Por las selvas inmensas del centro de África, que jalonan con su lujuriosa vegetación territorios mayores que el continente europeo, avanza un pequeño grupo de blancos en lucha constante con el clima, las privaciones y los peligros que la espesa jungla guarda en su seno. Son ellos el Mayor Lord Edmund Barclay; su hija, Lady Elizabeth; el joven capitán Adams Scott y sus auxiliares Luke y Sterling, quienes, habiendo terminado la misión cartográfica que su gobierno les confiara en el territorio de los grandes lagos, regresan a su punto de destino.
Ralph Pinkerton se levantó para acompañar a sus invitados, que se despedían, y luego permaneció unos instantes apoyado contra el quicio de la puerta de su “bungalow” recargando su pipa hasta ver cómo las figuras de sus amigos se iban desvaneciendo en la distancia. Hacía una noche maravillosa. Una noche plácida y encalmada, suave y acariciante, que invitaba a gozar del ligero frescor nocturno después del intenso calor que había tenido que sufrir durante la jornada de trabajo.
La plateada luna africana enviaba sus argentados rayos sobre la famosa Kasbah de Argel, que Pepe Lemoko hizo tristemente célebre con sus aventuras amalgamadas, mezcla de gansterismo y bajos fondos parisinos. Por entre las abiertas celosías de sus muchos cafetines morunos, asentados en sus retorcidas callejuelas eternamente sucias, surgían aquella noche tediosas “nubas”, cadenciosos mambos y tal cual tonada andaluza, música árabe en sus principios.
Por las profundas aguas del Océano Índico navega a todo vapor la esbelta silueta del yate de recreo propiedad del acaudalado millonario Morgan, que, en viaje de placer, efectúa un largo crucero por aquellos mares. Le acompañan su hermosa hija Dolly; dos amiguitas de esta, Marion y Eleanor, bellas muchachas también; Froila, hermana del millonario; y Alwin, secretario particular del magnate. Como servidumbre llevan a Geoffrey, ayuda de cámara de Morgan.
Atardecía sobre Ceilán. La hermosa isla del Océano Índico se iba cubriendo de sombras a la acción da aquella anochecida en que los rayos solares, que la habían iluminado fuertemente a la largo del día para producir sobre ella un calor tropical, cedían el paso a una luz suavísima que dotaba de un nuevo aspecto acariciador la extensa superficie de aquella perla de la Corona británica, antesala da la India, de donde la separa el estrecho de Pálk.
A simple vista nadie pensaría que aquel joven de rostro franco y risueño, moreno, de ojos negros y centelleantes, fuera lo que su nombre Kara Ben Halef indicaba: árabe. Más bien podría tomársele por español o italiano. Lo cierto es que había nacido en la meseta central arábiga y era hijo de un famoso jeque, del “Jeque Rojo”. En los meses en que empieza a transcurrir esta sangrienta e intrigante historia, primeros del año 1914, Kara Ben Halef se encontraba en Londres.
Era el llamado Bob un muchacho simpático. De alta estatura, continente atlético y muy bronceado por el sol de todos los meridianos. Parecía un dios mitológico o una encarnación de Ícaro. Cuando llegó al despachito de su superior, este le recibió en la puerta haciéndole sentar inmediatamente. Acto seguido, alargó a Bob una fina caja, de madera labrada, repleta de aromáticos vegueros.
Peter Tilling, reclinado indolentemente en la cómoda butaca del “Super DC-6 President”, de la Pan American World Airways, no cesaba de oprimir entre sus anchas manos las dos bolas de plástico que, distrayéndole, contribuían a mantenerle en forma. Ejercitaba siempre que le era posible los músculos de las muñecas y los dedos, a fin de que su pegada no perdiera eficacia. Sus próximos combates en el Japón iban a ser decisivos para su carrera de pugilista. De vencer a sus tres enemigos, regresaría a Washington para disputar el título mundial a…
Comenzaba a atardecer sobre Bombay, la ciudad indostánica asomada con indolencia a las azules aguas del mar Arábigo. Durante la mañana había hecho un calor sofocante, una temperatura corriente en aquellas latitudes, que hacía retraerse a los habitantes de la populosa población de salir a las calles, ocupadas por un vaho caliginoso que producía un efecto opresivo sobre quienes veíanse obligados a afrontarlo en el curso de sus diarias obligaciones.
La temperatura era tórrida. Enjambres de mosquitos, procedentes de los cercanos pantanos, batallaban contra los manotazos de sus víctimas. También los penados cuidaban de que las hormigas no se les introdujeran en las botas o les subieran por las piernas. Sus mordiscos eran terribles. El mismo que hablara anteriormente, hombre de rostro brutal, con el número 12.500 en la pechera de su especie de pijama, volvió a tomar la palabra, dirigiéndose al compañero que tenía a su izquierda.
La nave dio un bandazo de babor y escoró peligrosamente. El agua entró como una catarata por la borda. Una voz masculina, bien timbrada y con condiciones de mando, se dejó oír perentoria. —¡Recoge trapo y despliega la cangreja! Dime si ves tierra.
La casa resplandecía con todas las luces encendidas, y los sirvientes se movían alrededor de varias mesas cubiertas de flores, plata y cristal. En una salita había damas muy escotadas. Y en otra, contigua a esta, los caballeros, vestidos de etiqueta; la mayoría con resplandecientes trajes de oficiales: levita roja con hombreras de flecos en oro, dos hileras de botones dorados, bandolera de cuero esmaltado en blanco y la divisa de su escuadrón o compañía en el centro; otros, los menos, con trajes civiles de color negro y pechera blanca.
Cuando el ascensor se detuvo, y al salir de él, el recién llegado se quitó el sombrero, y poniéndolo sobre su rostro hasta taparlo casi totalmente, no dejando visibles más que los ojos, se dirigió rectamente hacia una puerta sobre la que destacaba un rotulito en una chapa de ónix. «Doctor Bradley—. Cirugía Estética».
Acababa por fin aquel interminable día en Nairobi. El calor había sido agotador y el aire, irrespirable aun para las personas acostumbradas como Percy a tan terrible clima, obligaba a jadear a hombres y bestias. Anthony Percy, vestido solamente con una camisa y un pantalón corto, que quizá algún día fueron blancos, estaba sentado, más bien derrumbado, sobre una silla. Frente a él un vaso del ya consumido whisky con soda indicaba el inútil deseo de aquel hombre de calmar su inextinguible sed.
He terminado mi frugal colación nocturna, he encendido mi buen veguero de Virginia y me acomodo en mi sillón favorito, junto al termostato atómico de mi vieja habitación, amueblada con vetustos muebles Victorianos. Este aposento es el santuario de mis 70 años cumplidos. No me hago a la idea de que estamos en el año 2.000, en plena era cósmica, y de que los mortales que habitamos en la actualidad el viejo planeta Tierra, somos los pioneros de la etapa más grande de la historia en su novel exploración a los astros que, hasta hace relativamente escasos años, fuera «tabú» para la raza humana.
Comenzaba a amanecer. Las altas cumbres del «Kilima-Ndjaro», cubiertas por sus nieves eternas, aparecían rodeadas por un mar de nubes que las asemejaba a solitarias islas de deslumbrante blancura, pareciendo que emergiesen de aquella masa algodonosa para recibir sobre sus superficies los primeros destellos solares, que descomponían su luz sobre ellas en múltiples y cegadores reflejos.
En aquella pequeña ciudad francesa del Departamento del Aisne, si alguien quería dar por buena una noticia, solo le bastaba con asegurar: «Me lo dijo Duval». Entonces, ya nadie dudaba. O si deseaba crear interés en torno suyo le era suficiente con empezar diciendo «Estoy seguro de que Duval piensa así...» Y todo el mundo se arremolinaba para escuchar lo que pudiera pensar Duval.
Shalom Sefarad es, probablemente, la mejor novela escrita sobre la historia de la expulsión de los judíos sefardíes, de la terrible equivocación que cometieron los Reyes Católicos. Un libro cargado de sabiduría y erudición, que asombrará al lector por su ritmo, pasión y belleza. «La expulsión de los judíos de España en 1492 ha permanecido en la literatura, en la poesía y en las canciones de cuna del pueblo judío durante más de cinco siglos. ¿Cómo puede ser que España expulsara a los judíos? ¿A qué se debe tal decisión? Guarch escoge al judío español David Meziel, nacido en 1478 y expulsado a la edad de 14 años, como protagonista de su inquisición personal. Meziel vive 80 años y su vida lo lleva desde Portugal a Túnez, y de Egipto a la corte de Suleyman el Magnífico. Muchos judíos españoles anduvieron esos caminos, otros salieron por Ámsterdam y llegaron al Báltico, o huyeron por Italia, siguiendo a las tierras del Sultán. Meziel es expulsado formalmente de España, acogido por el mundo musulmán en sus andanzas mediterráneas. Se trata de un libro que toca la médula de la identidad de los españoles, de los hombres mediterráneos, de los judíos, moros y cristianos que formaron aquella España y que de variadas maneras siguen encontrándose en el día de hoy». Ioram Melcer, escritor y traductor de Shalom Sefarad al hebreo.
Una nueva integrante fantástica de Minotauro Asiático.
Entregada por su madre al Rey del Infierno siendo una niña, Lady Jing es mitad vampiro, mitad espíritu-zorro y una descarada insolente. Como tutelada del Rey, Jing ha pasado los últimos noventa años haciendo recados, esquivando las burlas de las odiosas cortesanas hulijing e intentando controlar su explosivo carácter… con resultados dispares.
Un día, por casualidad, oye a las cortesanas conspirar para robarle al Rey una perla de valor incalculable, y decide aprovechar la oportunidad para ponerlas en evidencia de una vez por todas.
Así, con la ayuda del mortal responsable del Banco Central del Infierno, Jing se embarca en una búsqueda salvaje de información, primero en el Infierno y luego en el Shanghái mortal. Sin embargo, cuando sus hijinks ponen al mortal en peligro, debe decidir qué es más importante: vengar su pérdida de prestigio o renunciar a su vida actual y tener la oportunidad de experimentar la ternura y, tal vez, incluso el amor.
Cuando llegó a Bombay no era más que un fugitivo, sin identidad, sin futuro, sin esperanza. Allí conoció el paraíso y el infierno, el amor y el odio, la pasión y la guerra. Y se ganó un nombre otorgado con el corazón: Shantaram. Aterrizó en Bombay huyendo de un pasado de crimen y droga, perseguido por la policía tras su fuga de una prisión de máxima seguridad en Australia. Y en sus barrios más míseros, donde los extranjeros jamás se adentran, donde sólo el amor y la lealtad permiten la supervivencia, su existencia cobró auténtico sentido y alcanzó una intensidad que no creía posible. En las calles sucias y llenas de vida de Bombay aprendió el valor de la auténtica amistad junto a hombres alegres y sencillos, como Prabaker, y otros violentos, duros y leales, como Abdullah. Conoció también el goce y el tormento de amar a una mujer excepcional. Y con la misma fuerza sufrió el lado oscuro de la vida: la tortura y el horror en las cárceles indias, la traición, la muerte de los seres queridos… Se hizo un nombre entre traficantes, contrabandistas y falsificadores, adoptó sus códigos de honor y forjó con ellos unos lazos que le llevaron hasta las montañas de Afganistán, junto a los mujahidines que combatían a los soviéticos. Esta es la historia real de la transformación de un hombre que atravesó todos los estadios del espíritu y todas las pruebas del cuerpo. Y es también el relato de una aventura increíble en una ciudad terrible y fascinante a la vez, en cuyas calles caóticas y abigarradas se esconden las verdades esenciales de la vida.