¿Cuántas semanas llevaban rodando siguiendo el curso de los ríos Kansas, Platte y Republican y cuántos días de terrible y peligrosa lucha con la naturaleza y los elementos habían empleado en atravesar las Rocosas hasta dejar atrás el Paso Azul? Todos y cada uno de los que componían la caravana lo habían olvidado. Nadie se sentía capaz de contar por días ni aun por semanas, y para sus cuerpos enjutos y machacados, o para sus espíritus, que habían perdido la bravura que les animaba al emprender el viaje, éste parecía el del Judío Errante, que no poseía meta.
ELLSWORTH, en el centro de Kansas, a cinco millas escasas del famoso río Arkansas, se había convertido por arte de magia en uno de los poblados más importantes y visitados de todo el Estado. Este milagro habíase operado al socaire de los famosos cornilargos, que un año antes entraban por miles de miles en Abilene, y que, a la sazón, a causa de haberse descubierto que Ellsworth era un mejor mercado debido a que la ruta, aunque más larga, poseía más agua y unas extensas praderas más asequibles para el ganado, había adquirido, sin saberse cómo, una categoría comercial de primer orden.
Ella era una muchacha morena, fina de busto, de negro y lujurioso cabello que se rebelaba a ser aprisionado bajo el blanco casco de su sombrero vaquero, cuyas alas sombreaban un rostro curtido por el sol, pero suave y terso como cuadraba a su juventud. El fulgor de unos ojos fieros y dominadores chocaba con la sombra del ala del sombrero taladrándola fieramente, y la viva y adelantada barbilla, sobre la que se ceñía la cinta de seda negra que servía de barboquejo, denotaba en ella todo un carácter difícil de dominar. Montaba una preciosa jaca castaña, fina de cabos y ancha de pecho, que parecía una estatua clavada sobre el montículo.
Abro juego con veinte dólares, Ring—apuntó suavemente Harold Poland después de echar un furtivo vistazo a sus cartas apenas separar unas de otras. John King Fisher, hizo lo propio con las suyas y replicó de modo indiferente: —Creo que puedo arriesgarme a subir otros diez, Harold. Tú dirás si te parece bien. Si tienes deseos de perderlos, puedo aceptar y aumentar la puesta. Me quedan veinte más y me los juego. Tanto me da quedarme sin ninguno, aunque espero reunir ciento entre los dos.
Un precioso caballo bayo se detuvo a la puerta de uno de los más frecuentados restaurantes de Fort Sumner y de él descendió un joven de unos veinte años, simpático de rostro, alegre de ojos, vivo de sonrisa y elegante de busto. Vestía una chaquetilla ceñida que moría en su flexible cintura, un rojo pañuelo anudado graciosamente al cuello, unos pantalones azules muy ceñidos que se enfundaban en su parte baja en el alto cuerpo de sus lustradas botas y un bonito sombrero gris perla, recto de alas y redondo y achatado de copa. A la cintura ceñía un cinto de cuero mexicano con dos colts del 45 pendiendo muy bajos.
Sam Bass, un tipo de hombre joven, no pasaría de los veinticinco años, alto y espigado, moreno de rostro, alegre de ojos, fino de sonrisa y esbelto de porte, escuchaba distraídamente el mosconeo de su compañero de mesa. Tenía junto a él un vaso a rebosar de bebida sin haberla catado siquiera y sus grandes y luminosos ojos se fijaban con insistencia en el abierto vano de la puerta, a través del cual se distinguía parte de la calzada envuelta en una nube de polvo irisado. Sam parecía sumido en pensamientos más lejanos que su compañero de mesa y se limitaba a mover su pie derecho, bien calzado con unas altas botas de cuero de fino tacón rematado por espuelas de rodela. Aquel movimiento denunciaba impaciencia, pero salvo este detalle, nada en su rostro hacia adivinar que estuviese a punto de estallar como un barreno.
JULESBURG, conocido también por el nombre de Overland City, en el Paso del Platte del Sur, era una ciudad populosa y tumultuosa, situada en la misma divisoria del Colorado, a unas cien millas en línea recta de la frontera con Wyoming. Antiguo paso obligado de las pesadas diligencias de la «Pony Express» antes de empezarse el trazado del Unión Pacific, gozaba de fama y movimiento, y a ella afluían infinidad de marchantes que cruzaban Colorado, o se dirigían a Wyoming, camino de Utah.
Fue un caso curioso y lleno de misterio a la par. En la serenidad de la tarde que moría en un magnífico apoteosis de nubes cárdenas inflamadas interiormente en fuego, mientras al Norte el cielo se iba tornando de un azul suave y un descarado lucero empezaba a titilar como un diamante perdido, el silencio augusto de la pradera se vio turbado por un silbido tenue y prolongado que murió en una vibración metálica rara y agorera y sobre el viejo tronco del centenario castaño donde William Cody se había sentado a reposar fumando plácidamente su negra pipa, quedó clavada reciamente una larga y mortífera flecha india, que una mano invisible había disparado con tanta puntería, que la aguda flecha quedó hundida profundamente a menos de un centímetro de la espesa y larga cabellera del joven.
El cochero, un hombre grueso, tostado de rostro, grande de manos, con las ralas barbas cubiertas de polvo, dormitaba sobre el asiento, mientras el vigilante a su lado, con las sacas de la correspondencia entre sus largas piernas, vigilaba el paisaje realizando terribles esfuerzos para no entregarse también al sueño. La jornada había sido terrible. Unos indios o bandidos de las Rocosas—no se sabía ciertamente, pues el ataque se había realizado de noche—hirieron gravemente al cochero antes de llegar a un puesto de recambio, cincuenta millas al interior. Fue una lucha rápida y dramática que apenas si duró algunos minutos. Los emboscados trataron de detener la diligencia. Cochero y conductor replicaron a tiros en la oscuridad de la noche, guiándose por el siniestro reflejo de los disparos de los asaltantes, y hasta captaron un rugido sordo de dolor, pero no pudieron ver ni comprobar más. El cochero, alcanzado en el pecho, estuvo a punto de caer del alto pescante, pero realizando un supremo esfuerzo mantuvo las bridas entre sus manos y fustigó a los alocados caballos, que trotaron en la oscuridad como centellas. El vehículo dejó atrás el peligro del asalto y siguió hacia el puesto, donde el cochero, gravemente tocado, hubo de quedar abandonado a su suerte, pues los medios curativos que se poseían en los puestos de recambio eran empíricos y nulos.
Algunos tenían la cabeza entrapajada, otros los brazos apoyados al pecho, pendientes de sus rojos pañuelos, varios se habían atado reciamente las piernas con cuerdas y pedazos de camisa para contener la hemorragia de sus heridas, y en el fondo, derrumbado sobre un tosco lecho de agujas de pino, yacía febril y delirante un guapo mozo de unos diecisiete años, alto y espigado, de carnes duras y rostro tostado por el sol y el aire. Había recibido dos balazos, uno en un brazo y otro en el pecho, y la fiebre le obligaba a delirar. En su delirio hablaba de cargas contra el enemigo, de duras peleas, daba órdenes tajantes y mezclaba consejos sobre la mejor forma de distraer una punta de ganado por los cañones de Kansas o de desenfundar el revólver con más rapidez y eficacia.
Lo mismo para el bien que para el mal, el número 13 había sido decisivo en la vida y muerte de Bob Tait. Nacido un 13 de diciembre, en un rancho de Nuevo México, contaba 13 años cuando su padre pasó a mejor vida y quedó con su hermano Travis bajo la tutela de su tío Sam, el cual asumió la dirección del rancho y trató de que sus dos sobrinos se hiciesen hombres de provecho para, en su día, entregarles la hacienda paterna que debía continuar floreciendo bajo su custodia. Pero Bob era un carácter rebelde a toda disciplina. Desde el primer momento se declaró antagónico con su tío, no admitiendo la férrea disciplina que éste trató de imponerle y justamente el día que cumplía 13 años desapareció del rancho con un caballo, un revólver al cinto y un saco en el que había metido sus más imprescindibles prendas, algunas vituallas y 13 dólares que poseía por todo capital.
Dorothy Finglas sintió un hondo estremecimiento de frío en todo su cuerpo. A pesar del recio abrigo de paño que se ceñía a su bien torneado busto, algo impalpable, pero molesto, se filtraba por las rendijas del vagón helando dentro de él la temperatura; El otoño estaba ya bastante avanzado, pero no tanto que justificase aquella frialdad en el ambiente. Se rebujó en el rincón del coche y trató de prestarse algo de calor en una postura de felino perezoso enroscado junto a un brasero.
Para Dick Burke, lo sorprendente no fue lo que el sheriff Bell le dijo, en el momento en que se disponía a abrir la celda, sino la forma de decirlo. Causaba la sensación de que para darle aquella noticia, había cambiado de traje, se había lavado e incluso se había peinado aquel mostacho blanco y amarillento, teñido por el humo del tabaco. Hasta había desaparecido de su voz aquella antipática carraspera con que le hablaba desde que tuvo el honor de conocerle, exactamente veinticuatro horas atrás. —Tiene usted visita, señor Burke…
Un poco tarde se dio cuenta Wayne Crelle de que su caballo estaba realizando el último esfuerzo de su ya gastada vida. El animal, fuerte y poderoso, pero ya viejo y sin nervio para dilatadas carreras, se estremecía con violencia al trotar, arrojaba verdosa espuma por el belfo, se inclinaba como si fuese a caer de modo definitivo al avanzar, aunque luego, por un poderoso esfuerzo de voluntad, consiguiese recobrar el equilibrio y relucía como el ébano a consecuencia del sudor que inundaba su cuerpo. Wayne se dio cuenta de ello cuando ya la ciudad se hallaba a la vista. Desde el recodo de la senda que acababa de doblar, distinguía en la tarde brumosa, muerta en luz por los plomizos nubarrones que se corrían hacia el Oeste, el conglomerado de edificios que, en el fondo gris del paisaje que le rodeaba, adquirían un tono opaco y poco alegre, a pesar de su hacinamiento y variedad. La senda, como todo el paisaje, estaba embarrado, el agua había caído con furia durante dos días; también el fornido cuerpo de Wayne acusaba las huellas de los martirizantes chaparrones, pero esto no importaba nada al jinete. Era duro y recio, había soportado toda clase de fatigas en su joven, pero exuberante vida, y no era el agua inofensiva cuando caía disgregada del cielo lo que le podía producir miedo.
Flack de nombre Wess, lanzó un potente ¡soo! que debió oírse media milla más adelante, y obligó a la cansina pareja de ancianos caballos que guiaba a detenerse. El carromato, un vetusto armadijo de tablones añosos y medio podridos, que se sostenían en conexión sobre las chirriantes ruedas por un milagro de simpatía más que de unión, se detuvo también rechinando agriamente como si protestase contra el continuado servicio que se le obligaba a prestar, y Wess se limpió con un enorme pañuelo, de franjas rojas y azules, el sudor que perlaba su frente. El día estaba bochornoso. El sol, como una hoguera de infierno, lucia en un cielo esmeralda, limpio de nubes, y la poca brisa que soplaba del lado de la divisoria, en lugar de portar la caricia del agua, parecía el rescoldo de una lumbrarada. En tanto que el vetusto vehículo había rodado junto a la margen del Colorado, aquella temperatura saturada de fuego había resultado soportable para Wess debido a la caricia mansa del auro del río; pero desde el momento en que dejó a su izquierda el Colorado y derivó hacia el Este, en busca del próximo poblado, el ambiente se había resecado, la atmósfera aparecía más cargada de agobio y de electricidad, y sus pulmones parecían encogerse por la presión de una mano invisible que les impedía absorber el aire preciso para su funcionamiento.
Cox, el subalterno del sheriff, iba tan atolondrado que no pensó que en aquel momento pudiese haber al otro lado de la puerta alguien dispuesto a salir. Así es como se produjo el choque. Cox fue quien llevó la peor parte, pues, mucho menos pesado que el otro, salió disparado, como empujado por una catapulta, y fue a quedar tendido en medio de la acera
La diligencia del Middle, nombre por el que se le conocía en la región, era un cuarteto de vetustos vehículos, grandes, pesados, descoloridos, pero de fuerte armadura, que hacían el recorrido desde casi el centro de Nebraska, partiendo de Dunning, para rendir viaje en Marsland, a doscientas millas del punto de arranque y ya casi en el límite de la región, a cincuenta millas por el Norte de Dakota del Sur y a otras cincuenta por el Oeste de Wyoming. Dos carruajes hacían el viaje de ida, mientras otros realizaban el de vuelta, que duraba una semana, y el nombre de la línea, obedecía a que los coches corrían paralelos al río Middle durante la mitad de su viaje y la otra mitad la recorrían por el valle, dejando el río a la izquierda conforme avanzaban hacia la divisoria. Parte del recorrido parecía casi innecesario por hacerlo siguiendo la línea del ferrocarril, que recorría el mismo trayecto hasta Séneca, pero allí la línea férrea descendía hacia abajo apartándose de un sector bastante poblado y la diligencia suplía esta falta, poniendo en comunicación, con el resto del Estado, a los pueblos diseminados en este trozo de valle.
Corría el año 1870. Chicago era una ciudad que nada tenía que envidiar a las ásperas del Oeste en cuanto se relacionaba con el hampa. Los mismos hombres broncos, el mismo vicio, la misma carne de cordel adueñándose de la ciudad e imponiendo sus métodos y sus egoísmos, el mismo ambiente de podredumbre sin camisas a cuadros o sombreros vaqueros, pero en el fondo idénticamente igual a un San Francisco o un Virginia City en la época más floreciente de las minas y el desorden. Era un momento culminante en el que todos estaban muy lejos de sospechar que el soplo purificador que había de barrer tanta lepra y tanta podredumbre se estaba incubando en un establo y que sería una vaca rebelde a ser ordeñada, la que con una voz inocente habría de cocear a todo un enorme poblado sumiéndole en el fuego, la ruina, la muerte y el pánico. El corazón de Chicago, lo que más tarde sería lo más nuevo, moderno y sorprendente de la época, era entonces el barrio más pobre, más sórdido, más sucio y más canalla del mundo.
Le llamaban Cimarrón por dos motivos…El primero, porque estaba escondido entre unos matorrales a la orilla del río de ese nombre cuando la partida de tramperos que acaudillaba descubrió los restos de la caravana en que él viajara. Dicha caravana había sido atacada, destruida, saqueada e incendiada por una partida de comanches en el amanecer de aquel mismo día, y el único de sus miembros que quedaba vivo era Cimarrón. A su lado, y todavía caliente, estaba el cuerpo de una joven y hermosa mujer que debía ser su madre. La muerta se arrastró allí sin duda con su hijo aprovechando el caótico desbarajuste del asalto, y no fueron descubiertos por los injúns. Ella tenía una herida de bala en un muslo y una flecha atravesándole el pulmón derecho, y había muerto desangrada… pero salvando a su hijo.
CUANDO CLARE Alien llegó a Crescent no detuvo el «suiky» delante del almacén Hanson, tal como pensaba hacerlo en un principio. Y el motivo de que no lo hiciera y continuase adelante hasta detenerse ante el hotel, manteniendo la cabeza erguida y la mirada al otro lado de la calle, no fue otro que la presencia delante del almacén de un hombre que le disgustaba extraordinariamente. El hombre se llamaba Hook Milton y era dueño del rancho «Doble Flecha», lindero con el «High Kill», que gobernaba ella desde la enfermedad de su padre un año antes. Si había en el mundo alguien con quien la muchacha no deseara cambiar una palabra, ése era ciertamente Hook Milton.Pero su conducta no resolvió nada en absoluto. Pudo comprobarlo en cuanto, tras atar los caballos al palenque, se dispuso a subir a la acera. Hook se había movido hacia el hotel con rápidos pasos y ahora estaba esperándola delante de la puerta del mismo con mal disimulado enfado.