En el momento en que Sherlock Holmes, después de haberle pagado sus honorarios al relojero, metía el reloj en su bolsillo, llegaba Harry Taxon con los agentes de policía. En pocas palabras enteróles Colfords de lo sucedido, y después de haber forzado la puerta del usurero, entraron todos en la habitación. En el recibimiento, amueblado con elegancia, vieron tendido ante la chimenea el cuerpo inanimado de Blocks con una herida de revólver en la frente. Pero no se veía, por ninguna parte, el arma que había ocasionado la herida.
Esta película demuestra a qué grado de perfección ha llegado el cinematógrafo. Jamás se ha hecho hasta ahora una copia más fiel y más acabada del natural; en ella se ha rechazado todo auxilio artístico y la realidad obra tan sólo de un modo directo y eficaz sobre los nervios del espectador. El empleado del cine no mentía al afirmar que aquella película había causado una inmensa sensación en Londres. La sala estaba llena de curiosos que ocupaban hasta las últimas filas, y pudo verse en los inquietos rostros de los espectadores, en un breve espacio en que encendieron las luces, que «El asesinato en un pantano» era el principal asunto del teatro-cinematógrafo.
Casi no habían llegado a la esquina formada por las dos calles de Oxford y Baker Street (en esta última vivía el célebre detective con su discípulo Harry Taxon), cuando de pronto en la travesía más próxima, en la estrecha y corta callejuela de Duke Street, resonó el pito de un agente de seguridad, seguido de otros muchos, lo que revelaba un caso de gran urgencia. Poco después oyóse en Oxford Street el golpear de los palos de los policemen sobre el pavimento del piso, que anunciaban de este modo su llegada.
Ordinariamente, ningún ruido turbaba la sosegada paz ni el hondo silencio de la calle de Baker Street, donde estaba situada la casa en que vivía el célebre detective Sherlock Holmes, y cuando esto acontecía, tenía muy poca duración, pues mistress Bonnet, la respetable ama de llaves del gran criminalista, se apresuraba a echar el cerrojo a la puerta con ceño desapacible y adusto, para que el ruido no llegase hasta el maestro y el discípulo, turbándoles en sus importantes ocupaciones y sacándoles de sus casillas.
Era la hora bella y deliciosa de la salida del sol. El astro rey hacía su aparición en la tierra coronado de rojos resplandores. El golfo mejicano, de un azul turquí, rasgó la leve niebla que, como un velo, se extendía sobre su inmensa y sosegada superficie. La arena brillaba con tonos obscuros, casi negros, sobre la costa, en la que venían a estrellarse, de cuando en cuando, las olas del Océano. Llegaban coronadas de blanca espuma, brillaban un momento como si fuesen de plata, a la suave luz del amanecer, y retirábanse de nuevo.
En una de las estaciones de Viena estaba a punto de salir un tren con dirección a la capital de Bohemia. Extremada animación y vida notábase en el andén; los pasajeros se apresuraban a tomar los vagones mejor acondicionados y los factores y mozos de tren acababan apresuradamente de terminar la tarea que tenían encomendada.
—¡Ladrones, ladrones! Me han robado. Estas voces daba furioso uno de los pasajeros de a bordo del vapor California, que acababa de entrar en la bahía de Nueva York. Todo el mundo se llevó las manos al propio bolsillo para asegurarse de si estaban en él su cartera y su reloj.
El vapor donde fueron recogidos Sherlock Holmes, Harry Taxon y Snatterbox zarpaba el día siguiente para el puerto de La Guayra, situado en la costa de Venezuela. Como quiera que el detective no tenía la menor huella de Slip, el asesino del marinero, en cuya persecución había recorrido ya cuatro países distintos, decidió residir algún tiempo en Caracas, la capital de Venezuela, para continuar en ella sus pesquisas y conocer de paso el país.
No había terminado todavía el mes de abril y ya empezaban a sentirse en la Ciudad Eterna unos calores sofocantes propios del mes de julio. En los extensos jardines del Vaticano caía un sol abrasador, alumbrando la residencia del Padre Santo por la parte noroeste que da al Val del Inferno y deshaciéndose en multitud de colores deslumbradores en los relucientes uniformes de los guardias nobles que se paseaban, en cumplimiento de su deber, por los arenosos paseos de los espaciosos jardines.
¡Un bote! ¡Un hombre está ahogando! Estas palabras pronunciaron a coro una multitud de personas que se hallaban en las cercanías de Gravesend, en el lugar en donde el Támesis, en toda su anchura, se introduce en el mar dejando a una y otra parte una espaciosa orilla. Un par de botes se apresuraron a dirigirse a la persona que se veía flotar entre las olas. Cuando a él llegaron, vieron, en efecto, el cuerpo de un hombre, para apoderarse del cual fueron necesarios no pocos esfuerzos.
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Aprovechando el hermoso día de primavera, que prometía ser magnífico como los anteriores, habían salido Sherlock Holmes y su auxiliar Harry Taxon a dar un paseo por las afueras de la ciudad de Londres, para ir a parar a la hora del almuerzo al Restaurant del Jardín, aristocráticamente situado en el parque de Greenwich. Igual concurrencia que en los paseos hallaron en el hotel a las doce, hora en que llegaron a él nuestros dos paseantes.
El químico rogó a sus huéspedes que tomasen asiento. La habitación en la cual se encontraban era un magnífico laboratorio y a la vez un verdadero tesoro de fantásticos objetos, a los que el afortunado químico inventor debió la suerte de llegar a ser casi millonario. Pendían en las paredes cabezas de animales y admirables hallazgos de todas las partes del mundo: cráneos, cabezas de hombres momificadas y de varios animales, entre otros, los de un orangután que era la admiración de cuantos lo visitaban.
En un lujoso club, situado en Saint James Street, en Londres, hallábanse sentados en animada conversación varios caballeros. La noche estaba ya muy adelantada, y aun cuando los más de los lujosos departamentos del club se hallaban vacíos, permanecían tranquilamente los cinco o seis contertulios habituales que se complacían en ver amanecer el día, antes de haber terminado el tema de su conversación.
Un día nebuloso, verdadero día otoñal londinense había nacido en la inmensa babel del Támesis. El sol de septiembre podía a duras penas penetrar por las ventanas de una habitación elegante, situada en planta baja.
Hace tres meses se presentó en la Comisaría central, un caso que nos inquietó extraordinariamente. El hecho había ocurrido en Whitechapel, en Glocester-street, una de las calles más mal reputadas de aquél barrio, bajo una puerta cochera. Una joven —una prostituta según se supo después,— había sido encontrada con el vientre abierto y atrozmente mutilada.
Era en el mes de junio. Por la mañana, muy temprano, estaba sentado Sherlock Holmes delante de una mesita, desayunándose. Acababa de servirse una segunda taza de té cuando, de repente, alguien tiró con fuerza de la campanilla de la puerta.
La luna brillaba en el azul firmamento, a cuyos argentinos rayos parecían tener doble atractivo los encantadores paisajes de los Pirineos. Por la cadena de montes gigantescos que separan a España y Francia, avanzaban dos hombres, siguiendo los senderos de las vertientes españolas. Los dos llevaban traje de turistas, y llegaban de otros países para disfrutar de las bellezas y encantos de aquel rincón poético y pintoresco.
El estoico inglés que contempla con sorprendente impasibilidad cómo un hombre muere en mitad del arroyo ya por falta de alimento, ya por decaimiento y hastío de la vida, ese mismo inglés se deja robar sin protesta por tantas y tantas sociedades y colectividades, todas encaminadas a un fin benéfico. Así se comprende que hayan podido fundarse hospitales y asilos para enfermos, asilos para niños abandonados y para viciosos, instituciones para muchachas caídas en el fango del vicio, albergues para los licenciados de presidio, y otros muchos de las más variadas especies.
Hace ya cinco días que la recibí —prosiguió el banquero—, y no di a esta carta importancia, pero Mabel, mi esposa, está alarmadísima y me ha rogado que llamara a usted para que me diera su consejo. Por más que no puedo negar que desde ayer mi hija se ve perseguida... ¿Qué tengo que hacer, míster Holmes? A medida que pasa el tiempo voy alarmándome también yo, pues parece ser que el misterioso M. B. y sus cómplices se disponen a poner en práctica sus amenazas.
El gran detective Sherlock Holmes acababa de desayunarse y estaba a punto de encender su pipa, cuando de repente sonó la campanilla del teléfono en su despacho. Tan insistentes eran las llamadas, que el detective arrojó indignado la pipa sobre la mesa y corrió al aparato.