El pintor Pancho Ortuño tenía, hace años, una pequeña rehala de beagles y perros de muy variada estirpe venatoria. Cuando quería adiestrarlos se los llevaba al campo y allí, en una dehesa cercana al pueblo extremeño de Monroy, los soltaba durante todo el día, desde el amanecer hasta el crepúsculo. Los perros, por instinto, en cuanto encontraban un rastro, se lanzaban con entusiasta algarabía en pos de él, y no era en absoluto infrecuente que a veces se perdieran de vista durante dos o tres horas en lances que no siempre coronaban con éxito. Su dueño, guiado únicamente por una ladra cada vez más desvanecida, se limitaba entonces a seguir su jauría a distancia, distraído por los amenos y filosóficos panoramas de la naturaleza. Cuando llegaba el momento de recogerse, hacía sonar el cuerno de caza. En la soledad misteriosa de aquellos encinares, tan profundo y melancólico halalí parecía perderse no solo en la lejanía, sino en el medievo. Acudían disciplinados los sabuesos, se reposaban en el furgón y el cuerno de caza volvía a su bien talabarteada funda de cordobán. Era un cuerno de res en el que Pancho Ortuño, con extraordinaria minucia, había grabado a fuego una estampa conmovedora. Se veía, en medio de una pradera, a una liebre con las manos levantadas y las orejas tiesas, atenta y advertida, y debajo esta leyenda: «Do fuir»; dónde huir, palabras con las que manifestaron su desesperación y su congoja los enemigos de Gaston de Foix, el belicoso duque de Nemours, lanzado contra ellos en una codiciosa cuanto insensata persecución tras la batalla de Ravena en la que les acababa de derrotar. La literatura es un extraño viaje, y el que realizó ese epígrafe, desde aquel 11 de abril de 1512 hasta un cuerno de caza de hacia 1980, está lleno de la irrefutable poesía que ha unido para siempre el nombre de un capitán legendario, muerto a la edad de veintitrés años justamente en esa su más sonada victoria, y una liebre que mira el porvenir incierto desde su carpe diem.
Quien escribe esta clase de libros suele ser persona de esquina, de espera, mundaria, más que mundana, que Las ve venir y las ve irse. Si el novelista es acaso un ser agazapado y de rincón, lo mejor, para un diario de esta naturaleza, es ganar la calle, esa novelería. La esquina, vivida a lo largo de un año, da para mucho. Haga frío, calor, llueva, nieve, truene, en las noches serenas o en los días turbios, en los días claros o en las noches atormentadas, uno espera siempre el acontecimiento, el suceso feliz que nos cambie la vida, el giro copernicano en nuestros pequeños actos. La esquina, como metáfora, es magnífica, y a todos nos hace creer en la posibilidad de los quiebros, del antes y del después, de los buenos encuentros inesperados y de las despedidas gratamente prolongadas en ella; nunca esquinados, pero sí esquinarlos.Es posible que los libros callejeros, como los perros callejeros, no pudieran presentar su ejecutoria de limpieza de sangre, cierto, pero ahí están, con sus mil leches, corriendo, registrándolo todo, sacando sus conclusiones, cuidando del ruido del mundo con su silencio y con su guarda el sueño de las cosas.Van pasando los años y uno ve que el tiempo, siempre inclemente, no siempre nos es adverso; no lo es para las ruinas, que ennoblece, ni para algunas obras y para algunas vidas, que en la medida que caminan a su término, más grande, misterioso e inalcanzable hacen su propio confín.
Hace años el autor de este libro encontró en el Rastro otro, desnudo de su sobrecubierta, entelerido y provinciano, que llevaba por título el de Rapsodia de la Ciudad abierta, y el subtítulo de «Dietario lírico». El nombre que figuraba a la cabeza, Valentín Bleye, nada le dijo y poco le dice aún, pero sí mucho la ciudad castellana, Palencia, donde se escribieron esas páginas y donde se metieron en prensas, y mucho más le dirían y le harían sentir, cuando las leyó.
No es del todo frecuente que el arroyo nos traiga, como el fondo del mar en cierto relato oriental, perlas de un extraño fulgor. Asaltados por el milagro diario, uno ha de dejarse encandilar por lo que llega a nuestra deslucida existencia con su propia luz, y lucencia viva venía en muchas de aquellas páginas publicadas en el Diario Palentino entre 1943 y 1950.
Todo, desde el título al enunciado de los capitulillos, era una gloria. «Abierta llamó a Palencia Miguel de Unamuno», escribe Valentín Bleye en la primera línea de este verdadero Libro de horas, tal y como lo viera el también provinciano Vicente Risco, y abierto querría uno escribir todo lo suyo, como una ciudad a la que pudiera llegarse y de la que pudiéramos irnos, o en la que nos quedáramos siempre, si fuere tal el gusto.
Y eso le ocurrió al autor de este Salón de pasos perdidos con el dietario del palentino, en el que, entre otras cien pequeñas maravillas (a propósito de los pajareros, de las dulzainas o de los cipreses del Cementerio Viejo), halló la expresión de «fanal hialino» para una de esas mañanas en las que todo parece quieto y límpido, como la pintura de alguno de aquellos primitivos pintores flamencos que trajeron a Castilla el secreto de los crepúsculos y de las sensitivas azucenas.
Encontrará aquí el lector, acaso, algo de aquel prodigio, siempre activo y fiel a su cita cotidiana. La vida, por un lado, tal como se nos fija en la memoria y, por otro, en su eterno fluir, tal y como la sentimos. Lo que tiene de fanal se le aligera con lo que tiene de transparente, y lo que se nos muere entre las manos cada día, acaba también alcanzando su propio vuelo, con la firmeza de ese rayo de sol que no sabe de fanales, ni de tipos de imprenta, para llegar hasta nosotros enteramente libre.
NADA mejor que un diccionario de 1611, el de Cobarruvias, para saber qué significa esta palabra: «MODERNO. Lo que nuevamente es hecho en respeto de lo antiguo; del advervio modo, cuando significa agora. Autor moderno, el que ha pocos años que escrivió, y por eso no tiene tanta autoridad como los antiguos».
No resulta fácil explicar a nadie ni explicarnos cómo hemos venido a parar a lo de hoy, cuando parece que la única autoridad sobre las cosas, viejas o nuevas, antiguas o recientes, la tiene el último que ha llegado. A diferencia de los moralistas, a quienes sin duda preocupa e inquieta tal subversión de valores, el autor de este libro se limita a hacer nuevamente lo que ya se ha hecho, y a hacerlo, si es posible y si le dejan, nuevo, mirando con respeto lo antiguo. Lo antiguo suyo o de otros, cada día más nuevo y más moderno. «Lo nuevo es para mí lo viejo», decía Cervantes repensado por Azorín, y solo en la medida que refleja y asume su pasado, el tiempo es tiempo y lo nuevo, nuevo; que no hay nada nuevo que no salga de lo viejo.
Hasta hace dos o tres años, y desde hace más de cien, figuraba sobre la puerta de la casa donde se ha escrito la mayor parte de este libro, el número correspondiente en su vieja placa de porcelana; «7 moderno» se leía en ella, y aunque no sea casa muy visitada de extraños, esa placa era decorativa y útil, pues les recordaba a quienes viven allí que, contra lo que algunas veces ha tenido que oír su modoso ir tirando, eran modernos, los más modernos, sin duda posible, de la calle Conde de Xiquena. Pero un buen día llegaron unos rateros desaprensivos, acaso los mismos que ya habían robado el farol del lóbrego portal y, pese a lo inaccesible del rótulo, lo arrancaron también y se lo llevaron. Quedó el hueco y desde entonces no ha sido sustituido el viejo 7 por otro más moderno aún, para desconcierto de carteros, peatones y comisionistas. En cuanto a los raros amigos e inadvertidos que de tarde en tarde quieren visitar al autor, acaban encontrando la casa por casualidad o aproximación, como solemos hallar las cosas que nos importan de veras.
No obstante se acostumbra uno a todo con harta facilidad, y haber perdido el número cuando se quiere perder el nombre y llegar a ser Nadie, lo toma el autor como un hecho extraordinario, feliz, premonitorio.
En un lugar del remoto sudeste español hubo una ciudad «fina y polvorienta». La ciudad era un conjunto armonioso de casas y de huertos que hablaban de su pasado morisco. Algo en ella sugería también un vago parentesco japonés. Los huertos fueron desapareciendo poco a poco, uno tras otro, hasta no quedar ninguno, y lo mismo les ocurrió a las casas, torres y palomares. En los huertos se tuteaban las azucenas y las berenjenas, los guisantes dulces y los jazmines, la buganvilla y el nisperero. Conocemos a quienes, supervivientes de aquel último acto, lo recuerdan así, un paraíso amenizado por acequias de agua fresca y clara. La ciudad, a la que se conoció en siglos pasados como «la ciudad de la seda» por su floreciente industria sedera, tuvo también un modesto bocarte donde se molía la pólvora, dependiente del Ejército y defendido por bisoños soldados de reemplazo. Al viejo caserón castrense, formando parte de la propiedad, lo circundaba un espacioso terreno, murado todo él. Un día, después de muchos años, el ingenio cerró y acabó desmantelado, la guarnición fue reexpedida a otro destino y a la población civil se le franqueó el paso a aquel discreto parque hasta entonces vedado. La gente, con la novedad, se acostumbró a ir por allí buscando un poco de sombra en los días calurosos, un poco de recreo coloquiado, tal vez silencio, y lo que siempre se había conocido como «la fábrica de pólvora» pasó a llamarse «el Jardín de la Pólvora», bosquecillo compuesto en su mayor parte por plátanos centenarios y copiosos. Ese es el nombre que conserva todavía. Vienen en él sugeridas muchas cosas, todas con su misterio. La oscuridad de las rosas y el breve y fulgurante destello de la pólvora, lo que se cultiva y prospera lentamente y lo que puede ser destruido en un momento. Y sin embargo algo natural, muy lógico, percibimos en estas palabras, jardín, seda, pólvora, viéndolas juntas. No sabría explicar el autor de este libro por qué razón pensó, al oír hablar por primera vez de ese Jardín, que toda su novela en marcha se le parecía en mucho: algo que había sido labrado con la tenacidad de un hortelano estaba llamado quizás a desaparecer de repente, dejando tras de sí, quién sabe, un olor a pólvora tan embriagador como para que volvieran a reverdecer sus viejos sueños, sus exaltados sueños infantiles de verbenas, aventuras y gloriosas conquistas.
Tuvo Enmanuel Kant, no tan escéptico como Berckeley, la delicadeza de expresarlo de este modo: si la realidad existe, únicamente podemos conocerla a través de los sentidos. Y sin embargo, no le bastan al hombre sus sentidos para conocer aquello, que siendo realidad, va más allá de lo visible. Y lo no visible, nos dice el pensador de Königsberg, maestro de nuestro Abel Martín y de su discípulo Juan de Mairena, no podemos conocerlo, pero sí pensarlo. Va incluso Kant un poco más lejos, y nos anima: «atrévete a saber», y a eso, que en cierto modo es lo que importa, lo llama la cosa en sí. De pequeños gestos, modestas historias, costumbres y creencias tanto como de acontecimientos extraordinarios y descomunales está formada la vida del hombre; todos son fenómenos que modulan nuestro pensar y nuestro sentir y, de una manera fatal, parecen llevarnos de vuelta a lomos de este bucle imposible a lo que jamás llegamos a comprender del todo: los pequeños gestos, las modestas historias, las costumbres, las creencias y los acontecimientos extraordinarios y descomunales que configuran nuestra vida. Unos y otros exceden a menudo nuestra comprensión, pero podemos pensarlos, viviendo lo cotidiano como excepcional y lo excepcional como cotidiano. Se han escrito estas páginas con la inmediatez de un arrebato sentimental que, por sentimental, no es ni justo ni injusto, ni acertado ni equivocado. Hablan del tiempo. Y al hacerlo se diría que crean otro nuevo, acaso más ordenado y justo, más hermoso y duradero. Así, quizá pueda entenderse: una realidad dentro de la realidad, parte inseparable de ella, como en esa estampa en la que se ve a un avión que, para perplejidad y maravilla del niño, le muestra el mundo como una sucesión de abismos de los que él forma parte. En uno de ellos viene desarrollándose esta novela en marcha, y si aún estamos lejos del conocimiento al que aspiraban los magos de la sabiduría, que pensaron la cosa en sí desde muy firmes y nobles pedestales, podemos intentarlo en este pequeño mundo nuestro que va dando tumbos en el vacío dentro de otro pequeño mundo, que a su vez… nos lleva al infinito, a la infinitud de un paraíso tan inalcanzable como real.
Non è vero, troppo vero, ben trovato. Cuando se supo que el emperador Carlos V se había prosternado ante Tiziano para recoger del suelo el pincel que a aquel se le había caído, la época se quedó atónita. «Non è vero», pensaron muchos. Un siglo después tuvo lugar una escena parecida entre otro pintor no menos silencioso y el papa Inocencio X. También Velázquez pintaba el retrato de uno de los dignatarios más poderosos de su tiempo. Al mostrárselo ya acabado, parece que el papa, un hombre viejo y de expresión adusta, dijo con tanta admiración como fatalidad y tristeza: «Troppo vero». De ninguna de las dos historias hay constancia documentada, pero ambas se tienen por verdaderas desde los días remotos en que empezaron a circular. La de Tiziano es una leyenda que ha pasado a ser verdad, es decir, un invento historiográfico, pero que tiene sentido, y la de Velázquez una verdad que ha pasado a ser leyenda. No obstante, deben su fortuna al principio de verosimilitud: aunque no hubiesen sido verdaderas, resultarían, conociendo la personalidad de los protagonistas, muy convincentes, haciendo bueno una vez más el dicho: e non è vero, è ben trovato. Notemos que en ambas escenas los dos artistas, que gozaron de plena libertad mientras trabajaban, no necesitaron añadir nada a las palabras de sus señores. Una buena parte de los episodios íntimos o públicos que se narran en este libro parecen avenirse al «demasiado verdadero», en lo que tienen de calco, claro, no de canon; sobre otros, sin embargo, gravitará el «no puede ser verdad» o el «no es posible», como si fuesen hijos solo de la imaginación. O sea, troppo vero, ma non troppo , podríamos decir. En unos y en otros parece latir, sin embargo, el único impulso de llegar a ser reales, que es, hoy por hoy, el modo también más discreto y silencioso de servir a la realidad sin dejar de ser libres ni verdaderos, como esas dos historias que corren por el mundo desde hace siglos sin que nadie tampoco las haya puesto en duda.
EL reloj de sol que aparece en la cubierta de este libro se encuentra en la fachada de la Villa delle Ginestre, en Torre del Greco, al pie del Vesubio, donde Leopardi pasó un tiempo tratando de restablecer su siempre quebrantada salud. La fotografía ha sido invertida de blanco a negro, come puede advertirse, pasando ese reloj de ser de sol a ser, podríamos decir, de luna. Así lo sugiere la base del gnomon o vástago que marca la hora. No sabría explicar qué rara asociación me llevó de ese reloj al título de este libro, ni a hacer del día la noche. ¿Acaso fue el hecho de que de la palabra sileo de la leyenda latina ( Sine sole sileo , En silencio sin sol) haya desaparecido la letra e , como si la propia palabra no se resistiera a permanecer en este mundo sin dar ejemplo? ¿El hecho de que el tiempo que mide un reloj de sol, y aun todos los relojes, apenas sea una parte del tiempo, únicamente el menos sensitivo de los tiempos? Quién podría decirlo. No menos misteriosas son las galerías que unen en estos libros la vida y la muerte, la risa y el pesar, la alegría y la sombra, y todas aquellas otras que recorremos a diario fingiéndonos, para sobrevivir, unas veces más y otras menos.
Tampoco sabría explicar qué son estos libros. ¿Diarios, novelas? Escritos como diarios y publicados como novelas, han acabado siendo una tierra de nadie. En ella la vida, suma de realidad visible e invisible, busca un sentido. Habrá lectores que los lean como diarios y quienes los lean como novela. Qué más da. Yo los siento a medio conseguir y provisionales, como todo lo mío, unas veces más y otras menos, y así lo he confesado siempre. Me cuesta poco escribirlos y me cuesta mucho corregirlos, y al corregirlos temo siempre haber arruinado lo que tenían de espontáneo y genuino, si lo tenían. Este sale con la mitad de las páginas que los anteriores, habiendo tenido tantas como ellos, pero tampoco tengo el convencimiento de que el resultado sea satisfactorio. Las decisiones de orden estético cuando escribo estos libros tan fragmentarios y caóticos obedecen, al menos en mi caso, a razones confusas, más intuitivas que teóricas, de quien obra por instinto.
Que este año aparezca con menos páginas y con retraso respecto de otros tomos, tiene que ver con ese penoso trabajo de corrección y reducción y con las dudas que he tenido a lo largo del último año. En los castillos de naipes los problemas empiezan a aparecer a medida que crecen, y toda obra de imaginación, aunque nazca de la realidad, o precisamente por ello, tendrá siempre algo de frágil e inestable. No creo haber perdido la esperanza de que la nota pulsada se pareciese, por una vez, a esa que uno cree oír dentro de sí, pura y original, pero no puedo asegurar que tal cosa vaya a suceder precisamente, como en la leyenda de otro reloj de sol ideal, Hic et nunc , aquí y ahora.
Andrés Trapiello.
POCO puede decirse del título de este libro, sino que está tomado de un dicho popular. De origen incierto (aparece al frente de un sainete valenciano del siglo XIX), no sabemos si surgió de algún suceso real, como bien pudo ser. Quien usa esta expresión quiere dar a entender con ella de modo irónico y humorístico la poquedad del negocio o asunto al que hace referencia. Que «miseria» y «misericordia» se sienten además juntas en la misma etimología dice mucho del corazón humano.
Ls lectores de este libro hallarán aquí también esta estrella o asterisco manipulado, que hemos dado en considerar nueva vocal o vocal doble, tras haber descartado por diferentes razones el empleo de sucedáneos y equívocos, como la arroba, @, o la xuá, ə. El autor, tipófrago aficionado, considera que el uso de un lenguaje inclusivo no es ocioso ni mucho menos nocivo para la literatura escrita ni para la escritura en general. El hecho de que estasirva para lo escrito y no para lo hablado, no quiere decir sino que se contenta con ser leída, lo que no es poco trecho en un camino tan largo aún. Y que aquí se emplee tampoco significa que se quiera imponer a nadie, y mucho menos a las instituciones y personas que se crean competentes en este asunto y que vayan a disentir; otras, en cambio, hasta ahora opacas o soslayadas en los textos, serán visibles al fin y lo agradecerán, aunque la literatura no será desde luego mejor por el empleo de la , pero tampoco peor.
Y por último unas palabras sobre las imágenes de la cubierta. Salen al paso de quienes niegan el carácter íntimo de este Salón de pasos perdidos, y reproducen las radiografías del tobillo, tibia y peroné de AT., rotos en un revés ( miseria ), y los ocho clavos, agujas y alambres que los sujetaron ( compañía ), infortunio del que se trata en este libro. ¿Hay nada más íntimo que exponer el esqueleto propio a la curiosidad de los lectores, este deshuesarse en público, más comprometido aún que el encarnarse; esta postrimería «en vivo y en directo»? Sin contar con que probablemente no haya habido nunca escritor alguno con tanto futurismo dentro, cuando menos lo esperaba.
Sam Numit, una de las figuras del rock actual, es también un extraordinario investigador. Nadie como el conoce el universo especial y carismático del mundo de la música. Por eso, siguiendo su instinto y movido por su curiosidad, su orgullo de artista y el amor que profesa por la más singular manifestación del arte del siglo XX, no puede dejar de profundizar en la muerte de Frank Powell, el cantante que lo descubrio hace ya algunos años. Le cuesta creer que haya muerto por sobredosis o que se trate de un accidente… o de un suicidio. La desaparición de uno de los mayores tesoros de Frank, la guitarra con la que John Lennon actuó por ultima vez con los Beatles en 1966, le da la seguridad de que tras la muerte de su amigo se esconde algo tenebroso. Y busca al asesino y la guitarra por la que tres famosos coleccionistas están dispuestos a pagar una fortuna. En sus pesquisas, Sam Numit nos muestra sus intimidades más sorprendentes del mundo de la música rock: como los grandes mitos se convierten en pasto de sus fans, y sus recuerdos son mercancia de consumo.
Sam Numit, una de la máximas figuras del rock actual, es también un extraordinario investigador. Nadie com él conoce el universo especial y carismático del mundo de la música. Por eso, siguiendo su instinto y movido por su curiosidad, su orgullo de artista y el amor que profesa por la más singular manifestación del arte del siglo XX, no puede dejar de sentir algo más que interés al descubrir una increíble posibilidad: que Jim Morrison esté vivo. Jim Morrison cantante y líder de los Doors, el grupo que conmocionó al mundo y cambió las estructuras del rock americano entre 1966 y 1970, murió en París en 1971. Sin embargo, el misterio de su desaparición, las controversias levantadas a su muerte, el hecho de que ya no fuera un sex symbol y que pesara sobre él una condena de cárcel por escándalo, fueron circunstancias que dieron paso a la leyenda, la cual aseguraba que Jim Morrison todavía vive.
Sam Numit, es una de las máximas figuras del rock actual y un extraordinario investigador. Nadie como él conoce el universo especial y carismático del mundo de la música. Por eso, no puede dejar de sentirse profundamente conmovido por el asesinato del cantante revelación del año, Blow Anders, en un concierto organizado por el propio Sam, Bruce Springsteen, Sting y Peter Gabriel, y retransmitido a todo el mundo desde el estadio de Wembley, en Londres. Blow Anderson era odiado por cuantos le vieron triunfar: sus músicos, su productor, el director de si discográfica, el manager, incluso las mujeres que lo amaron. Pero sólo uno de ellos ha culminado su venganza. ¿Quién? Sam dispone de quinze hoas para averiguarlo.
La muerte del gran bluesman Sonny Boy Johnson, del que es muy amigo, hace que Sam viaje al profundo sur de Estados Unidos en busca de la verdad. Allí se encontrará con un universo desconocido para la estrella del rock, el del blues, y también chocará con el racismo y las lacras que envuelven el poder de la música negra. Jordi Sierra i Fabra creó el personaje de Sam Numit en 1990. Se inspiró en Bruce Sringsteen para dar vida a un famoso rockero metido en líos policíacos, siempre dentro del mundo de la música.
Sam Numit acaba de grabar su nuevo álbum en Nueva York. Inesperadamente, alguien roba el master de la grabación. Si no aparece, perderá todo su trabajo, y si es pirateado, perderá miles de dólares. Sam ha de recuperarlo, inmerso en una voragine que pronto alcanza los visos de un gran complot para hundirle. ¿Por qué?
Sam Numit, una de las máximas figuras del rock actual, es también un extraordinario investigador. Nadie como él conoce el universo especial y carismático del mundo de la música. Por eso, siguiendo su instinto y movido por su curiosidad, su orgullo de artista y el amor que profesa por la más singular manifestación del arte del siglo XX, no puede permanecer ajeno a un hecho que está a punto de cambiar su vida: el asesinato de su amiga y cantante Grace Nicks, la mujer cuyos temas han puesto en pie a una generación, con su denuncia y ataque a cuantos sistemas sociales y políticos frenan la libertad del ser humano. ¿Qué se esconde tras esa muerte, de la que Sam es el principal sospechoso? ¿Quién puede haber asesinado a una de las voces más vitales de la historia de la música? ¿Quién pretende que el sonido del silencio acalle la voz libre de la música? Sam Numit deberá resolver el caso en unas pocas horas, buscando la clave en el macrocosmos especial de Los Ángeles, con Hollywood, Beverly Hills y el universo de las grandes estrellas como fondo. ¿Son las últimas canciones de Grace esa clave? ¿Por qué? Un vertiginoso cúmulo de circunstancias enfrentará a Sam... a lo desconocido.
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