Max Parkman es un niño autista, de inteligencia brillante, emocionalmente frágil y agresivo, pero perfecto a ojos de su madre. Hasta que lo acusan de asesinato. La abogada Danielle Parkman sabe que el comportamiento de su hijo adolescente, Max, ha estado empeorando últimamente. Ha tomado drogas y se ha vuelto violento. Sin embargo, no puede aceptar el diagnóstico que le dan en una importante clínica psiquiátrica del país: que su hijo tiene una grave enfermedad mental y que es peligroso. Hasta que encuentra a Max inconsciente y ensangrentado junto a la cama de otro paciente que ha sido brutalmente asesinado. Danielle se ve atrapada en un mundo de dudas y de miedo. Las autoridades le impiden ver a Max y comunicarse con él, pero ella se aferra a la certeza de que su hijo es inocente. Sin embargo, ¿puede ser que ella también haya perdido el contacto con la realidad? ¿Es su hijo, realmente, un asesino? El sistema legal los está cercando, pero Danielle saca fuerzas de flaqueza y comienza a investigar para descubrir la verdad, sea cual sea. Antoinette van Heugten combina la ternura y el indisoluble lazo entre madre e hijo en una novela de trepidante acción.
es una historia de locura, deseo, crudeza y venganza, que cuestiona la capacidad de los seres humanos de cruzar los límites. Marina es una coreógrafa, casada, con tres hijos y una vida convencional. José Cuauhtémoc proviene de los extremos de la sociedad, un homicida condenado a cincuenta años de cárcel, un león detrás del cristal, siempre amenazante y listo a atacar. Entre ambos se desarrolla una relación improbable. Poco a poco ella entra en un mundo desconocido hasta que desciende a las entrañas mismas del fuego. Escrita desde diversos puntos de vista, esta novela de tintes shakespearanos, con ritmo trepidante y gran tensión, relata las paradojas de un país y las contradicciones más feroces de la naturaleza humana. Es también una novela sobre las posibilidades del amor y la esperanza.
¿Es posible SANAR las heridas de un pasado todavía presente? Gimena tiene un espíritu libre y, aunque lleva consigo sus propias tristezas, lucha para que nada la detenga. Amenazas, traiciones y ecos del pasado le harán trampa en su camino al amor. ¿Podrá el perdón tender un puente hacia el futuro?
—Lo que no me explico, mamá, es cómo van a vivir contigo. —Lo he decidido así. Prefiero tener a mi enemigo cerca, que lejos. Así sabré mejor lo que piensa y lo que decide. —¿Está Susan de acuerdo? La dama miró a su hija mayor, severamente. ¿Y qué remedio le queda? —gritó, un tanto exasperada—. ¿Con qué dinero cuenta para poner un piso aparte? Ni él tiene un chelín, ni Susan, si yo no se lo doy. La herencia de vuestro padre la entrego si me da la gana. No estoy obligada a hacerlo mientras viva. —Lo sé, mamá. —Pues entonces debes suponer que Susan, por una vez en su vida, tendrá que hacer lo que diga yo.
En el año 2060, las sofisticadas herramientas de investigación pueden ayudar a atrapar a un asesino. Pero hay preguntas que ni siquiera las más avanzadas tecnologías pueden responder. Ridley Pearson ha elogiado el suspense de J. D. Robb, calificándolo de «tenso» y «estremecedor». Su última novela impone un nuevo nivel en el suspense, cuando un párroco durante la misa de un funeral católico se lleva el caliz a los labios… y cae muerto. Cuando la teniente Eve Dallas confirma que el vino consagrado contenía cianuro de potasio, está decidida a resolver el asesinato del padre Miguel Flores, pese al desasosiego que le produce el entorno. No son los supermercados ni las casas de empeño lo que le inquietan, aunque el barrio dista mucho de la mansión de piedra que comparte con su multimillonario marido, Roarke. Lo que le incomoda es el aura de santidad que rodea San Cristobal. El registro del espartano cuarto de la víctima no revela casi nada, salvo una medalla religiosa con una misteriosa inscripción cuidadosamente escondida y un par de pasajes subrayados de la Biblia. La autopsia revela más: leves cicatrices de heridas de arma blanca, un tatuaje borrado… y evidencias de cirugía plástica, lo cual sugiere que el «padre Flores» podía no ser el hombre que sus parroquianos creían. Ahora, mientras Eve une las pistas que insinúan conexiones entre bandas y un acto de venganza muy personal, cree estar haciendo progresos en el caso. Hasta que un segundo asesinato, delante de una congregación mayor de fieles, sacude los cimientos de toda la investigación. Y Eve debe descubrir quién ha cometido estos actos impíos y por qué.
«Tal vez no quería solamente un corazón ajeno para seguir viviendo, sino también un corazón ajeno para empezar una segunda vida».El sacerdote Luis Córdoba está a la espera de un trasplante de corazón. Es un cura amable, alto, gordo, pero su mismo tamaño hace que no sea fácil encontrar un donante. Como los médicos le aconsejan reposo y su residencia tiene muchas escaleras, recibe hospedaje en una casa donde viven dos mujeres, una de ellas recién separada, y tres niños. Córdoba, que es bueno y culto —crítico de cine y experto en ópera—, goza compartiendo lo que sabe con las mujeres sin esposo y los niños sin padre. Pronto se ve envuelto y fascinado por la vida familiar y, sin pretenderlo, empieza a desempeñar el papel de paterfamilias y a replantearse sus opciones de vida.Salvo mi corazón, todo está bien es una historia inspirada en un cura real que pone a prueba sus creencias y su optimismo inquebrantable en un mundo hostil. Su crisis existencial, en medio de personajes llenos de ganas de vivir, nos muestra una visión del matrimonio como una fortaleza sitiada: los que están adentro quieren salir, y los que están afuera quieren entrar.
¿Pueden dos almas decepcionadas del amor volver a sentir la emoción de un beso? ¿Es posible vencer los propios miedos cuando el precio es la felicidad?
Anthony Weller, marqués de Lansbury, se prometió a sí mismo que jamás se dejaría atrapar en la trampa de un matrimonio sin amor. Sin embargo, sus peores temores se verán puestos a prueba la noche que conoce a una joven que es todo lo que él desprecia.
Lady Fleur Thackary ha quedado marcada por un desengaño amoroso que ha condicionado su modo de ver a los hombres. Cuando una situación potencialmente escandalosa la obligue a estrechar lazos con el apuesto lord Lansbury, se verá envuelta en una misteriosa red de acontecimientos que pondrán a prueba a su propio corazón.
Una noche en un selecto salón que lo cambiará todo. Un hombre que luchará con todas sus fuerzas contra sus más tiernos sentimientos. Una mujer que tendrá que aprenderlo todo sobre el verdadero amor.
De nada sirve la obstinación cuando el destino te arrastra hacia la persona que estás destinado a amar.
Un oscuro secreto del pasado. Una vida llena de mentiras y sacrificio. Y un amor que colmará sus más insólitos sueños.
La vida errante es todo cuanto Charlotte Buckley ha conocido. Su voz la ha llevado a las más hermosas ciudades y ha cautivado corazones por todo el Continente. Sin embargo, el vacío que esa existencia provoca en su pecho empieza a ser tan profundo que ni siquiera la magia de la música puede silenciar el grito de su corazón.
Eric Chadwick, vizconde de Collington, no ha tenido que luchar por nada en su vida. Adora a su familia y disfruta de todos los placeres que su posición puede proporcionarle, pero no sospecha que la infelicidad pueda provenir de unos dulces y solitarios ojos verdes.
Cuando la famosa solista que actúa en el Salón Selecto más innovador de Londres lo rechaza a pesar de la innegable pasión que late entre ellos, Eric hará hasta lo imposible por convencerla de que es la vizcondesa perfecta para él, aunque para ello tenga que enfrentarla a su peor pesadilla.
¿Podrá Charlotte comprender a tiempo que el amor valiente y obstinado del vizconde es su única salvación?
Una joven convencida de que el amor la espera en otra parte. Un hombre dispuesto a cumplir una promesa, aunque eso suponga renunciar al amor.
A lady Helen Bowman, hija del conde de Wallpole, le gusta leer novelas románticas y odia la mentira. Mala combinación, cuando el hombre que desea su familia para ella es el individuo más falso que conoce, alguien que aparenta en sociedad ser el caballero perfecto, pero del que se rumorea que, lejos de los elegantes salones de Londres, como el Salón Selecto que ambos frecuentan, es un auténtico crápula. Por eso, considera que está en su derecho de defenderse, elaborando un plan que volverá imposible semejante matrimonio.
Lord Frederick Kerr, barón Wallace, ha dedicado su vida a la historia y a viajar, pese a la fama de juerguista que le ha dado su gran amistad con el tarambana de lord Ashmoon y el resto del Club de los Benditos, al que pertenece. No está interesado en debutantes, y menos en la joven Helen, a la que considera una niña mimada, pero la promesa hecha a su padre en el lecho de muerte le obliga a cortejarla, y está dispuesto a cumplirla, incluso en contra de la voluntad de la joven. Claro que, para su desgracia, no ha contado con la decisión y el ingenio de lady Helen.
Helen y Frederick creen que sí, pero, en realidad, no se conocen. ¿Serán capaces de verse de verdad el uno al otro, sin falsas apariencias, sin mentiras, antes de que sea demasiado tarde?
Ella lleva una vida de sufrimiento…Él prefiere evitar el amor…¿Será posible que el destino les dé una segunda oportunidad? Mariana Salisbury, alumna de la Escuela de Señoritas de lady Acton en Minstrel Valley aparece, tras varios años de ausencia, en penosas circunstancias. Un alma protectora la recoge de la calle una noche lluviosa.Donald Wetherall, marqués de Fairfax, volvía de celebrar una cena con sus amigos del Club de los Benditos, cuando se encuentra con una mujer desamparada. Para su sorpresa, se trata de la señorita Salisbury que en el pasado fue patrocinada por su madre, la duquesa de Kenwood. El marqués la acoge en su casa junto a su madre enferma.Mariana ya no es la misma joven del pasado cuyo único fin era obtener un gran enlace. Las penurias han hecho mella en ella, y en esos momentos, su único objetivo es salir adelante y proteger a su madre. ¿Mariana sabrá enfrentarse a la opinión de la alta sociedad?¿Será capaz de acudir al Salón Selecto y volver a bailar?
No todos los condes necesitan una esposa ni todas las condesas saben bailar.
Por un capricho del destino, Hope Levenfield se ha convertido en lady Hope, la hija del nuevo conde de Keensburg. Criada en un entorno rural, Hope apenas conoce las reglas de etiqueta de la alta sociedad londinense a la que ahora pertenece. Su mayor escollo, sin embargo, es verse en la obligación de asistir a las fiestas, porque adora bailar pero no tiene ningún sentido ni del ritmo ni de la coordinación.
Archibald Rockdale, conde de Ellsworth, está muy orgulloso de pertenecer al Club de los Benditos, aunque ni siquiera con sus amigos de la infancia ha compartido su mayor secreto. Para Archibald, encontrar una esposa apropiada no entra dentro de sus planes, al menos hasta que conoce a la alegre y refrescante lady Hope, una joven que no acepta bailar con nadie y que se escabulle de los salones sin ningún pudor.
Los planes están hechos para romperse y los misterios para ser desvelados, y ni Hope ni Archibald podrán resistirse a la tentación de resolver sus propios enigmas.
Él es el dios de la perfección. Ella es una diosa de la calamidad. Ambos tienen heridas que solo el amor puede curar, si logran sobrevivir a la maldición de enamorarse.
El marqués de Addington, lord Christopher Ransom, es conocido entre los miembros de la alta sociedad como lord Perfección. Todo lo hace bien. Es rico, atractivo, elegante y mortalmente aburrido… Hasta que una dama irlandesa pone su vida del revés.
Sangre maldita corre por las venas de los Rossmore, por eso lady Aileen ha preferido ignorar la maldición que acompaña a su apellido y vivir una vida tranquila en Kilkenny, su ciudad natal en Irlanda.
Sin embargo, el cariño hacia sus tías la impulsará a viajar a Londres para intentar borrar la maldición con un matrimonio por amor.
Pero ¿quién podría enamorarse de una mujer que solo atrae las desgracias?
«El escritor de diarios es, como se sabe, un seductor con mala fortuna en la vida. Ésa es la razón por la que acude, con delatora asiduidad, día tras día, al diario…». «En el diario se dicen las mismas mentiras que en cualquier otra parte. Más incluso, porque las que nos decimos a nosotros mismos tienen mal remedio. Y por lo mismo, no se dicen más verdades», se lee en este libro.
Cuando escribía mi diario, sabía que tarde o temprano se publicaría, de manera que no sería raro sorprenderme en alguna de sus páginas componiendo el gesto, como cuando sabemos que van a sacarnos una fotografía.
Lo más difícil, en estos casos, es la naturalidad. La naturalidad no es lo mismo que la indiferencia. Es curioso observar en qué fotografías nos encontramos favorecidos y en qué otras no. Es algo en lo que generalmente no se suele coincidir con la gente. Los demás nos ven de una manera y nosotros nos vemos de otra. Es una vieja canción, a la que sólo nos cabe cambiar de vez en cuando la letra. La misma música con distintos collares.
«Locuras sin fundamento es la continuación natural de El gato encerrado, una vuelta más del río de la vida; río o arroyo, que eso aún está por ver.
»“Suponer que lo que nos pasa cada día es digno de figurar en letras de molde, yo creo que tiene que ser una fantasía y una de esas raras, fatales y absurdas locuras sin fundamento», se dice en las tres primeras líneas de este libro, y en la solapa de El gato encerrado el autor sostenía que «en un diario se dicen las mismas mentiras que en cualquier otra parte. Más incluso, porque las que nos decimos a nosotros mismos, tienen mal remedio. Y, por lo mismo, no se dicen menos verdades…”. Así es.
»Como entonces, al autor le habría gustado, si acaso la tuvo alguna vez, no perder la naturalidad en sus anotaciones, la llaneza de la que hablaba Maese Pedro. Uno se conformaría si en este libro no se leyera una sola frase solemne ni una que no fuese sincera. Sincera, es decir, mentira o verdad aparte. No hay virtud mayor que la llaneza, ni en la literatura ni en la vida, ni en la novela de la literatura ni en la novela de la vida.
»Con tenacidad se persigue en estas páginas una y otra. Solo la libertad de escribir y de vivir no es una fantasía ni una locura sin fundamento, aunque nadie que no se mire con humor podrá nunca ser libre. Libre del peor de los amos: uno mismo. No hay más novela que esa del humor. Ni más poesía que esa novela».
Cuando se anotan con cierta regularidad los sucesos de cada día y al cabo de unos meses se hace arqueo, somos nosotros los primeros en sorprender que ese que ha escrito el diario parece haber vivido mucho más que uno mismo. A un diario le viene a suceder lo que a las campanadas de un reloj: cuando son muchas y agrupadas se oyen mejor que cuando son pocas, y también ellas parecen entonces más acompasadas, decididas, netas.
Al ver reunida nuestra vida llega incluso a figurársenos más armoniosa y rotunda, y no porque en verdad lo sea, sino porque es diferente: se vive más cuanto más se recuerda.
De manera que ya estamos así de lleno en el terreno de la literatura, de la novela. No es preciso mentir ni inventar. Llegados a un punto, la vida misma, de tan real, nos parece una ficción.
Un amigo, un alma caritativa, corrió a decirle al editor de este Salón de Pasos Perdidos, con ocasión de la publicación de Locuras sin fundamento, que había sido gran absurdidad e ilusionismo menudo obstinarse en la publicación de un segundo tomo, cuando ya existía otro primero muy parecido. ¿Qué pensaba? Mi vida es rutinaria, sin sobresaltos externos y acomodada en la precariedad, pero jamás se me ha ocurrido acortarla por ello, de la misma manera que no pienso arrancarme un ojo solo porque tenga otro bastante parecido.
En las solapas de los tomos anteriores incluí este fragmento explicativo: «En las viejas casas había siempre un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de retratos, cada uno empapelado o pintado de un color, con unos muebles apropiados y decoración idónea… En estos palacios españoles, un tanto vetustos y destartalados, había también un salón que llamaban de Pasos Perdidos. La casa que no lo tenía no era una buena casa. Era el salón donde nadie se detenía, pero por donde se pasaba siempre que se quería ir a alguno de los otros. A mí me gustaría que estos libros se llamasen Salón de pasos perdidos. Libros en los que sería absurdo quedarse, pero sin los cuales no podríamos llegar a esos otros lugares donde nos espera el espejismo de que hemos encontrado algo».
Han pasado unos años y uno, con tendencia al ilusionismo, piensa ya en su libro no ya como un salón sino como una casa. Ocurre así siempre. Un diario sería, pues, como una casa, pero sería absurdo obligar a nadie a que nos hiciera la visita ni retener a nuestro lado a quien se quiere marchar, porque el que no quiere ir, nunca estará, y el que dice que se va ya se ha ido.
Con la aparición de Las nubes por dentro son ya más de mil páginas las que se vienen publicando de este diario, cantidad que es por sí misma cosa insólita en la literatura española, algo que llenará de admiración y pasmo a los venideros siglos.
Mil páginas de acontecimientos, relatos, novelerías, fantasmas, aforismos, hipocondrías varias y un irreductible sentido del humor que nos hace demasiado humana tanta tristeza como corre por el mundo. Por ello mismo no se habrán visto mil páginas donde se celebre tanto la vida, donde se la contemple con más amor, piedad y discreción.
El autor de estas páginas se toma en serio lo imprescindible y habla de sí mismo lo mínimo, aunque parezca paradójico. Siempre encuentra un pretexto para hacerlo de otra cosa: ya se sabe que los diarios solo los llevan gentes insatisfechas y con alguna clase de problemas.
Las solapas de los libros resultan necesarias, en unos casos, porque son los primeros momentos de contacto con el lector que habrá de acompañar a un autor toda la vida; también porque, en otros, pueden ser los primeros y los últimos, y nada más satisfactorio que ver alejarse a alguien que remanga la nariz al vernos, como esos entendidos taurinos cuya frase predilecta es: «no me convence».
El autor de este que ahora estás leyendo ha dicho en alguna parle, y si no, debería haberlo hecho, que sus diarios son una novela. En eso, naturalmente, hay poco de ilusionismo y de gitanería. Ilusionismo, porque ser novela es mucho, es serlo todo casi, la unión ideal de la vida y la poesía en un vértice sutil; y la gitanería, porque se ha dado cuenta que vivimos en un mundo en el que la novela lo es todo, y a todo se le llama novela, lo mismo a San Antón que a la Purísima Concepción, y que si no se es novelista, en la literatura del día, se es un pobrete.
Y sin embargo algo, y aun mucho, de novelesco hay en estas páginas: la vida se reitera, los personajes se declaran, las noches se abren y se manifiestan los días. Lo que hoy es misterio es mañana un acuerdo, los noes se vuelven síes, y todos, como en una de esas novelas ejemplares, se sientan al final, en buena armonía, para celebrar el nacimiento de una nueva jornada, que habremos de recorrer, la mayor parte, a solas.
Si no te has convencido, vete ya. No creo que este libro lo haga en cuatrocientas páginas. Si es lo contrario, si no es así, aquí va declarado lo que en las otras solapas se decía del título de esta obra:
«En las viejas casas había siempre un Salón Chino, un Salón Pompeyano, un Salón de Baile, otro de retratos, cada uno empapelado o pintado de un color, con unos muebles apropiados y decoración idónea… En estos palacios españoles, un tanto vetustos y destartalados, había también un salón que llamaban de Pasos Perdidos. La casa que no lo tenía no era una buena casa. Era el salón donde nadie se detenía, pero por donde se pasaba siempre que se quería ir a alguno de los otros. A mí me gustaría que estos libros se llamasen Salón de pasos perdidos. Libros en los que sería absurdo quedarse, pero sin los cuales no podríamos llegar a esos otros lugares donde nos espera el espejismo de que hemos encontrado algo».
A ese espejismo lo llamamos novela, y a ese algo, lo llamamos vida.
Quien escribe diarios, empeñado en llevar adelante su novela en marcha, tiende a ser unas veces un hombre de acción y otras un hombre contemplativo. Unas veces no puede sustraerse a la intervención y se zambulle en el río de la vida; otras, más a menudo, es alguien propenso a la observación, a la meditación, al ensueño, y él mismo se orilla en la ribera de los acontecimientos. No es infrecuente tampoco verle ser al mismo tiempo las dos cosas, un activista y un abstraído, al mismo tiempo un aventurero, un vagamundo, un diletante, y un paciente, un sedentario, como aquel perfecto pescador de caña, o como los mismísimos Caballeros del Punto Fijo.
He aquí resumida la historia, según nos la cuentan los científicos A. Lafuente y A. Mazuecos. En la expedición que llevaron a cabo los jóvenes marinos Jorge Juan y Antonio de Ulloa al Ecuador, comisionados por la Académie des Sciences de París, recorrieron la cordillera andina en busca de la línea ideal que divide el mundo en dos. A veces para sus mediciones era preciso que uno de ellos permaneciera horas y aun días enteros, inmóvil, al pie de su toesa, en la cumbre misma de un picacho, mientras otro, desde su observatorio en otra cumbre cercana, triangulaba las curvas de la Tierra y los decimales del Sol. Los indios de la serranía, que veían a los geógrafos ilustrados estarse quietos horas y horas mirando y calibrando con sus teodolitos y sextantes, empezaron a conocerlos como los Caballeros del Punto Fijo.
Es muy posible que la literatura le sea tan útil a uno como el ecuador, pero nadie puede dejar de reconocer que sin la poesía que une idealmente el vértice de dos montañas, la vida sería más triste y sombría. En cierro modo un diario está hecho también de triangulaciones: algo cercano, algo lejano y algo imposible; lo que conocemos y tenemos, a lo que aspiramos y tendremos o no tendremos, según el azar y el destino, y todo aquello que llamamos Ideal por inaccesible, justo lo que nos hace felices y desdichados al mismo tiempo, lo que hace que seamos unos hombres sueltos, del callejeo, del mundo, y sombras de rincón y de penumbra, sin que todo eso tenga una solución.
PARA muchos estos diarios son ya una novela, la novela de nuestro tiempo, porque solo lo que está vivo merece ese nombre, y los personajes de estos libros entran y salen de ellos como lo hacen esas criaturas, libres e insatisfechas, que vagan por los parques públicos, sin oficio ni beneficio, y así, Sin oficio ni beneficio, podríamos también titular esta novela en marcha. Cada día que pasa son más numerosas las sombras que cruzan este Salón de pasos perdidos. Muchas de ellas resultan sombras tan convincentes que parecen vidas, y únicamente porque lo son, el autor se ha fijado en ellas, porque las sombras, se dice aquí, son el alma visible de las cosas. Todos somos protagonistas de una novela, en la medida en que cada uno es dueño de una vida: ese es el principio de donde debieran partir todos los diarios. Y no hay diario de uno solo que no deba serlo de muchos más: ese es también el final a donde debieran conducimos todas las novelas. Sin embargo vemos cómo a menudo buena parte de tales existencias acaba por perderse para siempre no sabemos muy bien por qué razón ni cómo ni dónde, y eso es causa de insania, de perplejidad y de arroces desalientos, puesto que todo lo que nace singular no debería conocer jamás la fosa común. Este Salón de pasos perdidos busca desesperadamente redimir de un olvido seguro todos aquellos instantes irrepetibles en los que cristalizan a un tiempo con naturalidad y fortuna los trabajos y los días. Pero su autor lo ha repetido innúmeras veces: nada ni nadie cristaliza solo, y el escritor solitario es por definición un hombre solidario con la realidad y con la vida. De ahí que los diarios de alguien o son los diarios de todos los que van con él en ese viaje o no serán nada más que un ejercicio de irredenta egomanía, y hasta tal extremo se le han vuelto huéspedes sus propios diarios a su autor, que el prólogo que colocó al frente de este libro termina así: «Muchas veces he pensado que quien ha escrito estos diarios se parece muy poco a mí. A menudo los he visto, más bien, como un compañero de viaje que el azar ha puesto junto a nosotros, prójimo del que no se valoran especialmente ni los defectos ni las virtudes, sino la compañía, el que vaya a estar a nuestro lado ese tramo del camino que el destino quiso que fuese común». Y son los destinos comunes los que nos librarán, tarde o temprano, de las fosas comunes.
ES una caña, en sí misma, algo bonito y exótico, que no se parece a ninguna cosa, ni vegetal ni mineral ni animal, y resulta extraordinario que siendo tan insignificantes se les haya buscado a las cañas tantos acomodos domésticos y que, en su aparente simplicidad, el hombre encontrase en ellas el origen mismo de la armonía y del silencio, del número y de la poesía, desde la flauta de Pan al cálamo de Virgilio. Menos para lanzas, pues, han servido para todo, y no hay muchacho que no haya resistido un embate suyo, lo cual se dice aquí por si alguien asegura haber sido herido por tan flojas armas. Viniendo de una caña, todo, por ese lado, es menos.
Este Salón de pasos perdidos se va pareciendo un poco a un cañaveral, y su autor, sin querer, va, por obra de los años, convirtiéndose en un sembrador de cañas, algo bastante absurdo, pues es sabido que nadie en su sano juicio las siembra, y que estas nacen solas, junto al agua o en lugares propicios.
Las cañas son todas muy parecidas unas a otras. Estos libros también, pero, ¿quién no se ha sentido en alguna ocasión como ese pintor chino que insiste una y otra vez en la misma caña, a lo largo de su vida, sin preocuparse de nada más que de llegar a la médula, indiferente a todo menos a la zafia segureta? De cuantos nobles usos se les ha dado, palo de escoba, pito o cerbatana, arte de pesca o de caligrafía, al que escribió estas páginas le gustaría, para las suyas, la aplicación melodiosa, que en ellas sonase aquella música del rústico caramillo que escuchó en su niñez, en el término de Ruiforco, a un pastor de Vegamián. Embelesaba con él las soledades de los montes, la fidelidad de su mastín y la alegría del niño, y se hacía compañía mientras sonaba.
Como aquellas melodías, reiteradas, elementales y misteriosas, llegan de nuevo estas páginas a ti, lector solitario, fiel y alegre en lo que seas, poco o mucho, conforme o disconforme. Viene incluso este libro con sus ocho agujeros para que lo hagas sonar, y arrastres tras de ti, como hizo el flautista de Hamelín, la negra pesadumbre del mundo, mientras leyeres.
ENTRE las ingenuas ilustraciones de aquel viejo libro de Física estaba aquella de cuatro briosos caballos que trataban de separar dos bóvedas en las que se había hecho previamente el vacío. Si hubieran inyectado un poco de aire en tales hemisferios, el muchacho más flojo habría podido abrirlos. En el mismo manual se aseguraba que cualquiera de nosotros, con un punto de apoyo conveniente y una palanca idónea, podría mover el mundo con un dedo. Eran prodigios que nos hechizaban. Como aquella otra historia en la que un niño porfiaba sin alarde que podría meter todo el mar con una concha en un pequeño hoyo de la playa.
Supone el autor que su mundo es de elemental mecánica, sin sobresaltos vistosos ni artísticos, y confiesa no haber sido testigo aún de ningún asesinato que pudiese sutilizarle. Posee una gabardina, pero no es del todo vieja, los aeropuertos y las mujeres jóvenes le desazonan, lee los periódicos y la mayor parte de las novelas del día con impaciencia, y sus itinerarios sentimentales son de corto recorrido, como ha contado ya demasiadas veces: su vida solitaria y familiar, los paseos por media docena de barrios madrileños, siempre los mismos, las temporadas en el campo extremeño, las almonedas, los rastros, algunos libros nuevos y pocos pero escogidos amigos viejos… Y sin embargo cree él que tales pequeñas cosas puede hacerlas invulnerables al desgaste del tiempo y del presente si de ellas extrae el aire disgregador, la tempestad de los accidentes y prejuicios, las galernas de los malos humores.
Piensa también, o de ello se hace la ilusión, que esta novela en marcha podría ser ese punto de apoyo ideal, y que él, y que tú, el lector, pudierais ser una palanca para mover el mundo. ¿Con qué objeto? Esta es una pregunta que la Física no se haría nunca; a medias podría responderla la Filosofía y a medias la Poesía, si acaso. Sí, moverlo para orearlo un poco, por lo mismo que se cavan los rosales y se esponja y oxigena la tierra, con el sueño siempre legítimo de nuevas y más perfumadas flores que hagan el presente menos inhóspito y fugaz.