Un poco tarde se dio cuenta Wayne Crelle de que su caballo estaba realizando el último esfuerzo de su ya gastada vida. El animal, fuerte y poderoso, pero ya viejo y sin nervio para dilatadas carreras, se estremecía con violencia al trotar, arrojaba verdosa espuma por el belfo, se inclinaba como si fuese a caer de modo definitivo al avanzar, aunque luego, por un poderoso esfuerzo de voluntad, consiguiese recobrar el equilibrio y relucía como el ébano a consecuencia del sudor que inundaba su cuerpo. Wayne se dio cuenta de ello cuando ya la ciudad se hallaba a la vista. Desde el recodo de la senda que acababa de doblar, distinguía en la tarde brumosa, muerta en luz por los plomizos nubarrones que se corrían hacia el Oeste, el conglomerado de edificios que, en el fondo gris del paisaje que le rodeaba, adquirían un tono opaco y poco alegre, a pesar de su hacinamiento y variedad. La senda, como todo el paisaje, estaba embarrado, el agua había caído con furia durante dos días; también el fornido cuerpo de Wayne acusaba las huellas de los martirizantes chaparrones, pero esto no importaba nada al jinete. Era duro y recio, había soportado toda clase de fatigas en su joven, pero exuberante vida, y no era el agua inofensiva cuando caía disgregada del cielo lo que le podía producir miedo.
Ed Riggan calculó mal. Pensó que iba a ser más larga y, por ello, dejó suelto el caballo, en tanto él se tendía sobre el césped, al pie de un grueso tronco. Acababa de lanzar al aire el medio cigarrillo que, encendido, había tenido en los labios un buen rato, sin succionar, olvidándose del tabaco y de todo, entregado a aquella dulce pereza que le producía el mismo enervamiento de un buen whisky. Se había echado el sombrero sobre los ojos y después, con las manos cruzadas por debajo de la nuca, dejó que el tiempo resbalara sobre él, con la misma suavidad que lo hacía aquel alentador cierzo que acaba de levantarse.
Flack de nombre Wess, lanzó un potente ¡soo! que debió oírse media milla más adelante, y obligó a la cansina pareja de ancianos caballos que guiaba a detenerse. El carromato, un vetusto armadijo de tablones añosos y medio podridos, que se sostenían en conexión sobre las chirriantes ruedas por un milagro de simpatía más que de unión, se detuvo también rechinando agriamente como si protestase contra el continuado servicio que se le obligaba a prestar, y Wess se limpió con un enorme pañuelo, de franjas rojas y azules, el sudor que perlaba su frente. El día estaba bochornoso. El sol, como una hoguera de infierno, lucia en un cielo esmeralda, limpio de nubes, y la poca brisa que soplaba del lado de la divisoria, en lugar de portar la caricia del agua, parecía el rescoldo de una lumbrarada. En tanto que el vetusto vehículo había rodado junto a la margen del Colorado, aquella temperatura saturada de fuego había resultado soportable para Wess debido a la caricia mansa del auro del río; pero desde el momento en que dejó a su izquierda el Colorado y derivó hacia el Este, en busca del próximo poblado, el ambiente se había resecado, la atmósfera aparecía más cargada de agobio y de electricidad, y sus pulmones parecían encogerse por la presión de una mano invisible que les impedía absorber el aire preciso para su funcionamiento.
Cox, el subalterno del sheriff, iba tan atolondrado que no pensó que en aquel momento pudiese haber al otro lado de la puerta alguien dispuesto a salir. Así es como se produjo el choque. Cox fue quien llevó la peor parte, pues, mucho menos pesado que el otro, salió disparado, como empujado por una catapulta, y fue a quedar tendido en medio de la acera
La diligencia del Middle, nombre por el que se le conocía en la región, era un cuarteto de vetustos vehículos, grandes, pesados, descoloridos, pero de fuerte armadura, que hacían el recorrido desde casi el centro de Nebraska, partiendo de Dunning, para rendir viaje en Marsland, a doscientas millas del punto de arranque y ya casi en el límite de la región, a cincuenta millas por el Norte de Dakota del Sur y a otras cincuenta por el Oeste de Wyoming. Dos carruajes hacían el viaje de ida, mientras otros realizaban el de vuelta, que duraba una semana, y el nombre de la línea, obedecía a que los coches corrían paralelos al río Middle durante la mitad de su viaje y la otra mitad la recorrían por el valle, dejando el río a la izquierda conforme avanzaban hacia la divisoria. Parte del recorrido parecía casi innecesario por hacerlo siguiendo la línea del ferrocarril, que recorría el mismo trayecto hasta Séneca, pero allí la línea férrea descendía hacia abajo apartándose de un sector bastante poblado y la diligencia suplía esta falta, poniendo en comunicación, con el resto del Estado, a los pueblos diseminados en este trozo de valle.
Corría el año 1870. Chicago era una ciudad que nada tenía que envidiar a las ásperas del Oeste en cuanto se relacionaba con el hampa. Los mismos hombres broncos, el mismo vicio, la misma carne de cordel adueñándose de la ciudad e imponiendo sus métodos y sus egoísmos, el mismo ambiente de podredumbre sin camisas a cuadros o sombreros vaqueros, pero en el fondo idénticamente igual a un San Francisco o un Virginia City en la época más floreciente de las minas y el desorden. Era un momento culminante en el que todos estaban muy lejos de sospechar que el soplo purificador que había de barrer tanta lepra y tanta podredumbre se estaba incubando en un establo y que sería una vaca rebelde a ser ordeñada, la que con una voz inocente habría de cocear a todo un enorme poblado sumiéndole en el fuego, la ruina, la muerte y el pánico. El corazón de Chicago, lo que más tarde sería lo más nuevo, moderno y sorprendente de la época, era entonces el barrio más pobre, más sórdido, más sucio y más canalla del mundo.
Le llamaban Cimarrón por dos motivos…El primero, porque estaba escondido entre unos matorrales a la orilla del río de ese nombre cuando la partida de tramperos que acaudillaba descubrió los restos de la caravana en que él viajara. Dicha caravana había sido atacada, destruida, saqueada e incendiada por una partida de comanches en el amanecer de aquel mismo día, y el único de sus miembros que quedaba vivo era Cimarrón. A su lado, y todavía caliente, estaba el cuerpo de una joven y hermosa mujer que debía ser su madre. La muerta se arrastró allí sin duda con su hijo aprovechando el caótico desbarajuste del asalto, y no fueron descubiertos por los injúns. Ella tenía una herida de bala en un muslo y una flecha atravesándole el pulmón derecho, y había muerto desangrada… pero salvando a su hijo.
CUANDO CLARE Alien llegó a Crescent no detuvo el «suiky» delante del almacén Hanson, tal como pensaba hacerlo en un principio. Y el motivo de que no lo hiciera y continuase adelante hasta detenerse ante el hotel, manteniendo la cabeza erguida y la mirada al otro lado de la calle, no fue otro que la presencia delante del almacén de un hombre que le disgustaba extraordinariamente. El hombre se llamaba Hook Milton y era dueño del rancho «Doble Flecha», lindero con el «High Kill», que gobernaba ella desde la enfermedad de su padre un año antes. Si había en el mundo alguien con quien la muchacha no deseara cambiar una palabra, ése era ciertamente Hook Milton.Pero su conducta no resolvió nada en absoluto. Pudo comprobarlo en cuanto, tras atar los caballos al palenque, se dispuso a subir a la acera. Hook se había movido hacia el hotel con rápidos pasos y ahora estaba esperándola delante de la puerta del mismo con mal disimulado enfado.
Bud Raines había nacido con el 'Colt' en la mano, según afirmación unánime de todos los habitantes de la región. No nos atrevemos a asegurar que materialmente esto hubiese sucedido así, pero metafóricamente, nadie se hubiese permitido asegurar que no fuese cierto. La mañana que vino al mundo en un alegre pueblo pegado a uno de los grandes recodos que forma el río Colorado, denominado Gran Canyon, entre las reservas indias de Havasupai y el pequeño Colorado, su abuelo, el viejo Kelly, afirmó muy serio al observar que Bud venía al planeta mordiéndose ferozmente ambos puños: —Miradle, pobrecito; viene rabioso porque no ha podido salir disparando un buen 'Colt' del 45, como toda su familia.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Reb Shelby detuvo, ante un pequeño arroyo que se había helado en su cauce, el brioso caballo que montaba y echó un vistazo al otro lado. Sobre una gruesa y devastada rama de árbol que los vientos fríos del Norte habían medio inclinado, se destacaba una descolorida pancarta, y en ella, unas letras medio despintadas por la lluvia le advertían que aquel terreno pertenecía ya a Nueva México.
Carson era un viejo amigo de su padre. Juntos habían luchado mucho en la vida para abrirse paso en ella y, si bien la fortuna les había sonreído sin excesos, nada le debieron al esfuerzo ajeno, sino al propio. Los dos habían trabajado como fieras y los dos levantaron una pequeña fortuna a costa de muchos sudores. Carson, inclinado al comercio, consiguió instalar un buen almacén en Trinidad, una de las ciudades más importantes del Estado, y defendía su negocio con holgura. En cuanto a Linck Helman, el padre del joven, sus aficiones se inclinaron por las minas, en las que había trabajado mucho hasta reunir un pequeño capital que le permitió retirarse del trabajo rudo de los yacimientos, actuando como intermediario para la venta del carbón.
No tenía competidor alguno en muchas millas a la redonda en aquel trabajo pesado y monótono, que muchos habían desdeñado sin darle importancia, pero él, que se había procurado una excelente clientela y que era un hombre paciente y calmoso cuando las circunstancias lo requerían, vio en aquella exótica profesión una fuente de ingresos que le permitía vivir de modo independiente y la abrazó, porque precisamente su espíritu se avenía muy mal con trabajos en que tuviese que estar pendiente de los caprichos, las venalidades y los malos humores de los patronos.
Cuando Tiger Corbell penetró aquella noche en el saloon Bleau, lo hizo mecánicamente, sin apenas darse cuenta por qué entraba allí, ni qué pintaba en aquel garito animado, poblado de risas, voces y música y teniendo como contrapunto el tintineo de las monedas de oro al rozar de la ficha en el ir y venir incesante de la raqueta del croupier. Estaba harto de galopar por la llanura y los terrenos escabrosos, dejando a su espalda muchas millas que significaban su libertad, al menos de momento, pero una libertad muy en precario, porque sus posibilidades económicas que habían sido pocas en el arranque de la huida, ahora estaban agotadas completamente.
—Mi querido amigo, esta vez voy a jugarme hasta los tres mil dólares en mi baza. ¿Se arriesga?
King bostezó. Siempre bostezaba con igual delicadeza y aburrimiento cuando un adversario le retaba de tal modo. La experiencia no era nueva para él. Y jugando con Jean D’Armignan, todo era posible. Pero ello no le impedía bostezar y responder apenas se le cerró la boca:
—No sea chiquillo, monsieur. Puedo ganarle si me arriesgo. Creo que sería mejor que pasase usted...
Jean D’Armignan sonrió. El francés, de cabellos rojos y mirada verdosa, tenía una sonrisa belicosa. Sus enjoyados dedos tintinearon contra las pilas de monedas cuando alargó aquel montón de piezas de oro.
Asomada a la veranda del rancho Kay dejaba pasear distraía la mirada de sus ojos azules por el horizonte sin fin, bañado en el resplandor cárdeno y dorado de aquella suave tarde estival llena de paz y poesía. El toldo del corrido balconaje le había estado preservando de los ardientes rayos del sol toda la tarde mientras cosía, cara a la dilatada y verde pradera moteada de árboles frondosos, donde los pájaros en una alegre algarabía empezaban a cobijarse a aquella hora vesperal, en que la tarde moría sin transiciones, como un enfermo que luchando minuto a minuto por la vida se entregase a la nada en una renunciación infinita sin fuerzas para sobrevivir.
El viajero clavó los ojos en el pintoresco letrero clavado a un lado del polvoriento camino. Estaba hecho de tablas pintadas de blanco, y sobre él campeaban las letras rojas, muy bien trazadas.
“Forastero: Si eres inteligente, vuelve grupas a tu caballo. Si no lo eres, sigue adelante.”
Encogióse de hombros el viajero, se encasquetó mejor el amplio sombrero tejano y prosiguió adelante al lento paso de su montura.
Aquella tarde fría y desapacible de principios de otoño, cuajada de negros nubarrones que amenazaban con descargar cataratas de agua, cuando el cadáver de Jonas Risdon recibió piadosa sepultura en el pequeño cementerio de Fall Brook, el espectro de la muerte surgió de la pequeña tumba para vestir de cow-boy. Era algo que solo el muerto había demorado y podía seguir demorando de continuar con vida y que en el ánimo de todos había sido decretado, aunque nadie hubiese tenido tiempo de publicarlo.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Soc Toomey se volvió rápido al oír a su espalda la tajante pregunta y abrió enormemente los ojos al verse frente a una muchacha de unos veintitrés años, de una belleza poco común, sobre todo para él que no recordaba haber visto muchas mujeres como la que tenía delante, mirándole enérgica y amenazadora y presentándole sin vacilación el cañón de un pequeño revólver. Toomey olvidó el arma que podía dispararse en la fina y blanca mano de la muchacha y la examinó con atención.