Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Dice el sabio filósofo Aarón Munewbris, en su Monólogo acerca de las intemperancias psicoespaciotemporales, que «el hombre que no se ajusta a la órbita de su comportamiento subliminal, integrado en la concatenación de los hechos circunorbitarios que afluyen a la exégesis de sus psicopensamientos postclaustrales, es hombre señalado por los hados para un destino que ha de brillar en la noche de la conciencia humana como un faro rojo que indique a sus congéneres el camino equivocado». Al elaborar tan afortunado y clarividente aforismo de una comprensión fácil e inmediata, había señalado a la humanidad un camino a seguir; el de la honradez y la rectitud.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
El hombre corría alocadamente en la oscuridad.No sabía cuál era su rumbo; estaba completamente despistado.Perdido en las tinieblas, sus pasos resonaban con sordos chasquidos contra el asfaltado de las calles.Jadeaba por falta de aire. El corazón le percutía dolorosamente contra las costillas y las piernas se negaban a sostenerle en ocasiones. El sudor le corría a chorros por la cara, formando menudos arroyuelos que luego iban a perderse por el interior de su vestimenta.De súbito, un extraño zumbido sonó muy cerca de él. Se aplastó contra el hueco de una puerta cercana, tratando de fundirse con las sombras. En su mano derecha había una pistola de gran calibre.
La luz de las estrellas era fría y distante. En la lejanía, el viento aullaba de vez en cuando con trémolos melancólicos, levantando menudos remolinos de polvo que luego se dispersaban lentamente, como de mala gana, volviendo a caer a la tierra de donde habían salido.La montaña se destacaba nítidamente, en un cono perfecto, con una sombra totalmente negra, contra el tono azulado y oscuro del cielo. Su altura era enorme y el diámetro de su base alcanzaba hasta tres veces la longitud de la altura. Aquí y allá, se veían pequeños montículos y anchos barrancos, todos ellos con numerosos orificios que eran las puertas de entrada a otras tantas cuevas donde vivía el Pueblo Muriente.Un poco más allá, brillaba el casco de una nave espacial de gran tamaño, caída de costado, muda, silenciosa, con los orificios de sus portillas apagados y la esclusa abierta de par en par. Sus mecanismos propulsores habían dejado de latir y, aparentemente, la vida de su maquinaria se había extinguido ya hacía muchos años.
En el interior de la astronave, la expectación era inmensa. Era el primer planeta de características, al parecer, terrestres, y el hecho tenía suma importancia. Si resultaba habitable, se habría dado el primer paso en la colonización de otros mundos por parte de los habitantes de la Tierra. Después del aterrizaje, hubo unos momentos de silencio. Cada tripulante esperaba en su sitio y todos los rostros estaban unánimemente vueltos hacia los altoparlantes, esperando los resultados del análisis automático. El analizador automático había salido proyectado al exterior. Sus aparatos habían entrado en funcionamiento y emitían observaciones, que eran leídas por los ojos de un cerebro electrónico, conectado con un traductor de lecturas a palabras inteligibles.
Ralph Deacon, el capitán de una nave que se dedica al comercio en los distintos planetas de la galaxia, es secuestrado juntamente con su equipo mientras se hallan en el planeta Nárkydis. El secuestro ha sido ordenado por la obesa reina Bákrydis con el objeto de encargar una complicada misión a Deacon sin que los espías que hay en la corte se enteren de ello. Nárkydis es el único planeta de la galaxia que atesora grandes cantidades de un mineral llamado narkonio, imprescindible para que las naves estelares alcancen velocidades superiores a la de la luz. Goran, el tirano del planeta Armidon, desea apoderarse como sea del planeta Nárkydis para obtener el mineral y sus grandes beneficios económicos. Para ello ha construido un gigantesco cañón en uno de los desiertos de Armidon que tiene la potencia suficiente para destruir un planeta con un solo disparo. Goran exige a Bákrydis la rendición sin condiciones si no quiere que su planeta sea eliminado. La reina encarga a Deacon la misión de destruir el cañón. A cambio el capitán obtendrá grandes beneficios en la explotación del narkonio. Si no acepta, la reina enviará a Deacon y su tripulación a trabajar en las peligrosas y mortales minas del planeta. Deacon se dirige, pues, a Armidon con su tripulación llevando a bordo al rígido coronel Tatmar y sus soldados, un presunto espía de Goran llamado Danshon y a la bella y misteriosa bailarina Dionía que se ha colado en la nave como polizón. Antes de partir, Deacon ha recomendado a la reina a un especialista en nutrición de la Tierra para que la ponga a régimen. Durante el viaje y en Armidon se sucederán las muertes, las intrigas y toda clase de giros inesperados.
Con gesto melancólico, Duncan Grayson bajó las manos y, por un momento, contempló las llamas que bailaban alegremente en la chimenea. El cuaderno de aventuras que había estado leyendo, descansaba sobre sus rodillas, envueltas en un «plaid» escocés. Fuera, la nieve caía intensamente, arremolinándose en bandadas de copos en torno al edificio.Era ya muy viejo y se sentía desfallecer de día en día. Duncan Grayson no cumpliría ya los noventa y cinco años y, aunque su mente conservaba todavía la lucidez que años atrás le habían hecho mundialmente famoso, el cuerpo perdía fuerzas progresivamente.Grayson no lamentaba morirse. Había recorrido su camino en la vida y sabía que inexorablemente tenía que desaparecer un día u otro. Esto no le preocupaba en absoluto.
Según cuentan las crónicas, Chubb Drummond fue el primer hombre que fue y volvió de Plutón, el noveno planeta de nuestro sistema solar. Naturalmente, no partió solo, sino muy bien acompañado por una tripulación escogida entre los mejores astronautas del momento. Pero, no en vano, Plutón ha sido llamado siempre «El Siniestro 9.º». De los diecisiete hombres que componían la expedición, sólo volvieron tres: el citado Drummond, el radio Levailleur y el navegante Álvarez. Levailleur y Álvarez regresaron pidiendo a gritos una camisa de fuerza. Y se la pusieron. Nunca pudo saberse claramente por qué se habían vuelto locos.
Venían de Sirio, esa estrella blanca de luminosidad ligeramente superior a la del Sol y situada a una distancia de 8,7 años luz del sistema solar, la estrella más luminosa de la constelación del Can Mayor y una de las más típicas y brillantes del hemisferio boreal. No emplearon demasiado tiempo en llegar hasta nosotros; en realidad, emplearon el que les dio la gana. O les convino, vaya usted a saber. Nunca dieron explicaciones de por qué, habiendo podido llegar a la Tierra siglos antes, se les ocurrió aparecer al principio del XXII. Vinieron en sus naves y eso fue todo, salvo que su llegada e intenciones resultaron eminentemente pacíficas.
Por el momento, nadie supo ni tuvo la menor noticia de lo que ocurrió aquel día en las selvas amazónicas. En primer lugar, se trataba de un paraje habitado por tribus de indios todavía en estado salvaje, pese a estar mediado el siglo XXI, lo cual significaba que la dificultad de comunicaciones en aquella zona era extraordinaria. El gobierno brasileño, por supuesto, tenía un agente que se entendía con los indios y les ayudaba notablemente, siguiendo un plan establecido hacía ya ciento treinta años; pero aunque los indios aceptaban de buen grado la ayuda, seguían mostrándose esquivos y reticentes para con los hombres civilizados, de modo que las visitas del agente a sus protegidos eran muy raras y espaciadas, cada dos meses o más. El suceso se produjo entre visita y visita y, por tanto, el agente, Manuel da Lucem, tardó mucho en enterarse de lo que sucedía en las comarcas que habitaban sus protegidos.
La llamada sonaba desde hacía muchos años. El aparato que la producía estaba allí, en el vértice de la montaña, pero nadie lo había visto desde que alguien lo instalara en aquel lugar.El Primero que lo vio fue Roger Walker, un británico agregado a la II Expedición Norteamericana a la Luna. Uno de los varios méritos de Walker para conseguir la agregaduría había sido su habilidad como topógrafo.En vista de ello, un buen día, provisto de una pequeña mochila con todos los instrumentos necesarios para su trabajo, más el correspondiente repuesto de comida, agua y oxígeno, y una pequeña tienda estanca, que podía ser montada y desmontada con suma facilidad, emprendió la ascensión al Cabo Laplace, a 2.930 metros de altura sobre el nivel del Mar de las Lluvias, desde cuyo vértice geodésico pensaba realizar algunas mediciones con objeto de perfeccionar los mapas lunares.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Creyó desfallecer cuando los megáfonos de la astronave ulularon por todas partes, pronunciando las dos sílabas de su nombre. —¡Kerrel! ¡Artillero Kerrel! ¡Dispóngase para ocupar su puesto en el Centro de Dirección de Tiro! Inspiró con fuerza y se puso en pie. El momento tan temido había llegado al fin. Largos, interminables años de preparación, de durísima preparación, culminaban en aquel instante en que cientos de vidas humanas, quizá millares —las de la XIV Flota Imperial—, quizá miles de millones —las de todos los habitantes de un Imperio—, iban a depender de su rapidez de reflejos, de su agilidad mental, de su capacidad de concentración y de su habilidad para realizar, en décimas de segundo, cálculos que no podían ni aun ser confiados a las máquinas computadoras y que debían ser ejecutados por el viejo e insubstituible cerebro humano. Ahora era el momento adecuado de demostrar que todas las enseñanzas recibidas durante cuatro lustros no habían caído en terreno baldío, sino que habían germinado esplendorosamente, convirtiéndolo en un Artillero Imperial. Había llegado la hora de probar que era el hombre más importante de la nave, más aún que el capitán, quien sólo tenía como misión conducirla a través de los espacios siderales, en tanto que él debía dictar las órbitas a seguir y, además, combatir contra el enemigo.
Hank seguía al coronel en el descenso de la astronave al suelo de la Luna. Cuando ambos hubieron puesto pie en un lugar no hollado hasta entonces por seres humanos, el coronel se puso de rodillas en el suelo, cubierto de una finísima capa de polvo impalpable que en aquel paraje alcanzaba solamente un espesor inferior a los diez centímetros. En el primer momento, Hank Cheaney creyó que el coronel se ponía de rodillas para dar gracias a Dios por el feliz éxito del viaje, cosa que le hubiera parecido completamente natural. Pero no, el coronel no pensaba en tal cosa en aquellos momentos. Los pensamientos de McCoffin eran muy distintos. El coronel se inclinó hacia adelante y empezó a dar puñetazos en el suelo, a la vez que maldecía profusamente de todo y de todos.
La Odisea cuenta que Ulises, al pasar frente a la isla de las Sirenas, se hizo amarrar a su barco, después de haber tapado con cera los oídos de todos sus compañeros de aventuras, para poder escuchar los cánticos de las sirenas, sin temor a lanzarse al agua en su busca y perecer, como les había ocurrido a infinidad de navegantes. A mi compañero Jim Stone debieran haberle tapado, además de los oídos, los ojos, así no se habría vuelto tan loco como una cabra. Stone era observador espacial en lo, el primer satélite de Júpiter. No había muchos tipos pertenecientes a la profesión ya que ésta era dura, incómoda y terriblemente solitaria. Si ustedes han oído hablar de los guardas forestales que se pasan meses y meses en lo alto de una torreta, vigilando constantemente los bosques que tienen a su alrededor, podrán comprender, aunque en escala infinitamente más pequeña, cuáles son las tribulaciones que pueden afligir a un vigilante espacial.
En realidad, lo único que tenía que hacer nuestro héroe era permanecer sentado durante cuatro horas diarias delante de una máquina. Ni siquiera tenía que tocarla ni manejar la menor palanca para que aquélla siguiera funcionando. Su trabajo era ése solamente, estar sentado delante de la máquina. Lo único que veía Chet del aparato era un enorme panel que ocupaba toda una pared de unos cinco metros de alto por más del doble de ancho. Miles de lámparas piloto ocupaban casi todo el espacio frontero de la máquina y sus lucecitas multicolores se encendían y apagaban continuamente, en un chisporroteo que no cesaba jamás, que centelleaba día y noche. Cuando le tocaba su turno de trabajo, Chet ocupaba su puesto en una silla, detrás de una sencilla mesa de metal, y vigilaba la máquina.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.