Bud Raines había nacido con el 'Colt' en la mano, según afirmación unánime de todos los habitantes de la región. No nos atrevemos a asegurar que materialmente esto hubiese sucedido así, pero metafóricamente, nadie se hubiese permitido asegurar que no fuese cierto. La mañana que vino al mundo en un alegre pueblo pegado a uno de los grandes recodos que forma el río Colorado, denominado Gran Canyon, entre las reservas indias de Havasupai y el pequeño Colorado, su abuelo, el viejo Kelly, afirmó muy serio al observar que Bud venía al planeta mordiéndose ferozmente ambos puños: —Miradle, pobrecito; viene rabioso porque no ha podido salir disparando un buen 'Colt' del 45, como toda su familia.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Reb Shelby detuvo, ante un pequeño arroyo que se había helado en su cauce, el brioso caballo que montaba y echó un vistazo al otro lado. Sobre una gruesa y devastada rama de árbol que los vientos fríos del Norte habían medio inclinado, se destacaba una descolorida pancarta, y en ella, unas letras medio despintadas por la lluvia le advertían que aquel terreno pertenecía ya a Nueva México.
Carson era un viejo amigo de su padre. Juntos habían luchado mucho en la vida para abrirse paso en ella y, si bien la fortuna les había sonreído sin excesos, nada le debieron al esfuerzo ajeno, sino al propio. Los dos habían trabajado como fieras y los dos levantaron una pequeña fortuna a costa de muchos sudores. Carson, inclinado al comercio, consiguió instalar un buen almacén en Trinidad, una de las ciudades más importantes del Estado, y defendía su negocio con holgura. En cuanto a Linck Helman, el padre del joven, sus aficiones se inclinaron por las minas, en las que había trabajado mucho hasta reunir un pequeño capital que le permitió retirarse del trabajo rudo de los yacimientos, actuando como intermediario para la venta del carbón.
No tenía competidor alguno en muchas millas a la redonda en aquel trabajo pesado y monótono, que muchos habían desdeñado sin darle importancia, pero él, que se había procurado una excelente clientela y que era un hombre paciente y calmoso cuando las circunstancias lo requerían, vio en aquella exótica profesión una fuente de ingresos que le permitía vivir de modo independiente y la abrazó, porque precisamente su espíritu se avenía muy mal con trabajos en que tuviese que estar pendiente de los caprichos, las venalidades y los malos humores de los patronos.
Cuando Tiger Corbell penetró aquella noche en el saloon Bleau, lo hizo mecánicamente, sin apenas darse cuenta por qué entraba allí, ni qué pintaba en aquel garito animado, poblado de risas, voces y música y teniendo como contrapunto el tintineo de las monedas de oro al rozar de la ficha en el ir y venir incesante de la raqueta del croupier. Estaba harto de galopar por la llanura y los terrenos escabrosos, dejando a su espalda muchas millas que significaban su libertad, al menos de momento, pero una libertad muy en precario, porque sus posibilidades económicas que habían sido pocas en el arranque de la huida, ahora estaban agotadas completamente.
—Mi querido amigo, esta vez voy a jugarme hasta los tres mil dólares en mi baza. ¿Se arriesga?
King bostezó. Siempre bostezaba con igual delicadeza y aburrimiento cuando un adversario le retaba de tal modo. La experiencia no era nueva para él. Y jugando con Jean D’Armignan, todo era posible. Pero ello no le impedía bostezar y responder apenas se le cerró la boca:
—No sea chiquillo, monsieur. Puedo ganarle si me arriesgo. Creo que sería mejor que pasase usted...
Jean D’Armignan sonrió. El francés, de cabellos rojos y mirada verdosa, tenía una sonrisa belicosa. Sus enjoyados dedos tintinearon contra las pilas de monedas cuando alargó aquel montón de piezas de oro.
Asomada a la veranda del rancho Kay dejaba pasear distraía la mirada de sus ojos azules por el horizonte sin fin, bañado en el resplandor cárdeno y dorado de aquella suave tarde estival llena de paz y poesía. El toldo del corrido balconaje le había estado preservando de los ardientes rayos del sol toda la tarde mientras cosía, cara a la dilatada y verde pradera moteada de árboles frondosos, donde los pájaros en una alegre algarabía empezaban a cobijarse a aquella hora vesperal, en que la tarde moría sin transiciones, como un enfermo que luchando minuto a minuto por la vida se entregase a la nada en una renunciación infinita sin fuerzas para sobrevivir.
El viajero clavó los ojos en el pintoresco letrero clavado a un lado del polvoriento camino. Estaba hecho de tablas pintadas de blanco, y sobre él campeaban las letras rojas, muy bien trazadas.
“Forastero: Si eres inteligente, vuelve grupas a tu caballo. Si no lo eres, sigue adelante.”
Encogióse de hombros el viajero, se encasquetó mejor el amplio sombrero tejano y prosiguió adelante al lento paso de su montura.
Aquella tarde fría y desapacible de principios de otoño, cuajada de negros nubarrones que amenazaban con descargar cataratas de agua, cuando el cadáver de Jonas Risdon recibió piadosa sepultura en el pequeño cementerio de Fall Brook, el espectro de la muerte surgió de la pequeña tumba para vestir de cow-boy. Era algo que solo el muerto había demorado y podía seguir demorando de continuar con vida y que en el ánimo de todos había sido decretado, aunque nadie hubiese tenido tiempo de publicarlo.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Soc Toomey se volvió rápido al oír a su espalda la tajante pregunta y abrió enormemente los ojos al verse frente a una muchacha de unos veintitrés años, de una belleza poco común, sobre todo para él que no recordaba haber visto muchas mujeres como la que tenía delante, mirándole enérgica y amenazadora y presentándole sin vacilación el cañón de un pequeño revólver. Toomey olvidó el arma que podía dispararse en la fina y blanca mano de la muchacha y la examinó con atención.
Ellsworth, en el centro de Kansas, a cinco millas escasas del famoso río Arkansas, se había convertido por arte de magia en uno de los poblados más importantes y visitados de todo el Estado. Este milagro habíase operado al socaire de los famosos cornilargos, que un año antes entraban por miles de miles en Abilene, y que, a la sazón, a causa de haberse descubierto que Ellsworth era un mejor mercado debido a que la ruta, aunque más larga, poseía más agua y unas extensas praderas más asequibles para el ganado, había adquirido, sin saberse cómo, una categoría comercial de primer orden.
—TRÁIGAME a Cassidy vivo o muerto, Logan —había dicho el mayor Russell. Y él, Robert Logan, más conocido por “Tracer” Logan, había asentido sin que su rostro denotara sus emociones. —Haré cuanto pueda, señor. —Haga más. Ese hombre se ha burlado de los mejores sabuesos de Texas, se ha escapado de tres cárceles y un penal. La gente comienza a preguntarse si no será demasiado listo para nosotros. Y no quiero aureolas de héroes en torno a un delincuente. El mayor tenía un rígido punto de vista con respecto a los hombres que saltaban la divisoria. Según él, no había diferencia entre un ladrón de vacas, un pistolero y un hombre de sangre ardiente con las manos demasiado rápidas…
El ferrocarril se deslizaba raudo por la dilatada llanura del este de Oklahoma, desde la frontera con Arkansas a la de Texas. Era aquél un terreno que en poco tiempo había adquirido una enorme preponderancia comercial, a causa de los yacimientos petrolíferos que habían ido brotando casi de modo natural y que transformaron una región medio ganadera, medio agrícola, en una dilatada explotación del oro negro.
Iba casi vacío el tren que descendía hacia el Sur, camino de la frontera de Texas. El invierno era crudo, el viento soplaba con inusitada violencia y arrastraba gruesas gotas de lluvia, que eran como helados alfileres al azotar los rostros. En uno de los coches de tercera viajaba un individuo que, a juzgar por su atuendo, debía ser un vaquero.
Cuando Alphonso Flint, el arriesgado e intrépido hombre de negocios, recibió en su despacho la noticia de que un rival desconocido hasta entonces le había eliminado en la subasta para la adjudicación de la línea de diligencias proyectada, desde Burwell, en la parte central de Nebraska, hasta Crawford, a poca distancia del ángulo que formaban las divisorias de Wyoming y Dakota del Sur cerca del río Loup, su rostro, ya apigmentonado de por sí, se tornó más rojizo y sus grises patillas en forma de hacha temblaron al vibrar todos los huesos de su rostro. Era la primera vez en su larga carrera de especulador, que alguien le daba la batalla ganándosela y esto era algo que él no estaba dispuesto a consentir. Estaba seguro de que no había nadie con dinero capaz de arriesgarlo para el tendido de aquella línea de diligencias, por una zona poco frecuentada, pero cuajada de pueblos importantes que clamaban por una comunicación organizada, y el pliego de condiciones que había presentado le parecía el más beneficioso que se podía presentar, aunque él sabía que pudo mejorarlo bastante, pero la seguridad de no tener competidor le hizo mostrarse duro y egoísta y ahora empezaba a tocar las consecuencias.
Eran las diez y media de la noche, cuando el tren mixto de viajeros y carga partía de la estación de McAlester en la parte este del Estado de Oklahoma. Lionel Bates, había embarcado su caballo en el vagón destinado al ganado y luego había buscado en un vagón donde hubiese espacio suficiente para poder tumbarse con comodidad y dormir a pierna suelta hasta que el tren cruzase la divisoria de Texas.
Set Daffie, de cara siniestra y larguirucho cuerpo, refunfuñó algo y se fue al mostrador, mientras su jefe, sentado a una mesa, vaciaba de un trago media botella de «gin». Sin preocuparse de la atención que había puesto en su persona el peligroso bandido Daffie, continuaba Vance su francachela. Estaba rodeado de las más bellas damitas que pululaban por el «Doll’s Saloon», que hervía de gente en aquella tarde de fiesta.
Cuando Larry Elston detuvo su polvoriento caballo a la puerta de la única y humilde posada de Utica, en el Estado de Kansas, estaba muy lejos de sospechar que en lugar de alcanzar la meta sedante y tranquila que había estado soñando durante todo su largo viaje, iba a poner los pies sobre un barril de pólvora con la mecha al lado y que la explosión le iba a alcanzar cuando menos lo esperase. Para Elston, la vida, durante sus últimos cinco años y ya contaba veintiocho, había sido una pura aventura nada agradable. Se enroló en el ejército del Norte apenas dio comienzo la guerra de Secesión, peleó en los lugares de más peligro recibiendo tres heridas en tres acciones, y si bien de las tres había salido con vida, fue a costa de unos cuantos meses de hospitales.