En realidad, Danny Sheridan no tuvo ninguna oportunidad. El «gran Sheridan», como le llamaban sus compañeros de set en la televisión; el fabuloso Sheridan, para todo el público que, contado en una audiencia de millones, asistía cada noche, a las nueve, a su programa estelar «Sheridan se lo cuenta». Tenía personalidad, magnetismo, fuerza en todos sus actos frente a las cámaras de la «Pacific Broadcasting Corporation». La PBC-TV era feliz de contar en su nómina con un presentador y realizador de programas populares como Danny Sheridan. Recientemente, a Danny se le había muerto la esposa en un desdichado accidente sufrido con su avioneta privada. Accidente del que Danny salió únicamente con leves heridas, pero a costa de perder a su joven, bella y rica esposa Arlene. Pero Danny tenía grandes facultades para rehacerse de cualquier golpe. Así, su sonrisa perenne, su graciosa nariz algo deforme, su mandíbula cuadrada y sus pómulos acentuados siguieron animando el programa, ahora incluso con más, muchos más adeptos, entre las mujeres especialmente. Algunas, por sentimentalismo ante su pérdida. Las más, por su secreto y alocado sueño de suplir alguna vez a la difunta en el corazón amplio y generoso del «gran Sheridan».
PARA Barney West, todo comenzó en febrero. Justamente el día uno de febrero. Pero el principio estaba ya en el mes de enero, en aquel frío enero que acababa de terminar veinticuatro horas antes. Solo que él no lo sabía. No lo sabía cuándo todo empezó, por supuesto. Luego, tuvo ocasión sobrada de saberlo. Pero entonces, el uno de febrero, no hizo más que comenzar la pesadilla.
Se puede morir de muchas formas y en distintos lugares. En Vietnam, Laos, Camboya... Una muerte heroica, pero se corre el riesgo de pasar desapercibido. Ocupar un lugar en la larga lista de héroes muertos. Solo un nombre. ¿Tienes mujer? Entonces es posible que alguien llore tu muerte. No te hagas vanas ilusiones. Derramará pocas lágrimas. ¿No tienes a nadie? ¿Solo como un perro? Tanto mejor, compañero. No serás molestado en la tranquilidad de tu tumba.
CLIVE Landon, cómodamente reclinado en el largo sofá, contemplaba otra de las resonantes victorias de los “Giants” de San Francisco en el marco del Gandlestick Park. Sus facciones no reflejaban emoción alguna por el desarrollo del juego; no obstante ser un apasionado del béisbol.
Pero los hombres como Clive Landon no se inmutan por nada. En el Lejano Oeste hubiera pasado por un perfecto “cara de póker”. Sus facciones, enérgicas y varoniles, parecían talladas en piedra. Incluso sus ojos grises eran inexpresivos. De una frialdad casi absoluta. Frisaba en los treinta años. Su figura atlética podía competir sin menoscabo con cualquiera de los “Giants”.
SERGE no era la persona encargada de las “liquidaciones”. A veces, sin embargo, le encargaban ciertos asuntos “especiales”. En esta ocasión se trataba de Geo Cosbuc. Después de haber entregado a Mihail Bramo los microfilms y una vez que este debía estar ya camino de Bucarest, le habían encargado solucionar el asunto Cosbuc.
SONÓ el timbre del teléfono cuando el inspector Alex Westry se disponía a abandonar su oficina.
Tomó el aparato.
—¿Oficina Federal de Investigación? —inquirió una voz alicortada, nerviosa, inquieta.
— Sí. Habla usted con el inspector Alex Westry.
—Escuche, inspector. Soy Daniel Hayes. Es posible que haya oído hablar de mí.
—Sí que he oído hablar de usted, al inspector jefe de San Francisco. ¿Le ocurre algo, Hayes?
—Lo necesito, inspector. Es un asunto muy importante.
— Bien. Le escucho. ¿De qué se trata?
En la tarde suave y templada de finales de mayo, la silueta grácil y afilada de una goleta de tres palos y amplio velamen, se recortó sobre las aguas un tanto cenagosas del río Kalvik, remontando la bronca corriente en busca del estuario donde poder anclar.
Se trataba de una goleta pintada de blanco con una doble franja azul a lo largo del casco, y sobre cubierta se podía distinguir, desde el poblado indio, un pasaje abigarrado que se agitaba junto a la borda como si se tratase de un hormiguero humano.
A su lado, Soraya hubiera parecido una fregona. Tenía el cabello negro, con reflejos metálicos azules, el cutis de un tostado de oro y los ojos claros, gris verde. Su figura de diosa pagana se cimbreaba al bailar con la gracia indescriptible de la hierba al soplo del viento. Había en ella algo de naturaleza, algo tan vital que, al mirarla, le ponía a uno un burbujeo en las venas como, el que produce la primera caricia de la brisa tibia de abril. Vestía de color verde manzana y la ropa parecía moldear su cuerpo con amor, casi con veneración.
Siempre he pensado que si alguna vez me cayera una fortuna encima, cosa por otra parte puramente quimérica, me gustaría vivir por estos parajes que atravieso. Compraría una de esas inmensas propiedades, bajo cuyos árboles ya se guarecieron los pieles rojas mucho antes de que viniéramos nosotros a civilizarlos a base de fuego, pólvora y muerte. Haría construir una casa tan grande como un cuartel solo por el gusto de perderme en sus habitaciones y me zambulliría en una piscina capaz de dar cabida a un acorazado.
LA chica corría desaladamente por la playa. Soplaba una brisa marina de regular intensidad, lo que, unido a su propia carrera, hacía que sus largos cabellos oscuros ondeasen al viento como una extraña bandera. La playa tenía poca anchura, pero, en cambio, era muy larga, casi hasta perderse de vista a ambos lados. Su forma era de media luna, muy suave, poco pronunciada, y tenía la arena fina y muy compacta.
Al oír el armonioso sonido del «ding-dong» de la puerta, Melody Fenner dejó a un lado la revista que estaba leyendo y se puso en pie. Era una joven de buena estatura, sumamente esbelta, cabello intensamente negro y ojos de pupilas verdes, profundos y rasgados, que conferían a su rostro, de un perfecto óvalo, un toque ligeramente exótico, que aumentaban más su indiscutible atractivo.
Estos salieron del local y recorrieron otros que estaban en un reducido espacio. En menos de una hora se había formado un grupo de unos quince. Y marcharon al saloon de Dominic. Los dueños de los otros locales se alegraron al saber lo que Gordon proponía y estuvieron de acuerdo en el acto. Con motivo del debut de la cantante, apenas si había más clientes en sus casas que los cow-boys o granjeros, que bebían un par de vasos de whisky a lo sumo por todo gasto.
La joven maestra le miró sonriente. Avisó al muchacho y Alan se retiró con él. Durante más de media hora le estuvo hablando, haciéndole comprender que lo del manejo de las armas había sido una broma, y al mismo tiempo le prometió que si se aplicaba en la escuela, le enseñaría a manejarlas cuando tuviera unos años más. Se mostró muy contento el muchacho, dándose cuenta Alan que había sido un gran estímulo lo que acababa de decirle. Bobby prometió aplicarse. Habló después con la joven maestra, diciendo ésta: —Ya lo veremos… Más vale que no te equivoques.
—¿Cómo hablas así de Cow? No le conoces apenas y hasta ahora su actitud no puede ser más correcta. El hecho de usar pistoleras bajas y calibre 38 no quiere decir que sea un gun-man. Recuerdo que en el río Salmón, en el campamento de Goldmich, había un minero que siempre que entraba en algún saloon o bar se encorvaba, colocaba las manos junto a los “Colt” que pendían de dos bajas pistoleras fijas por abajo a las piernas. Eran calibre 38. Su actitud, su rostro, tenían asustados a la mayoría de los mineros, y entre ellos a mí; pero un día se demostró que no sabía manejar las armas. Murió víctima de su presunción. Le creyeron un hombre rápido y murió con rapidez. No digo que con Cow suceda lo mismo, pero lo refiero para demostrar que el uso de ese calibre no indica que sea un pistolero. —Pues yo aseguro que Cow sabe lo que son armas. —También nosotros. Tú no eres de plomo. —Pero no uso el 38. Es un calibre que precisa una gran habilidad. —Depende del hábito. —¡Cuidado! ¡Ahí viene Cow!
NO has visto lo guapo que se ha puesto Bill?
Con los ojos inyectados en sangre y las pupilas brillando peligrosamente con la luz que en ellas había puesto el alcohol, Donald se volvió lentamente, con el cuerpo medio torcido, sin dejar de apoyar su codo sobre el sucio mostrador del «saloon».
Sus ojillos se clavaron en la alta y esbelta silueta del hombre que acababa de entrar, acompañado de un verdadero coloso; un tipo que debía estar muy cerca de los ciento veinte kilos, con una cara de pan y una sonrisa infantil en los labios.
PINTADA por el rojizo fulgor de los incendios, la ciudad de Atlanta ofrecía un aspecto verdaderamente impresionante. El cañoneo a que había estado sometida desde las primeras horas de la tarde, redujo a escombros gran número de edificios y provocó todas aquellas hogueras que, al atardecer, daban una nota de tragedia al reflejar en el cielo altas y sinuosas llamas que todo lo consumían. Una indescriptible confusión reinaba por doquier. Las tropas nordistas, que todavía no habían penetrado del todo en la ciudad, y que ocupaban solo algunos barrios, disparaban contra todo lo que veían, obligando así a la población civil a meterse en sus domicilios, con las puertas cerradas a piedra y lodo. Patrullas sudistas se retiraban por doquier, intentando llevarse la mayor parte del material bélico que poseían, mientras los heridos yacían amontonados junto a los muertos, y nadie se ocupaba ni de unos ni de otros.
EL detenido miraba con terror la rama transversal de la encina, a cuyo tronco había sido atado. En lo alto de la rama, un vaquero estaba preparando una sólida cuerda con nudo corredizo, que no tardando mucho se ajustaría al cuello del prisionero, para de modo inmediato izarle con brutalidad trágica y dejarle suspendido de la rama.
El condenado era un joven de unos veinticuatro años, alto, flexible, de cabello rubio, con los ojos azules y la boca pequeña y de finos labios. Era bastante guapo y sus facciones adquirían más atracción de líneas debido al tinte moreno que el sol y, el aire habían curtido sobre la piel algo blanca.
AQUELLA tarde dominguera de últimos del mes de mayo, la taberna de Jack Carey, en Yermo, del Estado de California, estaba atestada hasta la puerta. Como de ordinario, Sol Totter y Doc Blair, ambos peones de dos equipos distintos de la cuenca, estaban jugando su acostumbrada partida de damas, una partida que ya se iba haciendo interminable, porque cada domingo, tras un derroche de facultades, de tanteos, de jugadas efectistas y de ataques violentos, solían terminar en tablas.
AQUELLA noche, después de cenar temprano, Joby Granney, el «sheriff» de Theba, un pequeño poblado adentrado en el desierto de Arizona en su única parte habitable que era la zona recorrida por la línea férrea del South Pacific, cerró sus oficinas y se dispuso a pasar un par de horas sentado a la puerta de la cabaña de Loosh Gibson, el cazador con cuya hija sostenía relaciones amorosas.
STERP, Babe Sterp, estaba orgulloso de la radical reforma que había realizado en su bar garito titulado «El Brillante», nombre éste debido sin duda a la profusa iluminación instalada en él.
En realidad, un análisis superficial no parecía justificar que en un poblado tan de escaso vecindario como Tornillo, junto a la ribera izquierda del Río Grande, se emplease la cantidad de dólares que Babe había empleado en su reforma y embellecimiento, pero ahondando en busca de motivos, su dueño creía poseerlos en cantidad suficiente para aquel exceso.