Patrik Miller llenó las grandes copas de whisky por sexta vez y ofreciéndoselas a sus comensales, exclamó: —Beban, señores, podemos y no podemos entendernos en este asunto, pero no quiero que se diga que Patrik Miller, agota la garganta de la gente para vencerlas por cansancio, sin ofrecerle todas las garantías para que desarrollen su elocuencia. Patrik Miller era un ranchero gordo, colorado, fuerte como un toro, de cejas pobladísimas, crespo bigote un tanto canoso y ojos grises de mirar duro. Poseía un rancho a dos millas de El Paso y aunque su hacienda era valiosa y hacía pingües negocios con el ganado, gozando de una gran influencia en la región, se murmuraba que la base de su fortuna no era muy limpia y que en su blasón de ranchero había algunos cuarteles tan oscuros de descifrar, que si alguien hubiese podido limpiarlos quizá encontrase debajo ciertas escenas de abigeo y cuatrería, que deshonrarían su escudo de armas. Pero estos cuarteles los había enmohecido el tiempo cubriéndoles de una pátina piadosa de olvido, y la gente, atenta al momento, no se detenía a volver la vista atrás para exhumar recuerdos tristes y agrios, que acaso el ranchero podía impedir contando con su influencia y un equipo duro y pendenciero.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Meeker era un poblado olvidado de la mano de Dios en el noroeste de Colorado, en un gran vano casi vacío, en el que el Witer River y el macizo montañoso de Danforth eran el salvaje y duro escenario donde habían de desarrollarse sucesos dramáticos a tono con la dureza del paisaje. En la parte llana desde el río, a la falda del monte y en las planicies que los, accidentes de la parte baja del monte lo permitía, se desparramaban las reses de unos cuantos heroicos rancheros que habían afincado en aquel terreno, casi hostil, al amparo de usufructuar las tierras libres del Gobierno mediante arriendos que les consentían criar ganado sin verse obligados a gastar un dinero que no poseían en adquirir en propiedad los terrenos de pasturaje. El total de rancheros asentados en aquel terreno de las reservas no llegaba a la docena y si se exceptuaba a George Bentley, que era el más rico, el más poderoso, el que más reses poseía y el que más terreno detentaba, el resto eran pequeños rancheros que vivían con bastante aprieto en la mayoría de los casos.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
BUCK JOYCE, sentado tras su mesa, en el amplio y bien amueblado despacho de su casa particular en Santa Bárbara, levantó sus lentes con armadura de oro, colocándoselos sobre la frente, como si por ella fuese a ver mejor al médico de la familia, que se hallaba sentado en un sillón a su derecha, y con voz que temblaba, a pesar de su intento de darle firmeza, pudo al fin balbucir: —¿De verdad, doctor, que… está usted seguro de… eso? El doctor, con acento paternal, se apresuró a contestar: —Escúcheme, señor Joyce; no trato de alarmarle como medida preventiva para después aumentar sus zozobras, al contrario, lo que trato es de prevenir ahora que es tiempo. Puedo asegurarle que lo que padece su hijo no es grave en este momento, pero, si se le abandona, si no se toma una medida drástica para atacar el mal y vencerlo, yo declinaré mi responsabilidad sobre el futuro.
OSCAR FARRELL, propietario desde hacía más de una docena de años de una ferretería en una de las calles del distrito 20 de Chicago, se asombró cierta mañana cuando al tomar su correspondencia se encontró entre ella con una carta que decía: «Al señor Oscar Farrell, para ser entregada a su sobrino Clay Kinney.» Oscar se rascó el entrecano y duro pelo dando vueltas a la misiva. A la espalda del sobre aparecían las señas del remitente, un tal Leo King, abogado y notario de Kendrick, en Colorado. El nombre del poblado trajo a su memoria ciertos recuerdos de familia casi olvidados. En Kendrick se hallaba establecido como ranchero un ciudadano llamado Kik Kinney, hermano de una cuñada suya ya fallecida. Kik, si las cosas no habían variado desde hacía muchos años que no tenía noticias de él, era un solterón adusto y agrio que en su juventud no encontró una mujer capaz de aguantarle y cuya familia, empezando por sus dos hermanos, James y Ana, estuvieron distanciados de él a causa de su carácter. Los dos habían muerto y de James había quedado un hijo, Clay, para quien iba dirigida la carta.
El cuadro que se desarrollaba a los ojos del curioso espectador ajeno a él, era pintoresco y bullicioso hasta marear. Toda la orilla del sucio y poco caudaloso Big Blue, al otro lado de Beatrice, en el sudeste de Nebraska, apareció superpoblada de carros entoldados, carretones de pesadas ruedas recubiertas de llantas de hierro sin engrasar, de carricoches destartalados que amenazaban ruina y se mostraban al parecer incapaces de realizar una caminata de una docena de millas y de otras clases de vehículos más o menos seguros y ligeros, que parecían reunidos allí para dar una sensación variada y extravagante del ingenio de los constructores de toda clase de medios de transporte.
Sin poder precisar cómo, medio censo de los habitantes que componían el poblado de Waynoka, a dos millas escasas del río Cimarrón, en el norte de Oklahoma, se había reunido como por encanto en la gran plaza del mercado, frente a las oficinas de Lebaron, el sheriff. La voz popular había corrido el rumor de que en plena plaza se iba a ventilar un asunto demasiado espinoso y los vecinos no querían perderse el espectáculo. Formando un ancho círculo frente al bajo edificio habían dejado libre un vano, dentro del cual podían distinguirse un ternero atado a una talanquera y cuatro individuos, que, al parecer, eran los protagonistas del drama. El cuarteto era muy variado; lo componían en primer término, Gary Salk, un muchacho de unos veintitrés años, alto, flexible, guapo, bien vestido, correcto de facciones, tímido de ademanes y, al parecer, demasiado azorado de verse allí rodeado de tanta gente.
Los turistas que en la actualidad sienten el capricho de viajar y hacer una visita a los dominios del Canadá, atravesando toda su extensión de Este a Oeste, desde Ottava o Montreal hasta Vancuver, en la Columbia Británica, pasando por Winnipeg, Regina y Edmonton, todo lo encuentran fácil y cómodo, amable y extraordinariamente organizado. No hay dificultades para nada, no hay obstáculos ni contratiempos, ni pegas. Los 4.200 kilómetros de banda de acero que unen el Atlántico con el Pacífico se deslizan majestuosos, bravíos, atrevidos, reptantes o descendentes, salvando toda clase de contratiempos que la naturaleza salvaje parece querer oponerle para su paso y la formidable organización de la Canadian Pacific Exprés Company todo se lo da resuelto con sus líneas aéreas que abarcan todo el país, su cadena de grandes y lujosos hoteles, sus 34.000 kilómetros de carreteras auxiliares, sus casas de cambio para toda clase de monedas, sus enormes servicios de autobuses, su cuarto de millón de líneas telegráficas que no dejan un solo rincón incomunicado y cuanto un hombre pueda soñar y necesitar para su máxima comodidad.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
La Guerra de Secesión había terminado. Tras tres interminables años de lucha entre un sentimentalismo humano y un egoísmo mal entendido, el Norte se había impuesto al Sur aplastándole en sus aspiraciones de eternos esclavistas. Los hombres generosos que entendían que la opresión del hombre contra el hombre, no tenía razón de ser, habían triunfado tras un derroche de sangre y de oro que costaría mucho tiempo y muchos sacrificios enjugar, pero se sentían contentos del triunfo, porque éste les recordaba la iniciación de su propia independencia. Ellos habían luchado muchos años antes por emanciparse de un yugo tiránico que entendían no tener razón de ser y quizá por este mismo recuerdo habían luchado altruistamente por la libertad de los negros dentro de su mismo territorio. Si ellos repudiaban una tiranía extranjera, era justo luchar contra una tiranía dentro de su propia estructura nacional. Pero este triunfo iba dejando después de la paz un sedimento de guerra difícil de resolver, sedimento que sólo el tiempo podía aquietar, pero no sin sangre.
El hotel Boston, de Saint Louis del Missouri, hallábase aquel día concurridísimo. Lugar estratégico de la zona, afluían a la tan importante ciudad toda clase de elementos a quienes sus negocios llevaban allí imperiosamente y así podían verse confundidos, madereros, traficantes en pieles, comerciantes, banqueros y hombres de negocios, algunos rancheros adinerados de aquella parte del Estado y elementos que sin actividades definidas encontraban en Saint Louis ancho campo a sus actividades y diversiones. El río era un elemento activo de tráfico y negocio, y la densidad de población un imán para los que disponían de medios de fortuna para distraerse. Quizá por esta causa la aglomeración era grande y los intereses muy encontrados. De Saint Louis partían las caravanas hacia el interior, camino del Oeste; ricas y pesadas caravanas que empleaban un tiempo precioso en sus lentísimos viajes y que por ello impedían una mayor actividad en los negocios y un más rico florecimiento de la industria.
Cuando Nickson alcanzó sus oficinas se encontró sorprendido al descubrir un caballo con arreos militares trabado a la puerta y a un capitán del noveno de caballería paseando con impaciencia. El oficial, apenas descubrió al sheriff, avanzó hacia él, diciendo: —Gracias a Dios, sheriff. Llevo una hora esperándole. —Lo siento, pero estuve cumpliendo con mi deber que no es muy grato que digamos. Pase, haga el favor. Le llevó a su despacho. Allí le indicó una silla, diciendo: —¿Sucede algo, capitán, que requiera mi intervención?
Inclinado sobre el mostrador del almacén de Goliat, en Los Olivos, un pueblo bastante importante próximo a la costa salvaje, se hallaba Sol Holt. La postura de Sol, vista desde fuera, resultaba un poco ridícula, porque para acodar sus brazos en el tablero del mostrador y apoyar en las palmas de sus grandes manos el saliente y firme mentón, se había visto precisado a formar un pronunciado arco con su cuerpo, única forma de adoptar aquella postura contemplativa. Frente a él, empezando a impacientarse por la flema de Sol, se encontraba Ellen, la sobrina del dueño del almacén; una morena de estatura media, muy bien formada de cuerpo, con un óvalo perfecto de cara, unos ojos picaros y aterciopelados, velados por las grandes y rizadas pestañas y una boca pequeña, de labios carnosos y dientes iguales, que parecían perlas tras las hojas abiertas de un clavel reventón.
Fernando Alejandro Orviso Herce nació en Logroño en 1926, donde también falleció en 2007, a los 81 años.De la producción total de Fernando Orviso Herce, la mitad de los libros son historias de vaqueros e indios. De las novelas que se sintió menos satisfecho fueron las románticas, de las que solo escribió tres títulos. A partir de 1960 comenzó a escribir novelas policíacas y, ya de forma tardía, a partir de 1972, historias de terror. Orviso trabajó, sobre todo, para la editorial madrileña Rollán y, posteriormente, con la heredera de los fondos de ésta, Andina, que reeditó buena parte de los libros de Fred Hercey. También publicó con la poderosa Bruguera (un total de 82 títulos, como Alex Colins), y, de forma más esporádica, con las editoriales Toray y Castellana.
En la noche azul, el panorama caótico del tendido de la línea férrea se difuminaba confusamente al resplandor lunar que surgía tras la mole sombría de los montes lejanos. Todo el aparato bullicioso y atrabiliario de aquel campo ferroviario, en plena vorágine de trabajo, se aplastaba en las sombras difusas, desvaneciéndose como avergonzado del caos y la confusión que reinaba en él. Las vagonetas abandonadas, las enormes pilas de traviesas, los carriles amontonados, la piedra machacada para rellenar el firme, el herramental sin vigilancia a aquella hora del descanso nocturno, todo yacía en confuso desorden, dando la sensación de que no habría cerebro humano capaz de orientar todo aquello y sacar de aquel maremágnum algo práctico para la línea.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
Una gran carreta tirada por los dos recios y pacientes bueyes que la habían arrastrado más de un centenar de millas, se detuvo en lo alto de la meseta enfrentándose con la senda áspera, tortuosa, en un bravo declive que por brusco imponía respeto. Deslizarse por aquella rampa en la que el vehículo forzosamente tenía que inclinar su peso contra la yunta haciendo más comprometida su marcha, era un terrible peligro. Bertrand Woolloott, su propietario, no sólo lo comprendía así, sino que lo había estado ponderando todo el viaje, pero no existía otra solución si no quería renunciar al vehículo tan precioso para él, e incluso a todo lo que portaba. Había sido aquél un viaje impuesto por dramáticas circunstancias. Algo que el destino dispuso así como expiación a ciertas faltas de Bertrand que debía purgarlas de algún modo, aunque en realidad no merecía tan severa prueba.
El prólogo de los sangrientos sucesos que habían de desarrollarse dos años más tarde, a muchas millas de distancia, se inició en San Antonio y tuvo por escenario el As de Piqué, de la tumultuosa ciudad. Era la época inicial en que los hatajos emprendían la ruta de Abilene a millares, y los rebaños empezaban a lanzarse a la pradera, al principio de primavera, para estar afluyendo como un río desbordado, hasta que, ya avanzado el otoño, se secaba la hierba, los fríos y las nieves se enseñoreaban del paisaje y la ruta se hacía prácticamente impracticable para hombres y ganado. Aún las reses no se habían corrido hacia Dodge City y mucho menos, a Wichita. Eso ocurriría bastante después y la ola de invasión quedaría circunscrita al territorio de Texas.