Bajo el cielo azul diáfano, rodeado por altas montañas cubiertas de frondosos bosques de abetos y abedules, Bill Laramier sentíase empequeñecido por el magnífico paisaje, obra inimitable de la Naturaleza. Empero, haciendo un alto en su camino y dejando que «Centella» satisfaciese su sed en las cristalinas aguas de un arroyo inmediato bordeado de matas olorosas y lozanas, experimentaba la deliciosa sensación de paz y bienestar que el silencio parecía diluir en torno a su persona.
AQUELLA tarde del mes de noviembre de 1862 reinaba una temperatura bastante fría. El cielo, cubierto de plomizos nubarrones, amenazaba con lluvia y la ancha cinta de pisada tierra que formaba la carretera había dejado de ser polvorienta para convertirse en un largo barrizal, por donde los caballos hundían sus cascos pesadamente al avanzar. Bien abrigados con sus recias mantas de lana y con las alas de los sombreros inclinadas sobre el rostro para evitar el zarpazo del aire, o quizá para ocultar las facciones a miradas indiscretas, cinco jinetes montados sobre briosos caballos avanzaban hacia el poblado de Kansas City, del Estado de Misuri. Incluye también Tres vidas por una apuesta, novela corta de Fidel Prado
A través de la encendida llanura, la larga caravana de entoldadas carretas de la J. Muyphy Wagons, nombre del armador que en San Luis gozaba fama de ser el mejor constructor de carros de toda la meseta central, se deslizaba en una larga y perezosa fila, arrastradas por sus poderosos tiros de pacientes bueyes, que se les habían retorcido los cuernos haciendo tan importante ruta.
Contiene también El sheriff de Río Nueces, del mismo autor. La tarde estaba demasiado calurosa. El jinete se dió cuenta de ello cuando sintió su rojo pañuelo atado al cuello empapado de sudor y levantó los ojos al cielo, buscando la carrera del sol, aún demasiado alto. Como no le acuciaba prisa alguna, desvió el caballo hacia la protección de un macizo de árboles que se agrupaban a la izquierda y desmontó. El caballo, cuyos flancos brillaban como un espejo, agradeció la grata sombra que ofrecían las grandes ramas cuajadas de hojas verdes y brillantes, y se dedicó a ramonear por la reseca hierba, mientras el jinete, sentado en tierra, con la espalda recostada sobre el recio tronco de un añoso roble, dejaba pasear su clara y brillante mirada por el dilatado paisaje que se ofrecía a sus ojos.
ames Buttler, más conocido en todo el Oeste por Will Bill Hickok, que iba sentado en el costado del coche que sufrió la avería, recibió en sus brazos, sin poderlo evitar, el cuerpo delgado, flexible, pero armonioso de linear, de la joven que había estado sentada frente a él desde que partieron de la capital y durante algunos minutos ambos se debatieron en forma violenta, uno sobre el otro, hasta que recibieron ayuda, pudiendo recobrar el equilibrio que el accidente les había hecho perder. Hickok agradeció en el fondo de su alma el accidente que le había permitido por unos momentos tener entre sus brazos el turgente cuerpo de la muchacha. Sin saber por qué, se había sentido atraído por ella desde que subiera a la diligencia, y su espíritu analítico y sagaz estuvo haciendo muchas conjeturas sobre ella durante el camino.
¿Cuántas semanas llevaban rodando siguiendo el curso de los ríos Kansas, Platte y Republican y cuántos días de terrible y peligrosa lucha con la naturaleza y los elementos habían empleado en atravesar las Rocosas hasta dejar atrás el Paso Azul? Todos y cada uno de los que componían la caravana lo habían olvidado. Nadie se sentía capaz de contar por días ni aun por semanas, y para sus cuerpos enjutos y machacados, o para sus espíritus, que habían perdido la bravura que les animaba al emprender el viaje, éste parecía el del Judío Errante, que no poseía meta.
ELLSWORTH, en el centro de Kansas, a cinco millas escasas del famoso río Arkansas, se había convertido por arte de magia en uno de los poblados más importantes y visitados de todo el Estado. Este milagro habíase operado al socaire de los famosos cornilargos, que un año antes entraban por miles de miles en Abilene, y que, a la sazón, a causa de haberse descubierto que Ellsworth era un mejor mercado debido a que la ruta, aunque más larga, poseía más agua y unas extensas praderas más asequibles para el ganado, había adquirido, sin saberse cómo, una categoría comercial de primer orden.
Por la amplia y dilatada llanura que se abría desde Abilene hasta Cisco —unas cuarenta millas de vano— galopaba en la noche serena, un caballo cansado y sudoroso. El animal había realizado una jornada dura y desesperada y aun a pesar de eso, su jinete le estaba pidiendo un mayor esfuerzo. Aquel vano peligroso tenía que acabar. A unas cuantas millas, el terreno rompía la llanura en una serie, de accidentes propicios a la ocultación y la emboscada y era allí, y no en la pradera, donde solamente caballo y jinete podían hallar descanso y protección.
Ella era una muchacha morena, fina de busto, de negro y lujurioso cabello que se rebelaba a ser aprisionado bajo el blanco casco de su sombrero vaquero, cuyas alas sombreaban un rostro curtido por el sol, pero suave y terso como cuadraba a su juventud. El fulgor de unos ojos fieros y dominadores chocaba con la sombra del ala del sombrero taladrándola fieramente, y la viva y adelantada barbilla, sobre la que se ceñía la cinta de seda negra que servía de barboquejo, denotaba en ella todo un carácter difícil de dominar. Montaba una preciosa jaca castaña, fina de cabos y ancha de pecho, que parecía una estatua clavada sobre el montículo.
Abro juego con veinte dólares, Ring—apuntó suavemente Harold Poland después de echar un furtivo vistazo a sus cartas apenas separar unas de otras. John King Fisher, hizo lo propio con las suyas y replicó de modo indiferente: —Creo que puedo arriesgarme a subir otros diez, Harold. Tú dirás si te parece bien. Si tienes deseos de perderlos, puedo aceptar y aumentar la puesta. Me quedan veinte más y me los juego. Tanto me da quedarme sin ninguno, aunque espero reunir ciento entre los dos.
Un precioso caballo bayo se detuvo a la puerta de uno de los más frecuentados restaurantes de Fort Sumner y de él descendió un joven de unos veinte años, simpático de rostro, alegre de ojos, vivo de sonrisa y elegante de busto. Vestía una chaquetilla ceñida que moría en su flexible cintura, un rojo pañuelo anudado graciosamente al cuello, unos pantalones azules muy ceñidos que se enfundaban en su parte baja en el alto cuerpo de sus lustradas botas y un bonito sombrero gris perla, recto de alas y redondo y achatado de copa. A la cintura ceñía un cinto de cuero mexicano con dos colts del 45 pendiendo muy bajos.
Sam Bass, un tipo de hombre joven, no pasaría de los veinticinco años, alto y espigado, moreno de rostro, alegre de ojos, fino de sonrisa y esbelto de porte, escuchaba distraídamente el mosconeo de su compañero de mesa. Tenía junto a él un vaso a rebosar de bebida sin haberla catado siquiera y sus grandes y luminosos ojos se fijaban con insistencia en el abierto vano de la puerta, a través del cual se distinguía parte de la calzada envuelta en una nube de polvo irisado. Sam parecía sumido en pensamientos más lejanos que su compañero de mesa y se limitaba a mover su pie derecho, bien calzado con unas altas botas de cuero de fino tacón rematado por espuelas de rodela. Aquel movimiento denunciaba impaciencia, pero salvo este detalle, nada en su rostro hacia adivinar que estuviese a punto de estallar como un barreno.
JULESBURG, conocido también por el nombre de Overland City, en el Paso del Platte del Sur, era una ciudad populosa y tumultuosa, situada en la misma divisoria del Colorado, a unas cien millas en línea recta de la frontera con Wyoming. Antiguo paso obligado de las pesadas diligencias de la «Pony Express» antes de empezarse el trazado del Unión Pacific, gozaba de fama y movimiento, y a ella afluían infinidad de marchantes que cruzaban Colorado, o se dirigían a Wyoming, camino de Utah.
El otro viajero que seguía a su lado a caballo escuchando con ligera sonrisa las lamentaciones de su compañero, exclamó: —¿Puede servir de algo mi opinión profana, doctor Halliday? —¡Diablo!… Si no creyese que me servía para algo, no se la pediría. —Entonces se la daré. Mi opinión es que maneja usted mejor el revólver que los diagnósticos. —¡Rayos del averno!… No me diga eso. ¡Pero si usted sabe que he remendado más corambres humanas que pelos tengo en la cabeza y todos han estado conformes en asegurar que soy el mejor médico de todo el Oeste!
Fue un caso curioso y lleno de misterio a la par. En la serenidad de la tarde que moría en un magnífico apoteosis de nubes cárdenas inflamadas interiormente en fuego, mientras al Norte el cielo se iba tornando de un azul suave y un descarado lucero empezaba a titilar como un diamante perdido, el silencio augusto de la pradera se vio turbado por un silbido tenue y prolongado que murió en una vibración metálica rara y agorera y sobre el viejo tronco del centenario castaño donde William Cody se había sentado a reposar fumando plácidamente su negra pipa, quedó clavada reciamente una larga y mortífera flecha india, que una mano invisible había disparado con tanta puntería, que la aguda flecha quedó hundida profundamente a menos de un centímetro de la espesa y larga cabellera del joven.
El cochero, un hombre grueso, tostado de rostro, grande de manos, con las ralas barbas cubiertas de polvo, dormitaba sobre el asiento, mientras el vigilante a su lado, con las sacas de la correspondencia entre sus largas piernas, vigilaba el paisaje realizando terribles esfuerzos para no entregarse también al sueño. La jornada había sido terrible. Unos indios o bandidos de las Rocosas—no se sabía ciertamente, pues el ataque se había realizado de noche—hirieron gravemente al cochero antes de llegar a un puesto de recambio, cincuenta millas al interior. Fue una lucha rápida y dramática que apenas si duró algunos minutos. Los emboscados trataron de detener la diligencia. Cochero y conductor replicaron a tiros en la oscuridad de la noche, guiándose por el siniestro reflejo de los disparos de los asaltantes, y hasta captaron un rugido sordo de dolor, pero no pudieron ver ni comprobar más. El cochero, alcanzado en el pecho, estuvo a punto de caer del alto pescante, pero realizando un supremo esfuerzo mantuvo las bridas entre sus manos y fustigó a los alocados caballos, que trotaron en la oscuridad como centellas. El vehículo dejó atrás el peligro del asalto y siguió hacia el puesto, donde el cochero, gravemente tocado, hubo de quedar abandonado a su suerte, pues los medios curativos que se poseían en los puestos de recambio eran empíricos y nulos.
Algunos tenían la cabeza entrapajada, otros los brazos apoyados al pecho, pendientes de sus rojos pañuelos, varios se habían atado reciamente las piernas con cuerdas y pedazos de camisa para contener la hemorragia de sus heridas, y en el fondo, derrumbado sobre un tosco lecho de agujas de pino, yacía febril y delirante un guapo mozo de unos diecisiete años, alto y espigado, de carnes duras y rostro tostado por el sol y el aire. Había recibido dos balazos, uno en un brazo y otro en el pecho, y la fiebre le obligaba a delirar. En su delirio hablaba de cargas contra el enemigo, de duras peleas, daba órdenes tajantes y mezclaba consejos sobre la mejor forma de distraer una punta de ganado por los cañones de Kansas o de desenfundar el revólver con más rapidez y eficacia.
Lo mismo para el bien que para el mal, el número 13 había sido decisivo en la vida y muerte de Bob Tait. Nacido un 13 de diciembre, en un rancho de Nuevo México, contaba 13 años cuando su padre pasó a mejor vida y quedó con su hermano Travis bajo la tutela de su tío Sam, el cual asumió la dirección del rancho y trató de que sus dos sobrinos se hiciesen hombres de provecho para, en su día, entregarles la hacienda paterna que debía continuar floreciendo bajo su custodia. Pero Bob era un carácter rebelde a toda disciplina. Desde el primer momento se declaró antagónico con su tío, no admitiendo la férrea disciplina que éste trató de imponerle y justamente el día que cumplía 13 años desapareció del rancho con un caballo, un revólver al cinto y un saco en el que había metido sus más imprescindibles prendas, algunas vituallas y 13 dólares que poseía por todo capital.
Dorothy Finglas sintió un hondo estremecimiento de frío en todo su cuerpo. A pesar del recio abrigo de paño que se ceñía a su bien torneado busto, algo impalpable, pero molesto, se filtraba por las rendijas del vagón helando dentro de él la temperatura; El otoño estaba ya bastante avanzado, pero no tanto que justificase aquella frialdad en el ambiente. Se rebujó en el rincón del coche y trató de prestarse algo de calor en una postura de felino perezoso enroscado junto a un brasero.
Para Dick Burke, lo sorprendente no fue lo que el sheriff Bell le dijo, en el momento en que se disponía a abrir la celda, sino la forma de decirlo. Causaba la sensación de que para darle aquella noticia, había cambiado de traje, se había lavado e incluso se había peinado aquel mostacho blanco y amarillento, teñido por el humo del tabaco. Hasta había desaparecido de su voz aquella antipática carraspera con que le hablaba desde que tuvo el honor de conocerle, exactamente veinticuatro horas atrás. —Tiene usted visita, señor Burke…