentos que Roy acarreaba en sus vehículos valían muchos miles de dólares de los que era el responsable. Había empezado su pequeño negocio con una sola carreta realizando portes pequeños en distancias limitadas. Cuando ganó unos dólares y estudió el negocio, entendió que con una buena reata de vehículos buenos y resistentes, y una dotación de hombres duros, aclimatados a los paisajes de Texas, podría hacer un buen negocio y toda su ambición se cifró en aumentar el número de carromatos para emprender el tráfico en gran escala.
Hedda Fossin, la hija de Bing Fossin, el talabartero, leía con emoción una carta a la puerta del establecimiento. La carta acababa de llegar con la valija procedente de Topeka y era de Lyn, su hermano, que estaba cursando estudios en la capital de Kansas. Dentro del establecimiento, Bing se ocupaba en repasar unas sillas de montar que el día anterior le habían sido llevadas a recomponer por Tim y Jack Dritton, los dos hermanos que trabajaban en la hacienda de Alexis Schaars, el hombre más rico y más poderoso y más temido de toda aquella cuenca. Era un hombre que de una manera ingeniosa unas veces y violenta otras, se las había arreglado para hacerse el dueño de una cantidad enorme de terreno, que seguramente él mismo no había tenido tiempo de conocer. A Bing le hacía poca gracia trabajar para Alexis y sus hombres. Muchas veces había tenido roces con ellos por su agresividad, falta de educación y violencia, pero no le quedaba otro remedio, si no era el de levantar el campo y dejar Hutchinson, trasladándose a algún otro poblado donde Alexis y sus hombres careciesen de jurisdicción y mando. Pero esto no era posible, al menos de momento. Mientras Lyn no terminase su carrera y contase con trabajo para ayudarles a vivir en otro sitio, tenía que aguantar allí, y aguantaría; pero, a pesar de ello, se sentía poco a gusto, porque presentía que no siempre iba a poder capear los acontecimientos.
En la ladera occidental de la cadena montañosa conocida por las Bitterroots y entre inmensos bosques, se instalaron ranchos que sostenían millares de reses ovinas y bovinas tras las cruentas luchas entre los partidarios de ambas riquezas y medios de cría.Unido a la ganadería existía una riqueza importante en las minas de oro y cobre especialmente. Esto daba a las ciudades un cierto aire de cosmopolitismo, pues la ambición de las fáciles riquezas que podían hallarse bajo unas rocas o en el curso de los infinitos arrojos, amén de ríos como el Clark y el Bitterroot.Riquezas que originaron tendidos de ferrocarriles secundarios para enlazar esta comarca en el transpone de las minas, con las grandes líneas transcontinentales.Todo esto hizo de Missoula una ciudad de cierta importancia, en la que se construyeron silos para los cereales; grandes corralones para el ganado; sucursales de bancos nacionales y del territorio, así como muchos saloons para que se pudieran divertir los millares de seres que se movían dentro de la ciudad y en los alrededores.Una línea de diligencias ponía esta zona en comunicación con la minera de Clearwater, pasando por Orofino, hasta Lewiston, donde los barcos del río, por el Snake, llevaban al Columbia pasajeros y mercaderías de valor, a cambio de lo que necesitaban las poblaciones de aluvión que se condensaban en las cuencas mineras.El mayor tráfico lo daba Helena como capital del territorio y las diligencias que ponían en comunicación esta zona con el Pacífico.
El látigo restalló en el aire como un cohete, y el cuero, ciñéndose a los flancos de los dos poderosos caballos que arrastraban el pesado carromato, dejó la huella de un largo surco sobre la brillante y sudorosa piel de las dos pobres bestias de carga. —¡Tío Tom! —gritó Nelly, entre indignada y dolorida—. ¿Por qué maltrata de esa forma tan cruel a los infelices animales? ¿No ve usted que no pueden correr más?
SAN Francisco, la perla del Pacífico, vibraba de exaltación, de alegría inusitada, de gente atacada de la más alta fiebre; era como una colosal casa de locos, tan grande, que los locos parecían estar sueltos en ella, cuando en realidad estaban encerrados en aquel trozo exótico de la costa salvaje. Eran los exaltados tiempos en que el oro, siendo la palanca del mundo, podía asegurarse que carecía de valor por su abundancia, y, sin embargo, la gente se peleaba y se mataba fríamente por poseerlo y los más osados hombres de los cuatro puntos cardinales, acudían a San Francisco atraídos por su esplendor y por la forma fácil de ganarlo, siempre que se entendiese por fácil poseer un corazón duro, una impetuosidad suicida y una mano ágil y cultivada empuñando el colt.
¿QUÉ te sucede Karf? Te veo muy preocupado. —Lo estoy, y mucho, Kenneth, no puedo negarlo. —¿Acaso te duele más la herida del brazo? —¡Al diablo la herida! Me duele, pero me lo aguanto. —Ya llegará el día que devuelvas el plomo. —Claro que llegará, pero no es eso lo que me preocupa.
EL sangriento trozo de carne empezaba a tornarse oscuro sobre las rojizas brasas, y un olor agradable se desprendía de él hiriendo de un modo sensible el olfato de Ike Gould, inclinado sobre la hoguera para cuidar el asado. Su buena suerte le había llevado a aquel lugar abrupto al norte de Togo, no muy lejos del curso del Cimarrón, donde había descubierto una ternera recién muerta y abandonada entre las breñas.
HENDRIK Fefray detuvo su jadeante y sudoroso caballo elo n la loma de la colina que acababa de coronar y volviendo su turbia mirada hacia el sur, trató de abarcar el paisaje hasta mucho más allá de donde sus agudos ojos podían atalayar el horizonte. Era un ansia vehemente de ver, siquiera por última vez, el lugar que acababa de dejar a su espalda, sin esperanzas de poder volver a él sin peligro de ser apresado y quién sabía si colgado de la rama de un árbol.
La tarde empezaba a palidecer gradualmente. El oro vivo del sol, que había estado recociendo los agudos ojos de Tin Morgan durante toda la jornada, diluía su detonante brillo, convirtiéndose en un cendal amarillento que hacia el Norte se transformaba de manera insensible en dorado oscuro y, más lejos, en algo de un color indefinido. Morgan detuvo su cansada cabalgadura junto a un pequeño estanque natural de aguas verdinegras, entre las que flotaban muertas e incoloras algunas hojas de cedro arrastradas por el viento, y volvió la cabeza a ambos lados para convencerse de que el hosco paisaje que se venía abriendo ante él durante más de una semana empezaba a variar de manera bastante sensible.
UNOS golpes discretos dados en la puerta del despacho sacaron a Jane Fleet del doloroso ensimismamiento en que se hallaba sumida. Sacudió su negra y brillante cabellera en un gesto de desesperación y exclamó: —Adelante. Un peón quedó en el vano de la puerta en actitud respetuosa. — ¿Qué sucede, Abel?
JUNTO a la mesa, de pie, con las manos apoyadas en el reborde del tablero y teniendo frente a ellos la ruda y dura silueta de Sidney Galahat, Lina Tracy y su padre Ray, miraban anhelantes al ranchero. Éste, con sus ojos grises y duros, les contemplaba fríamente sin que en su áspera mirada se reflejase la más leve señal de emoción ante el relato que Ray le estaba haciendo.
Sólo en casos muy extremados el sheriff Dwan se atrevía a preguntar a un forastero quién era y de dónde venía. Tenía muy en cuenta la tácita cortesía del Oeste en la que ciertas preguntas, además de ser imprudentes, resultaban una insolencia peligrosa. El desconocido que se inmergía en la pradera podía tener muy buenos motivos para querer silenciar lo que le hizo dejar su tierra natal, o la manera conque había conseguido su caballo. Lo que al sheriff le interesaba era si el forastero tenía que quedarse en la comarca. En caso afirmativo, los medios conque contaba. En las respuestas no cabían trampas.
ANTE la puerta del salón Royalty en Oklahoma, un grupo de vaqueros estiba sobre el techo de la diligencia los equipajes correspondientes a los viajeros y a las mensajerías que con destino a los pueblos del tránsito en el combinado hasta la ciudad de El Paso, admite la Empresa propietaria del vehículo. Son las seis de la mañana. El conductor con su ayudante atiende los últimos detalles de inspección del carruaje y a los animales de tiro que han de llevarlo en una jornada agotadora hasta el primer relevo en la orilla del río Rojo, junto al puente de madera restaurado cada año después de la época de lluvias en que las riadas, arrollándole, arrancan la parte central del mismo.
CUANDO Christian Sense regresó a la taberna del Tulipán de las Praderas, de vuelta del almacén donde había ido a renovar su carga de proyectiles y algunas otras cosas que necesitaba para su viaje, recibió la cruda, aunque no extraña sorpresa, de descubrir a un grupo de vaqueros que, en corro, inclinados hacia el suelo, atendían a alguien que se hallaba caído en él. A Christian le bastó echar un vistazo a través de los claros que ofrecía el grupo para descubrir que el caído era su eterno compañero de andanzas, Jake «el Inoportuno», mote con el de «el Entrometido» que se le aplicaba, por su propensión a meterse en todo, le importase o no le importase.
FRANCIS Silverman, el viejo capataz de barbas espesas, ojos dulces de recental y manos renegridas y sarmentosas, en las que las venas eran como ramas secas de vid bajo la piel tostada, extendió el brazo y señalando hacia el Norte con rabia, afirmó: —Mira: ¡la horda! Bastó esta frase bárbara y significativa para que Bem, el peón que le acompañaba, rechinase los dientes y buscase rápidamente en la dirección que su compañero señalaba.
VEINTE años atrás, el poblado de Sheepeater, en Idaho, al pie del ingente monte por donde el río Salmón discurría de Este a Oeste para desaguar en el Snake, no existía. Aquel terreno solamente era un inmenso y salvaje valle, poblado por alimañas, exuberante en pastos o en terreno de labranza, pero aislado de toda comunicación y desolado para habitarlo. Sin embargo, esto no fue obstáculo para que una mañana de un naciente otoño, una pequeña caravana de pioneros procedentes de Dakota, clavasen las ruedas de sus carretas próximos al río y tras una breve consulta entre sus componentes decidiesen afincar definitivamente en aquel lugar. El terreno parecía excelente, existía buena caza para ayudar a su alimentación, tenía el río próximo y, con fe, trabajo, pers
El sendero era áspero, empinado y tortuoso; el piso, duro e hiriente, y el desgastado calzado de Clement Astor acusaba su vejez al clavarse en sus agujereadas suelas las hirientes chinas del camino, cosa que obligaba a su dueño a renegar constantemente, pero desdeñando aquellos inconvenientes y molestias, Clement seguía ascendiendo con férrea voluntad y hasta se sentía dichoso de verse en aquel sendero de cabras, adentrándose en la repelencia del monte Putnam, que le brindaba de momento un asilo casi seguro, aunque esta seguridad momentánea contase con muchos y graves inconvenientes. Pero gozaba de una inestimable ventaja: la de hallarse libre y dueño de su persona después
EN el Póker de Ases empezaban a parpadear las lámparas de petróleo que uno de los mozos del garito se entretenía en repasar para que se conservasen vivas durante toda la noche. El día moría lentamente y, no tardando mucho, el local empezaría a verse frecuentado hasta alcanzar la plenitud de su bullicio mediada la noche. —En la pieza acotada al fondo del barracón donde James Thorning, su dueño, había instalado lo que él llamaba su despacho, el tahúr, sentado ante la mesa, distraía el ocio realizando solitarios. Thorning era un tipo de uno