Ellsworth, en el centro de Kansas, a cinco millas escasas del famoso río Arkansas, se había convertido por arte de magia en uno de los poblados más importantes y visitados de todo el Estado. Este milagro habíase operado al socaire de los famosos cornilargos, que un año antes entraban por miles de miles en Abilene, y que, a la sazón, a causa de haberse descubierto que Ellsworth era un mejor mercado debido a que la ruta, aunque más larga, poseía más agua y unas extensas praderas más asequibles para el ganado, había adquirido, sin saberse cómo, una categoría comercial de primer orden.
—TRÁIGAME a Cassidy vivo o muerto, Logan —había dicho el mayor Russell. Y él, Robert Logan, más conocido por “Tracer” Logan, había asentido sin que su rostro denotara sus emociones. —Haré cuanto pueda, señor. —Haga más. Ese hombre se ha burlado de los mejores sabuesos de Texas, se ha escapado de tres cárceles y un penal. La gente comienza a preguntarse si no será demasiado listo para nosotros. Y no quiero aureolas de héroes en torno a un delincuente. El mayor tenía un rígido punto de vista con respecto a los hombres que saltaban la divisoria. Según él, no había diferencia entre un ladrón de vacas, un pistolero y un hombre de sangre ardiente con las manos demasiado rápidas…
La tarde de aquel sábado, el patio del rancho B. O. B. propiedad de Ernest Coster, presentaba una extraordinaria animación. Todo el equipo se hallaba presente esperando que terminasen de conferenciar el dueño y Max Jackson, el capataz. Todos habían sido advertidos de que debían esperar órdenes antes de disponerse a gozar del asueto semanal y una viva curiosidad dominaba a todos. Las faenas del pesado rodeo habían concluido felizmente días atrás, el recuento de reses resultó satisfactorio y las nuevas crías, todas gordas y sanas, aumentarían el año próximo los grandes hatajos del propietario; todo estaba en orden y nada hacía adivinar el motivo de aquella llamada.
El ferrocarril se deslizaba raudo por la dilatada llanura del este de Oklahoma, desde la frontera con Arkansas a la de Texas. Era aquél un terreno que en poco tiempo había adquirido una enorme preponderancia comercial, a causa de los yacimientos petrolíferos que habían ido brotando casi de modo natural y que transformaron una región medio ganadera, medio agrícola, en una dilatada explotación del oro negro.
Iba casi vacío el tren que descendía hacia el Sur, camino de la frontera de Texas. El invierno era crudo, el viento soplaba con inusitada violencia y arrastraba gruesas gotas de lluvia, que eran como helados alfileres al azotar los rostros. En uno de los coches de tercera viajaba un individuo que, a juzgar por su atuendo, debía ser un vaquero.
Cuando Alphonso Flint, el arriesgado e intrépido hombre de negocios, recibió en su despacho la noticia de que un rival desconocido hasta entonces le había eliminado en la subasta para la adjudicación de la línea de diligencias proyectada, desde Burwell, en la parte central de Nebraska, hasta Crawford, a poca distancia del ángulo que formaban las divisorias de Wyoming y Dakota del Sur cerca del río Loup, su rostro, ya apigmentonado de por sí, se tornó más rojizo y sus grises patillas en forma de hacha temblaron al vibrar todos los huesos de su rostro. Era la primera vez en su larga carrera de especulador, que alguien le daba la batalla ganándosela y esto era algo que él no estaba dispuesto a consentir. Estaba seguro de que no había nadie con dinero capaz de arriesgarlo para el tendido de aquella línea de diligencias, por una zona poco frecuentada, pero cuajada de pueblos importantes que clamaban por una comunicación organizada, y el pliego de condiciones que había presentado le parecía el más beneficioso que se podía presentar, aunque él sabía que pudo mejorarlo bastante, pero la seguridad de no tener competidor le hizo mostrarse duro y egoísta y ahora empezaba a tocar las consecuencias.
Eran las diez y media de la noche, cuando el tren mixto de viajeros y carga partía de la estación de McAlester en la parte este del Estado de Oklahoma. Lionel Bates, había embarcado su caballo en el vagón destinado al ganado y luego había buscado en un vagón donde hubiese espacio suficiente para poder tumbarse con comodidad y dormir a pierna suelta hasta que el tren cruzase la divisoria de Texas.
Set Daffie, de cara siniestra y larguirucho cuerpo, refunfuñó algo y se fue al mostrador, mientras su jefe, sentado a una mesa, vaciaba de un trago media botella de «gin». Sin preocuparse de la atención que había puesto en su persona el peligroso bandido Daffie, continuaba Vance su francachela. Estaba rodeado de las más bellas damitas que pululaban por el «Doll’s Saloon», que hervía de gente en aquella tarde de fiesta.
Cuando Larry Elston detuvo su polvoriento caballo a la puerta de la única y humilde posada de Utica, en el Estado de Kansas, estaba muy lejos de sospechar que en lugar de alcanzar la meta sedante y tranquila que había estado soñando durante todo su largo viaje, iba a poner los pies sobre un barril de pólvora con la mecha al lado y que la explosión le iba a alcanzar cuando menos lo esperase. Para Elston, la vida, durante sus últimos cinco años y ya contaba veintiocho, había sido una pura aventura nada agradable. Se enroló en el ejército del Norte apenas dio comienzo la guerra de Secesión, peleó en los lugares de más peligro recibiendo tres heridas en tres acciones, y si bien de las tres había salido con vida, fue a costa de unos cuantos meses de hospitales.
Evanston empezaba a ser considerado como un poblado de turbulenta importancia debido al ferrocarril. Éste había dejado detrás de los carriles, como un lastre inútil para su avance, todo el sedimento de los campamentos fundados durante el tendido. Muchos de los locales de recreo y vicio instalados durante las obras, de un modo anárquico y provisional, terminaron por afincarse de manera definitiva en el poblado. Éste adquiría grandes vuelos de tráfico debido a su emplazamiento estratégico, y aparte de la mucha gente que habíase quedado allí establecida, diariamente afluían nuevos marchantes, unos con ánimos honrados de establecerse y fundar sus hogares y sus negocios y otros con la intención de seguir explotando el ambiente turbio que el ferrocarril dejara y que tardaría aún bastante tiempo en aclararse.
El bronco estampido del trueno levantó una oleada de sonidos en el cárdeno paisaje. Durante toda la mañana había estado condensándose la tormenta sobre las recalentadas tierras; y por la tarde enormes masas de nubes plomizas surgieron por encima de los montes Farallón, uniéndose al núcleo tormentoso que venía girando desde el Sudeste. Ahora, todo el cielo, salvo una raya de fuego hacia Poniente, era negro y gris. Semejaba haber estallado una tremenda batalla y el aire se encrespaba de estampidos. Violentos relámpagos, bolas de fuego, corrían velozmente por doquier. Un árbol ardía cual gigantesca antorcha a media milla de distancia, en lo alto de una loma, alcanzado poco antes por un rayo… Dan Travis detuvo a su caballo al pie de una enorme roca rojiza, desmontó y ató al asustado animal, pegando luego la espalda contra la roca. Se hallaba a media ladera, por encima del abierto valle y a dos millas escasas de Amargosa. Sin embargo, no resultaba prudente seguir el camino, mientras no se aplacase la furia de la tempestad.
Maury se separó de Thiess y éste echó a andar hacia el capitán de su compañía, que le buscaba para hablar con él. Pero Thiess había quedado mal impresionado con la conversación sostenida con Maury. No había mentido al afirmar que era un hombre hermético, huraño, retraído, que a la hora de pelear lo hacía con indiferencia y sin nervios, pero que a la hora de las intimidades las había rehuido como si quisiera guardar muy escondido para él el secreto de su otra vida anterior.
La unión de las dos caravanas se había efectuado en circunstancias trágicas, a mitad de camino entre Independence y Counil Grove, en el estado de Missouri. Douglas Chidsey, que caminaba por delante con veinte carretas bajo su custodia, se vio atacado por una partida numerosa de indios, cuando cruzaba casi encajonado por un terreno relativamente estrecho. Los piel rojas, dueños de las alturas, habían concentrado su ataque contra los carros, casi a cubierto contra los disparos de los miembros de la caravana y, durante varias horas, los habían tenido presa de la angustia, atacados sin defensa segura posible, sin posibilidades de romper aquel cerco y salir a terreno abierto donde defenderse con más ventaja.
Han quedado muy atrás los días febriles y belicosos en los que el valle de Sacramento, en California, fue escenario abracadabrante de escenas que a través del tiempo más parecen abortos de la fantasía de los novelistas que posibles realidades de la vida.El descubrimiento del oro volcó sobre la siempre florida California toda la gama de aventureros de medio mundo y las pasiones, los egoísmos, las ambiciones y el salvajismo de los varios y encontrados temperamentos, escribieron con sangre las más terribles páginas que una nación moderna puede conservar en su historia.Durante aquella odisea, la estampida del oro levantó en días, poblados y hasta ciudades, que parecían destinados a una vida próspera y larga y sin embargo, pasado poco tiempo, la misma furia que los levantó los abatió para siempre y en sus lugares de emplazamiento sólo quedaron el suelo agujereado como una extraña colmena y ahondando mucho, restos podridos de algunas construcciones que la devastación enterró en la tierra.
Deteniendo el caballo, el jinete contempló el paisaje durante unos instantes. Estaba en un profundo valle, de poca anchura y paredes muy empinadas y angostas, tanto que más parecía un cañón, cubierto de césped y arbolado. Por su centro corría un riachuelo de varios metros de anchura, el cual, de repente, sufría una caída de seis o siete metros de altura, saltando por el borde de lo que parecía ser una gigantesca taza situada entre dos peñas de regular tamaño.La taza sobresalía como cuatro metros de la vertical del muro sobre el cual estaba situada, y arrojaba las aguas sobre un remanso rodeado de frondosos álamos y elevados pinos. El remanso, a unos cuarenta metros, se estrechaba nuevamente, para formar una serie de rápidos que caían por un plano lo suficientemente inclinado para dar al agua una rapidez vertiginosa de que hasta entonces, excepto en la diminuta catarata, carecía.
—Tome asiento, forastero —dijo el sheriff, señalando con la mano una silla junto a su mesa—. Estoy muy ocupado en este momento, pero si el asunto es breve, le atenderé. —Muchas gracias, sheriff —repuso el aludido cogiendo la silla por el respaldo—. Me llamo Edmond Cobb.El sheriff se le quedó mirando fijamente, y preguntó, indeciso:—¿Cobb? ¿Tiene algo que ver con Jack Cobb?—Soy su hermano.
Victory Hacker acariciaba con mano temblona el sudoroso flanco de su yegua, nerviosa aún a causa de la fantástica carrera que acababa de sufrir, y al mismo tiempo miraba de reojo a aquel solitario forastero, que tan oportunamente había puesto el Destino a su paso para librarla de una muerte cierta. La yegua, asustada por un lobo que les había salido al paso entre los árboles, se lanzó a una desenfrenada carrera que su mano fina no pudo detener, y yegua y jinete devoraron varias millas en un galope de vértigo sin rumbo fijo, pero que de modo inexorable les llevaba hacia una de las innumerables y profundas simas del Monte San Juan.
Bajo el verde emparrado del porche que prestaba una grata y fresca sombra, Duff Exway, el más rico y respetado terrateniente de Brownfield y cien millas en derredor, fumaba displicente medio derrumbado en una larga silla de extensión que le ofrecía holgura para estirar su larga y viril silueta, un poco pesada a aquellas horas por el calor del principio de la veraniega tarde y por la laboriosa digestión.Duff era un tipo enérgico y viril, de recio, pero flexible esqueleto, que poseía todos los vicios y las virtudes de un típico tejano.Era duro para el trabajo, enérgico para mantener la disciplina entre sus numerosísimos empleados que le respetaban y le temían a la par, porque le sabían justo, pero exigente; tozudo como una mula resabiada y socarrón cuando la socarronería resultaba para él un arma que, bien esgrimida, podía darle un éxito.
Por tercera vez en sus veintisiete años exuberantes de salud y dinamismo, Morgan Gamet había abandonado su pueblo natal para correr la aventura del oro. Atraído por la leyenda del metal amarillo que había hecho ricos a unos cuantos, pero sin contar a los que había acabado de sumir en la miseria, el vicio o el crimen, Gamet tentó la aventura de nuevo, seguro de que a la tercera iría la vencida; pero tras casi un año de esfuerzos, privaciones, miserias y penalidades, la suerte le había vuelto la espalda otra vez y, un día, como en veces anteriores, sintió la llamada del corazón invitándole al regreso. Morgan sostenía relaciones amorosas con Betsy Caret, una muchacha muy linda, hija del herrero del poblado y muchacha tan paciente, que por dos veces se había resignado a permitir que su prometido se alejase de su lado en busca de aquella fortuna hipotética, aunque su pesimismo le auguraba un rotundo fracaso.
Cuando al clarear el día, Tommy Corbell abandonaba la taberna de la única calle decente de Cisco, en el este de Utah, próximo a la frontera de Colorado, su cuerpo estaba saturado de whisky, pero sus bolsillos habían quedado exhaustos de toda clase de monedas. Los quinientos dólares que había conseguido ahorrar en unos cuantos años de trabajo en un rancho del Estado vecino, se evaporaron sobre una de las mesas de la taberna, frente a tres sujetos al parecer apacibles y nada sospechosos, que le habían limpiado de dinero, de un modo metódico y seguro, sin que él se hubiese dado cuenta de cómo sus bolsillos quedaban completamente vacíos. Quizá fue porque sus compañeros de juego eran amables y generosos y no dejaron de invitarle cumplidamente durante la larga partida. El hecho fue que, al amanecer, salía con la cabeza caliente y sin un solo centavo para poder continuar su viaje hacia el centro de Utah.