Evanston empezaba a ser considerado como un poblado de turbulenta importancia debido al ferrocarril. Éste había dejado detrás de los carriles, como un lastre inútil para su avance, todo el sedimento de los campamentos fundados durante el tendido. Muchos de los locales de recreo y vicio instalados durante las obras, de un modo anárquico y provisional, terminaron por afincarse de manera definitiva en el poblado. Éste adquiría grandes vuelos de tráfico debido a su emplazamiento estratégico, y aparte de la mucha gente que habíase quedado allí establecida, diariamente afluían nuevos marchantes, unos con ánimos honrados de establecerse y fundar sus hogares y sus negocios y otros con la intención de seguir explotando el ambiente turbio que el ferrocarril dejara y que tardaría aún bastante tiempo en aclararse.
El bronco estampido del trueno levantó una oleada de sonidos en el cárdeno paisaje. Durante toda la mañana había estado condensándose la tormenta sobre las recalentadas tierras; y por la tarde enormes masas de nubes plomizas surgieron por encima de los montes Farallón, uniéndose al núcleo tormentoso que venía girando desde el Sudeste. Ahora, todo el cielo, salvo una raya de fuego hacia Poniente, era negro y gris. Semejaba haber estallado una tremenda batalla y el aire se encrespaba de estampidos. Violentos relámpagos, bolas de fuego, corrían velozmente por doquier. Un árbol ardía cual gigantesca antorcha a media milla de distancia, en lo alto de una loma, alcanzado poco antes por un rayo… Dan Travis detuvo a su caballo al pie de una enorme roca rojiza, desmontó y ató al asustado animal, pegando luego la espalda contra la roca. Se hallaba a media ladera, por encima del abierto valle y a dos millas escasas de Amargosa. Sin embargo, no resultaba prudente seguir el camino, mientras no se aplacase la furia de la tempestad.
Maury se separó de Thiess y éste echó a andar hacia el capitán de su compañía, que le buscaba para hablar con él. Pero Thiess había quedado mal impresionado con la conversación sostenida con Maury. No había mentido al afirmar que era un hombre hermético, huraño, retraído, que a la hora de pelear lo hacía con indiferencia y sin nervios, pero que a la hora de las intimidades las había rehuido como si quisiera guardar muy escondido para él el secreto de su otra vida anterior.
La unión de las dos caravanas se había efectuado en circunstancias trágicas, a mitad de camino entre Independence y Counil Grove, en el estado de Missouri. Douglas Chidsey, que caminaba por delante con veinte carretas bajo su custodia, se vio atacado por una partida numerosa de indios, cuando cruzaba casi encajonado por un terreno relativamente estrecho. Los piel rojas, dueños de las alturas, habían concentrado su ataque contra los carros, casi a cubierto contra los disparos de los miembros de la caravana y, durante varias horas, los habían tenido presa de la angustia, atacados sin defensa segura posible, sin posibilidades de romper aquel cerco y salir a terreno abierto donde defenderse con más ventaja.
Deteniendo el caballo, el jinete contempló el paisaje durante unos instantes. Estaba en un profundo valle, de poca anchura y paredes muy empinadas y angostas, tanto que más parecía un cañón, cubierto de césped y arbolado. Por su centro corría un riachuelo de varios metros de anchura, el cual, de repente, sufría una caída de seis o siete metros de altura, saltando por el borde de lo que parecía ser una gigantesca taza situada entre dos peñas de regular tamaño.La taza sobresalía como cuatro metros de la vertical del muro sobre el cual estaba situada, y arrojaba las aguas sobre un remanso rodeado de frondosos álamos y elevados pinos. El remanso, a unos cuarenta metros, se estrechaba nuevamente, para formar una serie de rápidos que caían por un plano lo suficientemente inclinado para dar al agua una rapidez vertiginosa de que hasta entonces, excepto en la diminuta catarata, carecía.
—Tome asiento, forastero —dijo el sheriff, señalando con la mano una silla junto a su mesa—. Estoy muy ocupado en este momento, pero si el asunto es breve, le atenderé. —Muchas gracias, sheriff —repuso el aludido cogiendo la silla por el respaldo—. Me llamo Edmond Cobb.El sheriff se le quedó mirando fijamente, y preguntó, indeciso:—¿Cobb? ¿Tiene algo que ver con Jack Cobb?—Soy su hermano.
Victory Hacker acariciaba con mano temblona el sudoroso flanco de su yegua, nerviosa aún a causa de la fantástica carrera que acababa de sufrir, y al mismo tiempo miraba de reojo a aquel solitario forastero, que tan oportunamente había puesto el Destino a su paso para librarla de una muerte cierta. La yegua, asustada por un lobo que les había salido al paso entre los árboles, se lanzó a una desenfrenada carrera que su mano fina no pudo detener, y yegua y jinete devoraron varias millas en un galope de vértigo sin rumbo fijo, pero que de modo inexorable les llevaba hacia una de las innumerables y profundas simas del Monte San Juan.
Bajo el verde emparrado del porche que prestaba una grata y fresca sombra, Duff Exway, el más rico y respetado terrateniente de Brownfield y cien millas en derredor, fumaba displicente medio derrumbado en una larga silla de extensión que le ofrecía holgura para estirar su larga y viril silueta, un poco pesada a aquellas horas por el calor del principio de la veraniega tarde y por la laboriosa digestión.Duff era un tipo enérgico y viril, de recio, pero flexible esqueleto, que poseía todos los vicios y las virtudes de un típico tejano.Era duro para el trabajo, enérgico para mantener la disciplina entre sus numerosísimos empleados que le respetaban y le temían a la par, porque le sabían justo, pero exigente; tozudo como una mula resabiada y socarrón cuando la socarronería resultaba para él un arma que, bien esgrimida, podía darle un éxito.
Por tercera vez en sus veintisiete años exuberantes de salud y dinamismo, Morgan Gamet había abandonado su pueblo natal para correr la aventura del oro. Atraído por la leyenda del metal amarillo que había hecho ricos a unos cuantos, pero sin contar a los que había acabado de sumir en la miseria, el vicio o el crimen, Gamet tentó la aventura de nuevo, seguro de que a la tercera iría la vencida; pero tras casi un año de esfuerzos, privaciones, miserias y penalidades, la suerte le había vuelto la espalda otra vez y, un día, como en veces anteriores, sintió la llamada del corazón invitándole al regreso. Morgan sostenía relaciones amorosas con Betsy Caret, una muchacha muy linda, hija del herrero del poblado y muchacha tan paciente, que por dos veces se había resignado a permitir que su prometido se alejase de su lado en busca de aquella fortuna hipotética, aunque su pesimismo le auguraba un rotundo fracaso.
Cuando al clarear el día, Tommy Corbell abandonaba la taberna de la única calle decente de Cisco, en el este de Utah, próximo a la frontera de Colorado, su cuerpo estaba saturado de whisky, pero sus bolsillos habían quedado exhaustos de toda clase de monedas. Los quinientos dólares que había conseguido ahorrar en unos cuantos años de trabajo en un rancho del Estado vecino, se evaporaron sobre una de las mesas de la taberna, frente a tres sujetos al parecer apacibles y nada sospechosos, que le habían limpiado de dinero, de un modo metódico y seguro, sin que él se hubiese dado cuenta de cómo sus bolsillos quedaban completamente vacíos. Quizá fue porque sus compañeros de juego eran amables y generosos y no dejaron de invitarle cumplidamente durante la larga partida. El hecho fue que, al amanecer, salía con la cabeza caliente y sin un solo centavo para poder continuar su viaje hacia el centro de Utah.
Iniciábase el año 1879 cuando en la bronca y bulliciosa ciudad de Tucson, sobre la antigua ruta rodada llamada del Overland, penetraba un tipo notable. Se trataba de un individuo alto, enjuto, cetrino, pero recio y vigoroso, debido a su áspera existencia de hombre inquieto y dinámico, gran conocedor del desierto y tipo activo que dedicó muchos años de su errante vida a tratar de descubrir en la tierra virgen algún filón de plata u oro que le hiciese rico y célebre en el transcurso de una noche y una madrugada. Vestía casi harapos. Sus ropas estaban remendadísimas con trozos de pieles, sus botas desgastadas presentaban parches mal cosidos para ocultar los agujeros, su camisa era de color tan indefinido, que nadie hubiese acertado a fijar el primitivo suyo y, en cuanto al sombrero, era un casquete polvoriento, con unas alas tan deformadas, que iban trazando un tobogán a medida que daba vueltas.
El grupo de jinetes desembocó al llano amarillo, por uno de los múltiples y ásperos desfiladeros que se abrían a lo largo del tortuoso e impresionante Gran Cañón del Colorado. Procedían del Valle del Antílope, casi en la frontera de Utah y después de haber atravesado el bermejo río, no sin muchas fatigas y peligros, trataban de correrse hacia el oeste buscando las reservas indias de Huapai, para internarse después en las fragosidades del este de Nevada.Parecían cansados y lo estaban en efecto. La áspera caminata había sido agotadora. Infinidad de horas galopando sobre un terreno nada grato, durmiendo con un ojo abierto y otro cerrado y sin descansar más que lo preciso para que sus bravas monturas no se agotasen totalmente, habían dejado a su espalda más de un centenar de millas en tres días y aún les quedaban unas cuantas jornadas de trotar para alcanzar la divisoria.
Desde lo alto del caballo, junto a la empalizada de espino que separaba los pastos del rancho «C. C.» del polvoriento sendero, Duncan Weson vio avanzar como el viento un caballo que, entre oleadas de fino polvo, se encaminaba al rancho. Cuando el brioso animal pasó como una centella a poca distancia del espino, Duncan tuvo tiempo de reconocer al jinete, aunque el corazón ya le había dicho quién era, y apretó sus duros dientes con rabia. Si había alguna persona a quien Duncan odiase con toda su alma, aquella persona era Gerald Laming, el hombre que acababa de cruzar como un meteoro delante de él.Duncan le siguió con mirada turbia hasta verlo desaparecer por una revuelta del camino y luego con voz ronca, murmuró:—Un día le desharé a puñetazos o le clavaré cinco balas en su maldito pellejo. Ese tipo es un sapo venenoso que no encierra en su cabeza un solo pensamiento decente y va a saber algún día quién es Duncan Weson.
Raf Sherman detuvo el sudoroso caballo a la puerta del hotel, en Mickelson, un poblado a orillas del pequeño Missouri, y saltando grácilmente, arrojó las bridas sobre el cuello del noble animal, y con la agilidad propia de sus veintiséis años, ganó los escalones que le separaban del hall. Mas lo hizo con tanto ímpetu a causa de la prisa que le acuciaba, pues llegaba con retraso a una cita, que sin darse cuenta fue a tropezar violentamente con una preciosa muchacha que en aquel momento iba a descender a la calzada.Raf tuvo una visión fugaz de la muchacha en el momento del choque. Alta, esbelta, rubia, con los ojos de un gris claro, el pelo peinado en dos graciosas ondas que casi la tapaban las orejas y unos labios finos, rojos y enérgicos, que dejaban entrever la doble hilera de blancos y bien recortados dientes.
—Fred… —Dígame, señorita Dora. —Acerque más su caballo; quiero hacerle unas preguntas. —A sus órdenes, señorita Dora. Fred Cleverland, azuzó un poco su precioso caballo negro y lo puso a la altura de la fina jaca castaña de Dora Murphy, la hija de Boris Murphy, su patrón. Fred era un tipo de hombre joven y no mal parecido. Andaría rondando los treinta años, era de estatura excelente, de airosa y viril presencia, moreno hasta rayar en lo cetrino, con unos ojos negros y grandes muy brillantes y un bigotito bien cuidado, que daba un aspecto más atractivo a su fisonomía.
El viejo Lee Perkis, sentado tras la mesa de su despacho del «Rancho K», acariciado su rostro duro, pero simpático, por las llamas de los leños que crepitaban alegremente en la baja chimenea abierta a su derecha, leía por cuarta vez la carta que su hermano Rock le enviara días antes desde Oakland, donde hacía un buen puñado de años dirigía un negocio maderero que le había facilitado una excelente posición social y económica.Rock se había criado con Lee en aquel bendito valle de los Ojos Negros, cerca del río Hondo, en la parte baja de California; pero, al morir el padre de los Perkis, Rock, de carácter más aventurero y menos apegado a la salvaje poesía de las montañas y los valles, decidió tentar la suerte, marchando, primero, a Los Ángeles, y más tarde, a San Francisco, donde tras rudo bregar logró ser nombrado gerente de una compañía maderera que, al florecer, gracias a la energía de Rock, hizo que éste adquiriese una gran preponderancia en la empresa, alcanzando un sueldo muy digno y un interés en el rendimiento total de las ganancias.
La cabaña de Reno Procter estaba situada en un lugar escondido en un pequeño, pero áspero monte que se corría de sur a norte, junto al curso del San Poil River, un afluente de Columbia, al norte del Estado de Washington, y en una zona donde las comunicaciones férreas no existían y las rodadas eran muy escasas.Era allí donde Reno había ido a esconder su persona un año atrás, después de una serie de aventuras extrañas, dramáticas y peligrosas, que habían cambiado el curso de su vida, al menos momentáneamente.Era allí y no en otro sitio, donde podía asentarse con relativa tranquilidad, pues su persona no era tan grata a la humanidad que hubiese muchos espacios civilizados donde él pudiese convivir con el resto de la humanidad sin verse expuesto a tener que rendir cuentas nada agradables a los hombres de la estrella al pecho.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El poblado, si podía ser considerado como tal, había nacido casi por generación espontánea, en el recodo que formaba el River Klamark, junto al macizo montañoso que lo desviaba en un curso diagonal hacia el sur. Como era ley fatal en tales casos, allí donde el metal amarillo hacía su aparición, aunque fuese en un asomo engañoso que luego habría de producir muchas desilusiones y fracasos, el hecho de que dos mineros borrachos hubiesen descubierto cuarzo de oro en las estribaciones del monte y en su euforia lo hubiesen pregonado en las tabernas de Yreka y Fort Jones, bastó para que la voz se corriera y todos los aventureros de aquella parte del norte de California, tocando con la frontera de Oregón, se lanzaran como lobos hambrientos, a picar en las estribaciones del monte y montaña adentro, creyendo que cuando ya, se habían dado por agotados los filones que podía ofrecerles el valle de Sacramento, iba a producirse un nuevo estallido como el del molino de Sutter.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.