Ésta es la historia de la lucha atroz de dos mundos: uno errante y en la última fase de su existencia y otro fijo, viviendo los maravillosos momentos de su evolución ascendente. El primero, sin nombre y sin destino, algo extraño y casi inconcebible; una presencia atroz en el cielo como las que deben estar, en realidad, ligadas, amarradas y ceñidas a las espantosas condiciones ambientales del espacio.
El «año de Saturno» es, naturalmente, el tiempo que el Planeta tarda en recorrer la órbita alrededor del Sol. Ese tiempo se traduce, exactamente, en veintinueve años y medio. De ahí se derivan las edades de los personajes del Imperio Saturnal que aparecen en esta novela
Los OJOS del ESPACIO nos están mirando. Detrás de nuestra atmósfera, desde los Mundos próximos o lejanos, desde nuestros vecinos los Planetas o desde algún punto que rueda alrededor de soles que brillan en lejanas GALAXIAS, los OJOS de otros SERES estudian, desde hace millones de años, nuestro orgulloso mundo… Aquel que piense que NUESTROS telescopios son los ÚNICOS del Universo; que hemos sido nosotros los primeros y los solos, entre todas las criaturas posibles de la CREACIÓN, de hacer una lente, de pulir un espejo y de manejar las ciencias exactas… ¡QUE DEJE DE SOÑAR!
La oscuridad de la noche impedía ver los gruesos copos de nieve que caían sin interrupción. Así, la blanca superficie de la tierra ofrecía un negro y sucio aspecto a la tintineante luz de las lejanas estrellas que aparecían por entre las densas capas de nubes que cubrían el firmamento casi por completo. Un viento inquieto se enredaba, aullando, por entre los cables de las líneas telefónicas, levantando de los postes los pegotes blancos de nieve que se habían ido acumulando. Entonces, haciéndose más lento por la carga que llevaba, se removía antes de estrellarse, definitivamente, contra las altas tapias del cementerio.
El monstruo avanzaba en medio de la negrura de la noche. Su monumental silueta se destacaba, a veces, en el recorte luminoso de la luz de la luna, cuando ésta vencía la densa capa de nubes que cubría el cielo. Sólo entonces, en el marco inequívoco y difuso de luces y sombras, la figura del monstruo metálico refulgía como la de un gigantesco marciano que acabase de descender sobre la superficie de la Tierra en uno de los fantásticos aparatos para viajes intersiderales.
Indudablemente, el conductor de aquel potente coche no se había percatado de la presencia del hombre del cigarrillo… Éste estaba apoyado a la pared, junto a la entrada de los grandes almacenes Sbonia, exactamente debajo del primer soportal plástico que formaba una especie de fenomenal visera ante la entrada del almacén. A aquella hora —las seis de la tarde— el Sbonia estaba ya cerrado y el hombre del cigarrillo, que no parecía prestar atención alguna a los apagados escaparates, debía esperar a alguna muchacha, de dudosa reputación, que llegaría del cercano barrio de Godwno.
CON la aparición del número extraordinario «LA HORA H HA SONADO» y el cambio de dirección de la Editorial, la colección ROBOT puede anunciar una serie de cambios fundamentales, insistentemente reclamadas por nuestros lectores desde los primeros números. Editorial MANDO, deseosa de dar a sus lectores una producción literaria que se encuentre de acorde con la presentación del libro, está dispuesta a convertir la colección ROBOT en la más preciada obra de aquellos que se interesan por las novelas de anticipación científica.
El temor histeroide a las armas atómicas impregna nuestra época de un nuevo terror que, lejos ya de la superstición, vuelve, con el mismo impulso, a sobrecoger el corazón humano. Se habló, no hace mucho de «neurosis de guerra», y ya se empieza a hablar de «neurosis atómica». Todo lo humano tiende así a encontrar una salida a su propia angustia que, es triste decirlo, en el fondo, no es más que un gran egoísmo disfrazados apenas de instinto de conservación. El miedo a la muerte bajo el fatídico sol del «hongo» monstruoso, empapa la conciencia de las gentes de toda calidad y color. Pero pocos saben que, en el caso de una nueva hecatombe, las bombas nucleares, además de sembrar la muerte y la destrucción, como cualquier clase de armas de cualquier otro tipo, tendrían mucho más fatales consecuencias para aquellos que tuviesen la desdicha de quedar con vida.
VOLÁBAMOS a poca altura; quizás no alcanzásemos los doscientos metros. Abajo era el constante desfilar de una especie de alfombra verde, de una densidad completa. Era la selva, en toda su grandeza y, al mismo tiempo, en toda, su terrible infinitud. Los gigantescos árboles y las lianas que, como serpientes inmóviles, los entrelazaban, formaban una masa opaca, haciendo imposible, en la mayoría de los casos, que pudiésemos percibir la verdadera superficie de la Tierra. De vez en cuando, y como un pozo oscuro, aparecía un claro, un diminuto redondel, que, comparando la selva a una inmensa cabellera, justificaba completamente su calificación de calvero.
EUROPA, en armas, esperaba con cierto temor el ataque de los marcianos. Todas las fuerzas armadas de Occidente estaban dispuestas, en sus lugares de combate con los ojos fijos en el aire y en el mar, únicos lugares por los que debían llegar las huestes enemigas. Los invisibles dedos del «radar» se hundían en el espacio, día y noche, ansiando captar la imagen que demostraría que la gran batalla iba a comenzar. Las escuadras de todos los países europeos, así como un total aproximado de medio millón de aviones, esperaban impacientemente en sus bases el momento de lanzarse al espacio para demostrar a los de Marte que los hombres no cederían fácilmente la tierra en la que habían nacido.
DURANTE miles de millones de años Venus, el segundo planeta en la hilera que acaba en Plutón, había vivido protegido por una densa atmósfera que parecía ocultar a los ojos del cielo los dramas humanos que en cualquier trozo de tierra estelar deben producirse cuando se reúnen aunque sea en mínima cantidad. Milenios y milenios en el que las razas y las civilizaciones fueron dejando la huella de su paso, las ruinas de las ciudades destruidas y los nuevos caminos que conducían a las recientemente elevadas sobre la superficie del planeta.
HANS marchaba lentamente por la senda que conducía a sus campos. El alba, como hacía ya bastantes años, parecía permanecer enredada en las altas montañas, como esa niebla que se pega a la tierra y que se arrastra indolentemente como un manto de gasa que fuese arrastrando alguna perezosa deidad. Hans, con sus ojos azules, con sus expertos ojos de labrador, miraba hacia el alba adormecida, retardada y lenta, frunciendo el entrecejo y haciendo que su frente se cubriese de profundos surcos paralelos. Para aquel hombre que había vivido en íntimo contacto con la tierra, rodeado de aire y de sol en la inmensidad de los campos, aquella anormalidad de la Naturaleza le producía íntima congoja.
HACÍA unas semanas que habían abandonado el espaciódromo más importante de Júpiter después de cargar una considerable cantidad de uranio, que llenaba las calas de las astronaves. Aquél era el primer viaje importante que se realizada por orden de la Astro-Company de Londres, la compañía más importante de navegación intersideral y que era, al mismo tiempo, la dueña absoluta de los más gigantescos depósitos de uranio que se habían descubierto en la tremenda superficie de Júpiter.
ERA como una grúa… Una grúa fenomenalmente gigantesca, posada sobre cuatro gruesas patas metálicas, que erguía su descomunal silueta en el fondo de aquel falso valle de tierra removida. Media docena de robots trabajaban con distintos instrumentos y el silencio se rompía solamente con la marcha de los aparatos, ya que la grúa no producía sonido alguno.
Un hombre sin memoria llega a una extraña ciudad de robots. A su lado, una joven misteriosa se enfrenta a una locura fatal. De lleno en el auge de un Renacimiento robótico, ven como la conciencia positrónica emerge en nuevas formas de arte, arquitectura, música y… roboticidio. Para Derec y Ariel, el robot asesino es el enigma más peligroso que surge de la sociedad cibernética de Robot City. ¿Llegará esta amenaza mecánica a su culminación antes de que puedan huir del planeta?
Los robots Avery se ven impotentes a la hora de cumplir las Tres Leyes. Se enfrentan ahora al ataque de unos inteligentísimos alienígenas voladores capaces de desencadenar una guerra sin cuartel. Ariel es la única humana del planeta capaz de hacer frente a la amenaza de los aliens, que están dispuestos a bloquear la ciudad bajo una cúpula compensadora de las perturbaciones atmosféricas que ha generado la ocupación robótica. ¿Podrá Ariel impedir que cierren la cúpula con ella dentro?
Derec Avery controla la red de ciudades robóticas esparcidas por el universo, pero las ciudades no están funcionando como deberían e incluso algunas están comenzando a ser peligrosas. Alguien más las está manipulando: es la doctora Janet Anastasi, la madre de Derec. De forma involuntaria, su interferencia está a punto de provocar el comienzo de una guerra entre humanos y alienígenas. ¡Un cataclismo se aproxima y Derec tiene que encontrar la forma de evitar la destrucción total!
El anillo perdido. Cinco investigaciones de Rocco Schiavone.
Vuelve Rocco Schiavone, el peculiar e irreverente Subjefe de la policía de Aosta.
Independientes entre sí, estos cinco relatos, leídos en conjunto, componen una imagen única del subjefe Rocco Schiavone, que encantará tanto a sus fieles seguidores como a quienes nunca han leído sus investigaciones.
En el primer relato un cadáver no identificado aparece extendido sobre el ataúd de una mujer, con un anillo de bodas como única pista.
Las siguientes historias —una excursión montañera de tres amigos que termina con un muerto; un partido de fútbol fraudulento entre hombres de ley; un delito en el compartimento de un tren; el asesinato de un inocente ermitaño— se convierten en una indagación misteriosa en la que el subjefe vuelca su malestar existencial, con una potente denuncia social como telón de fondo y una narración irónica que roza el sarcasmo.
Al caer la noche, un cadáver aparece semienterrado en la nieve en la estación de esquí de Champoluc, en los Alpes italianos. El cuerpo, aplastado por una de las máquinas pisanieves que acondicionan las pistas al final de la jornada, ha quedado irreconocible. El subinspector de policía Rocco Schiavone, destinado recientemente al valle de Aosta, tiene poco para iniciar sus pesquisas: apenas unas hebras de tabaco, unos jirones de ropa y algunos restos orgánicos, aunque le bastan para sospechar inmediatamente que ese hallazgo macabro oculta, en realidad, un crimen. No tarda en descubrir que la víctima, Leo Miccichè, pertenecía a una familia de viticultores de Catania y regentaba un pequeño hotel de lujo con su mujer, Luisa, cuya intrigante belleza despertará la curiosidad del subinspector.
Con su ropa de ciudad y sus inadecuados zapatos de ante, que se niega a sustituir por botas de montaña, Schiavone, romano hasta los tuétanos, detesta el esquí, la montaña y el frío. No está claro por qué lo han trasladado hasta ese valle remoto, pero algo habrá hecho para merecerlo. Schiavone, policía corrupto y amante de la buena vida, es violento, sarcástico, vanidoso, grosero con las mujeres e impaciente con la incompetencia de sus subordinados. Ni siquiera le gusta su trabajo, o eso dice, aunque tiene un olfato insuperable para detectar la mentira y un ojo de lince para adivinar las debilidades de sus semejantes. La investigación de su primer caso en el valle de Aosta lo llevará a sumergirse en un pequeño mundo cuyo aspecto apacible y próspero esconde una tupida red de pasiones y mentiras, un microcosmos fascinante que el autor utiliza de forma magistral, tanto para exponer los contrastes que dividen al país en dos mitades opuestas como para retratar a un hombre profundamente marcado por la pérdida.
Forzado a abandonar su querida Roma natal debido a ciertas irregularidades en el desempeño de su labor policial, Rocco Schiavone es enviado al valle de Aosta, que pese a estar situado en la península Itálica, para un meridional como él es lo más parecido a aterrizar en Marte. Rodeado de imponentes montañas, atenazado por un frío glacial y desconcertado ante el carácter circunspecto de los habitantes del lugar, Rocco encara su segundo caso con el mismo talante de siempre, irritable y transgresor hasta el límite de lo permisible, pero imbuido de un profundo sentido de la justicia. Cuando una mujer es hallada muerta en su casa y, en la penumbra, se extienden las secuelas de lo que en apariencia ha sido un robo violento, el subjefe Schiavone se resiste a la tentación de creer lo evidente. Una serie de coincidencias y divergencias, sumadas a la ambigüedad de algunos personajes, transformará gradualmente el escenario del crimen en una espesa niebla de misterios. Para despejarla, Schiavone pondrá en práctica su contundente método particular, basado en la intuición, la astucia, una inquebrantable lealtad a su gente de confianza y cierta tendencia a tomarse la justicia por su mano. Como ya se vislumbró en «Pista negra», su primer caso, cada interrogatorio de Schiavone, espoleado por su característico mal humor y su irreductible tenacidad, aviva la curiosidad del lector. Así, la cohesión geométrica de las tramas de Manzini y el desasosiego de su personaje, de una humanidad desbordante, han convertido las historias de Schiavone en un éxito sin precedentes en Italia, un fenómeno que va camino de extenderse a todo el continente europeo.