EL raso de los vestidos de las damas hacían coro con su trin-trin al arrastrar de los sables de los militares en una de las fiestas más suntuosas de California.
A no muchas millas de la ciudad de Santa Bárbara se alzaba la vasta construcción de lo que fuera siglos antes misión franciscana y que ocupó la familia de los Hidalgo Guzmán que en Monterrey habían tenido gran ascendiente.
Las posiciones de los Hidalgo habíanse visto reducidas por imperio de las circunstancias y asentamiento de infinitos colonos, salidos de los mineros fracasados que habían descendido de los ríos del norte y de los Territorios de Nevada y Arizona, al seguir el curso del Río Colorado.
PUESTO en pie delante de la mesa del director del presidio de Pierre, en Dakota del Sur, Rock Emery parecía una estatua vestida de gris.
El uniforme que le dieran tres años atrás cuando ingresara en la prisión, se le había quedado ancho, pero, aun así, lo sabía llevar con dignidad y empaque.
Rock era ya un hombre que iba a cumplir los veintiséis años. De una estatura media, más bien tirando a alto, debió ser un muchacho fornido y musculoso cuando entró en el penal. Aún conservaba sus fuertes bíceps cultivados en luchas deportivas dentro del recinto, pero la inactividad, las preocupaciones y una alimentación poco fuerte para un hombre de su juventud y energía, le habían restado parte de su natural fortaleza.
LOS mineros entraban sacudiendo la nieve que tenían sus ropas y formando pequeños montoncitos en el suelo, que se licuaban con rapidez, dada la temperatura reinante en el saloon.
Después se aproximaban en busca de un hueco en el mostrador para beber un buen vaso de whisky , tras frotarse las manos y calentar con el aliento las puntas de los dedos.
Idaho City conservaba mucho de su pasado esplendor, aunque no había los cuarenta mil habitantes que llegó a tener tres o cuatro años antes.
EL EMPIRE atracó a uno de los muelles de Nueva Orleans, donde el tráfico de vapores y mercancías era bullicioso y mareante.
El hermoso barco que había realizado una feliz travesía a lo largo del curso del Mississippi, se balanceó gracioso al ser batido por el agua mientras cuarteaba para acercarse de proa al muelle y multitud de ociosos o descargadores siguieron con curiosidad la maniobra de la nave que llegaba cargada de pasajeros.
En cubierta, afianzando sus manos poderosas en el hierro de la barandilla, David Ellington miraba con curiosidad el movimiento reinante en los andenes del muelle.
UNO de los más fabulosos cresos de la ciudad de la plata, hacia el año 1863, era H. W. Mackay. Había aparecido un día inadvertidamente como otros muchos que llegaban a diario y durante un poco tiempo su presencia no se hizo destacar, pero rápidamente su nombre empezó a sonar repetidamente. Zascandileaba mucho por todas las minas más importantes, estaba siempre en primera fila cuando se anunciaba algún nuevo filón y poseía acciones de todo agujero que era abierto en la falda del monte o en sus alrededores.
SI Stella Campbell hubiese medio sospechado el huracán de pasiones, sangre y violencia que iba a encender con su presencia en aquel pueblo aislado, conocido por Kendrick, junto al río Orse Creek, en Colorado, posiblemente, a pesar de su valor y energía, no se hubiese movido de Colorado Spring y hasta hubiese renunciado, sin grandes apuros, al dinero que tenía allí empleado por conducto de su fallecido padre. Pero Stella estaba muy lejos de sospechar toda la pólvora que se almacenaba en Kendrick y en el alma de algunos de sus moradores y cuando dejó arreglado el asunto de la testamentaría del viejo Campbell, decidió ir a resolver por sí misma el asunto de aquellas hipotecas y aquellos préstamos tan pródigamente repartidos por el difunto en el solitario poblado.
ERA en aquellos días en que Texas, recién emancipada de México, formaba un Estado independiente que se debatía en pugnas intestinas entre sus habitantes partidarios de continuar siéndolo y los que abogaban por la incorporación a los Estados Unidos, En aquel tiempo, las fronteras de Texas hallábanse constituidas por las aún poderosas naciones indias de los apaches al Oeste y los comanches, kiowas y arapahoes al Norte, aparte de los llamados indios civilizados que ocupaban el Sureste de lo que hoy es Oklahoma y las riberas del bajo río Rojo.
ERA paradójico según el criterio de Chuch Holden, que siendo el Oeste americano tan amplio, tan dilatado, tan sinuoso y falto de comunicaciones en muchos lugares, resultase para él tan estrecho como el cinto que llevaba ajustado a sus caderas. En tres años de vida alocada y falta de control, había hecho una edición especial de su nombre, que era conocida hasta el último confín de cualquier Estado. Decir Chuch Holden, era hablar de un huracán de pasiones, de violencias, de riñas, de tronar de revólveres y de muertos o lastrados, porque las manos duras y ágiles que la Naturaleza le había dado y aquel par de colts que siempre llevaba a su cintura, pendientes de media altura y con la punta de la funda cortada para dejar asomar la negra boca del cañón por ella, eran la representación de la muerte por donde su caballo iba dejando un rastro de herraduras.
Basta de charla, Jackson! —advirtió el gigantesco guardián enarbolando el grueso látigo—. ¡Una palabra más y conocerás el sabor de esta golosina! —Y restalló en el aire el cimbreante cuero. El preso reanudó el trabajo, mostrando su fuerte complexión abrillantada por el copioso sudor. El sol de Texas batía con fuerza las canteras del monte Sherman, semejándolas a un infierno en la tierra. Roy Jackson, recién internado en el penal de Wildrock, desconocía aún la rudeza y brutalidad con que allí se trataba a los reclusos. La sola mención de Wildrock hacía estremecer a los más allegados con el crimen. Era un penal donde la exagerada rigidez de sus dirigentes volcábase implacablemente sobre los reclusos que, durante todas las estaciones del año, se abigarraban tras sus altos y sólidos muros. Evadirse era cosa absurda de intentar. Corriendo parejas con la disciplina, la vigilancia era extremadísima. No obstante, varios lo habían intentado. Iban a morir, lo sabían ya de antemano; pero en su peligroso juego exponían la partícula de una probabilidad contra las cien mil que tenían en contra. Siempre había algunos que, incapaces de soportar aquel infierno en vida, intentaban la fuga. El resultado era una rociada de plomo por la espalda que ponía punto final en la equivocada vida del que intentaba tan desventajosa jugada.
Número extraordinario, compuesto de cuatro novelas, que son: 1.ª - Cobardía, original de F. Prado. 2.ª - El sargento McLean por Fidel Prado. 3.ª - El oro fatídico por N. Miranda. 4.ª - Hijo de la ley por H. A. Waytorn.
El leve susurro de los vientos otoñales impregnaba de infinita tristeza el aspecto de aquel dilatado valle, donde la naturaleza habíase mostrado pródiga en extremo adornándolo con sus mejores galas. Tan solo dos meses antes, aquellos parajes desérticos eran suavemente matizados por una vegetación pujante y armoniosa, entre la que destacaban, por su vívido colorido, los tonos dorados y purpúreos del tupido follaje de los árboles gigantes al fundirse en ellos el oro cálido del sol. Pero el helado aliento del norte agostaba ahora la extensa llanura herbosa. /p>
La muerte había sorprendido a Jones Millard sin poder decir sus últimas palabras. Andaba delicado él, que siempre fue un roble al parecer imposible de abatir y un mal día, al intentar levantarse del lecho, se vio sorprendido por un ataque de hemiplejía que le imposibilitó mover todo un lado y además, le dejó sin hablar. Su sobrina Laura fue la primera en descubrirle caído al pie del lecho, con la boca torcida, el brazo encogido y los ojos inmensamente abiertos, mirando de una manera que la muchacha se sintió sobrecogida de pánico.
SANTA Fe ha tenido siempre y sigue teniendo, más aspecto de una ciudad española o mejicana que americana y de ahí que los nombres en sus calles y en sus monumentos sean en su mayor parte de significación latina más que sajona.
Los abundantes comercios a lo largo de las avenidas de don Gaspar y Galisteo, regidos por indios, descendientes de los Pueblo y por españoles, ayudan en la actualidad a dar ese ambiente hispánico a la pequeña y coqueta ciudad.
El hombre que esgrimía el arma con tanta maestría y tal serenidad, pues no se había alterado un solo músculo de su alargado rostro, era harto conocido en Pasadena por su afición al juego. Era un profesional de los naipes, un hombre que hacía maravillas con ellos entre sus endemoniados dedos y más de uno que había pretendido arruinarle con una baraja en la mano había salido defraudado en su empeño.
EXISTE en Nevada, junto al río Humboldt, a un centenar de millas de Virginia City, la célebre ciudad minera, un terreno salino, inmenso depósito de sal natural, cuya procedencia no se ha fijado exactamente.
Alguien cree que, a la propiedad del suelo, se ha unido la filtración acuosa del río, o acaso una corriente subterránea del Lago Carson, lo cual ha dado origen a esa enorme e inagotable extensión salitrosa, que a través del tiempo una gran fuente de riqueza natural para el territorio de Nevada.
CUIDADO. ¡No seas impaciente! Es un paso muy peligroso éste. ¡Yo también tengo deseos de beber algo, no creas que eres tú solo el que está sediento!
Y el jinete golpeaba cariñoso en el cuello del caballo inclinándose sobre él al apoyarse en los estribos.
El animal relinchó como si quisiera responder a su dueño.
Contiene dos relatos:
La ruta del diablo, por Anthony S. Max,.
El jurado, constituido por doce habitantes de Prescott City, en el Estado de Arizona, regresó a la Sala de Justicia después de deliberar brevemente en una habitación contigua. Ante la expectación del público allí reunido los miembros del jurado se fueron acomodando en sus asientos, a excepción de un hombre alto y enjuto que se erigió en portavoz para comunicar el resultado de las deliberaciones.
Un vaquero fanfarrón.
EN la taberna de Ted Bumey, se comentaba apasionadamente el último golpe dado en el rancho Cruz Alta del valle de Arno, en la orilla izquierda del Pecos, a muy corta distancia del famoso río. Era el sexto que se daba en un plazo de tres meses y todos estaban atribuidos a la banda de Col Linck «El Risueño», una de las más audaces, más diabólicas y más crueles bandas de abigeos de todo Texas.
LAS pequeñas causas suelen producir a veces grandes efectos, y una causa muy insignificante fue el origen de algo dramático que había de poner en peligro varias vidas, acabando con otras. Rob Kukone, sargento de los rurales de Texas, había conseguido un mes de permiso después de un año de intenso trabajo en la División K, destacada en El Paso. Kukone se distinguió en diversos servicios persiguiendo contrabando de armas a través del río y paso de atajos robados para los rebeldes mexicanos y hasta en cierta ocasión fue alcanzado por un proyectil que le tuvo tres semanas sin poder abandonar el lecho.
La bola roja del sol, se dejó entrever entre un bajo lecho de nubes encendidas en púrpura. Aún no había desmelenado la cabellera de sus dorados rayos y ya se presentía el martirio que iba a derramar sobre la tersa llanura, en cuanto subiese un poco en su carrera y dejase borrado el lecho de nubes de donde se desperezaba jocundo y abrasador.
Apenas la luz solar se derramó por la llanura, Nat Warren, que apenas había dormido, preocupado con la crítica situación, no sólo suya, sino de los supervivientes de la mermada caravana, se sentó en el borde de la desvencijada carreta, con las recias piernas colgando en el vacío y de modo inconsciente llevó la mano al bolsillo, extrajo su negra pipa y quedó vacilando sin saber qué hacer con ella.
CUANDO Donna Clanton decidió aceptar las relaciones amorosas que la había propuesto Charles Kik, estuvo muy lejos de sospechar las tragedias que iba a encender en varias vidas, empezando por la suya. La primera víctima de aquella decisión fue Colorado Boy, un pequeño agricultor vecino de la cabaña de Donna, quien estaba perdidamente enamorado de ésta. La muchacha lo merecía, era guapa con exceso, bien formada, de ojos grandes negros y brillantes, de abundosa mata de pelo que azuleaba de puro negro y con una atracción personal irresistible.