Y yo, anoche, me vi entrar en ese panteón, conducido dentro de un féretro, rodeado por cánticos y rezos, sin poder decir a nadie que veía sus rostros, oía sus liturgias y sus lamentos, sentía todo cuanto sucedía a mi alrededor, pero estaba muerto.Muerto, sabiendo que no lo estaba. Muerto, sabiendo que mi muerte era sólo aparente. Como la de mi padre. Como la de otros Haversham, quizás.
El empresario de urbanizaciones no dijo nada. Se alejó, tambaleante, como si no pudiera entender nada de todo aquello, aunque no permaneció muy lejos de luces y personal, quizá por miedo a verse solo. En el decorado del plató 9, pronto se empezó a rodar, tras el ritual golpe de claqueta, en medio de un silencio impresionante.
El teléfono, inesperadamente, sonó a medianoche.Maud, adormilada, tardó un poco en darse cuenta de lo que sucedía. Al fin, terminó de despertarse y sacó el brazo fuera del embozo.—Hola —dijo.—¿Maud Colman? —preguntó alguien.—Sí. ¿Qué quiere a estas horas…?—Escucha bien, Maud. El camino hacia el infierno es largo y duro. Tú has iniciado ese camino… y un día vendrás conmigo a ese lugar donde sólo hay llanto y crujir de dientes.
Una fría sonrisa era la respuesta. Una mirada cruel e implacable, desde el rostro que al fin se revelaba ante él, sin necesidad de mediar palabra alguna. No hacía falta tampoco. Ahora ya sabía él quien era el Coleccionista, aunque no pudiera creerlo todavía.Lo sabía, y eso significaba la muerte.Por ello, quizá, mientras contemplaba larga y angustiosamente, durante unos interminables segundos, la faz de aquel ser demoníaco cuya identidad real jamás había llegado a sospechar, Barry Wade creyó ver desfilar por su mente, como en un rápido caleidoscopio, una sucesión vertiginosa de imágenes del inmediato pasado, de la espantosa y sangrienta pesadilla que ahora iba a terminar para él, y que sin embargo comenzara de un modo tan trivial, tan increíblemente simple, tiempo atrás, cuando por primera vez, sin él mismo saberlo, iba a enfrentarse al siniestro Coleccionista de Espantos, como le llamaban ya todos en Scotland Yard.
Físicamente, seguía siendo tan hermosa como en vida. Y quizá en ella existiera vida, después de todo. Esa vida que muchos niegan, que está más allá de la vida y de la muerte, más allá de la frontera insondable de las sombras, adonde yo había podido llegar, conducido por el oscuro poder de las Tinieblas.Acaricié aquel cuerpo sin vida, céreo y helado. Creí sentir su calor interno, ignorado por todos. Me pareció que sus ojos miraban a través de sus párpados. Que sus labios exangües tenían un rojo vital que nadie excepto yo mismo podía ver.Y ocurrió.Ocurrió entonces. Por vez primera.Amé a aquella mujer. La amé como se ama a cualquier mujer. Con la sola diferencia de que ella estaba muerta.
Georgia Marlowe, la rubicunda posadera, le miró asombrada y satisfecha al mismo tiempo, cuando abrió la puerta de la casa.—Señor Ackers —exclamó—. Sin duda se perdió anoche, durante la tempestad…—Sí, quise tomar un atajo a través del bosque, pero la tormenta sobrevino demasiado rápida y me encontré en la oscuridad —contestó el joven, a la vez que se descargaba de la mochila.—Habrá pasado la noche debajo de un árbol, seguramente… ¡Pero tiene las ropas secas! —exclamó Georgia.—He pasado la noche en una casa que ha desaparecido al llegar el día, señora Marlowe —dijo Ackers muy serio.Ella le miró casi aterrorizada.—No hablará en serio —exclamó.—No bromeo —aseguró el joven—. Cuando ya no sabía dónde meterme, un relámpago me hizo ver una casa muy antigua…—¡Jesús me valga! —dijo la posadera, a la vez que hacía la señal de la cruz repetidas veces—. Ha estado en Derwent House, la casa de la niebla del Diablo…—¿Cómo? —exclamó Ackers, lleno de estupefacción.—Es una casa encantada por el maligno, señor —respondió Georgia—. Se aparece a los viajeros extraviados en el bosque y desaparece al llegar el día.
Se abrió la puerta de la pequeña casa de planta baja y apareció el sillón de ruedas. La joven paralítica, de mirada oscura, fría, inanimada, impulsó las ruedas. El sillón fue hacia adelante, deteniéndose poco después en medio del jardín. Un jardín que se hallaba lindamente circundado por una valla de madera pintada de color verde. A ambos lados del sendero principal, flores. Pero unas flores que, a pesar de ser primavera, aparecían ajadas y mustias. Por los otros lugares del jardín, también flores, principalmente rosas, pero en iguales condiciones, apagadas, marchitas.
La cuchillada se perdió en el vacío. Abigail empezó a sentir pánico y golpeó de nuevo. Esta vez, el acero rozó ligeramente el lomo del animal, que se enfureció terriblemente.Los dientes se hincaron cruelmente en la mano que sostenía el cuchillo. Abigail lanzó un grito en el que se expresaban inconfundiblemente el dolor y el pánico. El arma cayó al suelo, mientras los caninos de la negra bestia desgarraban cruelmente la mano femenina. Incapaz de sostenerse en pie, Abigail cayó de rodillas.Black Ghost soltó su mano y se arrojó contra la blanca garganta de la mujer. Abigail quiso protegerse con la otra mano, pero su gesto resultó tardío. Los feroces colmillos del animal se clavaron en el cuello. Black Ghost mordió con toda la potencia de sus mandíbulas de hierro. Cuando los dientes alcanzaron la yugular, la suerte de Abigail Crandall estaba ya echada.
El atacante sonrió satisfecho en la oscuridad. Marston no había emitido un solo grito. Retrocedió un par de pasos, se puso unos gruesos guantes y con la mano izquierda, levanto la tapa de una cesta de mimbre que tenía al lado.Algo protestó con sonidos repiqueteantes, de tono oscuro. Cuando la culebra salía de la cesta, el hombre movió su mano derecha rápidamente y la agarró por el cuello.El reptil se agitó frenéticamente. La mano que lo sujetaba lo acerco al cuello del caído. La serpiente, furiosa, mordió. El hombre hizo que mordiese de nuevo. Luego volvió el reptil a la cesta y la tapó.Por último, sacó un papel del bolsillo de su chaqueta y lo situó en el suelo, sujeto por el cañón del rifle. Agarró el asa de la cesta y echó a correr silenciosamente, amparado por las sombras de la noche.
—En su lugar, señor, y si me permite la observación, yo no iría a esa casa por todo el oro del mundo.Crichton se volvió hacia el taxista, un fornido mulato, con dentadura de marfil, y le miró inquisitivamente. Apenas si habían cambiado unas pocas palabras durante el trayecto y Crichton, ya reservado de por sí, no había hecho el menor esfuerzo por sonsacar al chófer detalles del lugar al que se dirigía. Por ello, al oír aquellas frases, se mostró inmediatamente sorprendido.—No irá a decirme que hay fantasmas en esa casa, Manuel.El taxista se volvió y señaló hacia una loma cercana, en la que apenas se percibía vegetación, a pesar de que estaba rodeada por un espeso bosque de árboles de tipo tropical.—En la casa, no sé; en todo caso, están allí, en el «Cementerio de los Esclavos».—¿Cómo?—Allí eran enterrados los que morían cuando se construía la casa. Dicen que fueron cientos los que se dejaron los huesos en el trabajo. Muchos murieron de agotamiento o de fiebres; hace siglo y medio, la comarca era espantosamente malsana, pero también murieron muchos, azotados cruelmente por brutales capataces y algunos hasta ahorcados o fusilados, al negarse a trabajar. Un día, dice la leyenda, los espectros de quienes construyeron esa casa, se levantarán y tomarán venganza de los suplicios a que fueron sometidos.
Mickey Dempsey retrocedió unos pasos. —¿Qué tal estoy, Judith? La muchacha se reclinó en el sillón. Entornó los ojos, fijos en Mickey Dempsey, simulando dedicarle un minucioso examen. Chasqueó la lengua a la vez que se incorporaba bordeando la mesa escritorio. Volvió a posar sus ojos en Dempsey. Un individuo joven. De unos veintiocho o treinta años de edad. Rostro de correctas y varoniles facciones. Complexión atlética. Lucía una elegante chaqueta estilo Blazer, pantalón en franela gris, camisa de ancho cuello y corbata a grandes rayas. —No puedes ocultarlo, Mickey —rió la muchacha aproximándose a Dempsey—. Se te ve incómodo. Tu vestimenta habitual es similar a la de Starsky y Hutch. No hay más que fijarse en el nudo de la corbata. Mal hecho y ladeado. Déjame arreglarlo...
Podía pagarse dinero por no vivir en Wes-Westley, una localidad oscura, lúgubre, casi tenebrosa, situada junto a la costa del norte de Inglaterra.Sin embargo, Jack Randell había vuelto allí después de haberse hecho millonario en la ciudad. Salió de la localidad diciendo que regresaría para ser el más rico del lugar. Había cumplido su promesa.Se fue cuando apenas contaba veintitrés años. Regresó a los cincuenta, con una hija de diez, llamada Melissa, de cabellos oscuros, de ojos negros, con un carácter que, según se decía, era tan vivo que pecaba de violento y agresivo.
En aquel momento, unos rayos de sol se filtraron a través del espeso ramaje e incidieron de lleno sobre la losa sepulcral.Durante un cortísimo espacio de tiempo, Ashlett creyó hallarse ante un milagro. Un extraño resplandor parecía brotar de la losa. Al otro lado, como vista en transparencia, había una mujer, cubierta de blancas vestiduras, que tendía los brazos hacia él, implorando un socorro que no podía prestarle.Pero la visión duró muy poco. En unos segundos, todo volvió a la normalidad, de tal forma que Ashlett, sacudiendo la cabeza, llegó a pensar que se había quedado dormido y que aquella visión no era sino producto del sueño.
El bolso acababa de caer al suelo y su dueña parecía tener dificultades para recogerlo. Spike Holt lo vio y, rápida y cortésmente, se inclinó, tomó el bolso con una mano y se lo dio a su propietaria. Ella le miró sonriente. Era una mujer muy anciana, de tez suave, a pesar de las arrugas, y cabellos que parecían de seda plateada. La vestimenta resultaba anticuada, pero toda ella respiraba pulcritud y distinción, no obstante su apariencia de modestia, casi lindante con la pobreza. —Gracias, joven —dijo ella—. Es usted muy amable con esta pobre vieja, que ya no puede curvar el espinazo para recoger lo que pierden sus manos inseguras. Gracias otra vez.
A medida que se aproximaba alos montículos de la curva, la oscuridad crecía y crecía. Era ya casi noche cerradacuando los alcanzó y se dispuso a rodearlos, para verse ante las luces deWhitefield que, sin duda alguna, serían un paisaje acogedor y esperanzado. Olivia Caine jamás llegó adoblar esa curva que significaba, virtualmente, el fin de su camino. Allí encontróla muerte. Una muerte atroz, increíble.Una muerte que ella no podía esperar en modo alguno, y que surgió de repente delos frondosos abetos situados en el montículo más próximo.
Rosemary no pudo contener su espanto al ver que aparecía una larguísima y enorme serpiente ante la puerta por la que ella pretendía salir de aquella casa de campo. Una serpiente que, tras erguir siniestramente la cabeza, se puso en actitud de quien va a atacar de un momento a otro. Fue tanto su espanto, que la muchacha gritó con todas sus fuerzas. Aunque no hubiera querido dar ese gusto al hombre violento, salvaje, con una profunda cicatriz en la mejilla derecha, que estaba en el interior de la casa, de quien ella se había separado tras darle un fuerte y desesperado empujón.
Estoy de mala suerte, caballero. Eustace Miller ni le hizo caso. Pensó que sería un pedigüeño, que se dedicaba al poco noble deporte de tender la mano, por no empuñar un pico o una pala, y decidió no colaborar con su óbolo en la vagancia del individuo. Levantó la mano izquierda. Maldita Lily. Ya llevaba diez minutos de retraso. Y eso que hoy le había jurado por su santa madre y sus gloriosos antepasados que sería puntual como nunca. Al observar el retraso, Miller se dijo que si la madre de Lily había sido tan santa como puntual su hija, seguramente figuraría en un catálogo de mujeres casquivanas, y que entre sus antepasados habría posiblemente un par de tipos ahorcados en el patíbulo de Tyburn.
Aquel siete de mayo fue un día amargo para Arthur Browne. Su mente no cesó de luchar contra el recuerdo. Y perdió la batalla. Ahora, cuando las calles de Dallas se engalanaban de multicolores luminosos de neón, Arthur Browne penetraba en su solitario apartamento. Ajeno al bullicio reinante en Little Street. A la alegre vida nocturna que se iniciaba. Para Arthur Browne sólo existía dolor y desesperación. Helen. Su amada y dulce Helen…
Querido jefe:Sigo oyendo que la policía me ha capturado, pero la verdad es que aún no han dado conmigo. Me he reído mucho al ver que todos se las dan de inteligentes y hablan de haber encontrado la pista segura. No cesaré, sin embargo, de destripar putas mientras tenga fuerza para ello. El último trabajo me salió bordado. A ver quién hay por ahí, capaz de echarme mano. La mujer no tuvo ni tiempo de dar un solo grito.Me gusta mi labor y tengo ganas de empezar de nuevo. Pronto sabréis de mí y de mis divertidos juegos. La próxima vez enviaré las orejas de la mujer a los policías, sólo por gastarles una broma. Retengan esta carta, hasta que haga algún trabajo más. Luego, ya pueden darla a conocer.Mi arma, bien afilada, está en condiciones de entrar en acción y de presentarse una oportunidad, quiero aprovecharla.Les deseo buena suerte. Suyo atento: Jack el Destripador