El hombre y su caballo habían venido a través de las montañas durante todo el día; y el día fue de los peores de aquel verano. Ahora estaban escalando un repecho pedregoso donde crecían algunos juníperos raquíticos mezclados a matas de salvia y manzanita. A un lado y otro, las montañas alzaban sus hoscas siluetas, arriba el cielo era de cobre azulino. El rojo sol, cansado de torturar a la tierra y sus habitantes, se disponía a esconderse hacia el lejano océano Pacífico. Un par de águilas planeaban majestuosamente allá en lo alto… El caballo era un garañón gris de gran alzada que sólo parecía tener piel y huesos. El jinete, un tipo alto, de estrechas caderas y anchos hombros, cuyas ropas demandaban otras a voz en grito. En cambio, era razonablemente nuevo su sombrero y casi nuevas sus botas tejanas de alto tacón y cuero rojo. Silla y cinto de balas eran usados, pero buenos, el rifle y el revólver parecían excelentes. A su espaldas, y sujeta por una correa de piel curtida, llevaba en bandolera, dentro de una funda, una guitarra. Todo el conjunto, hombre, caballo, armas, montura y guitarra, estaba cubierto por una capa de polvo rojizo. Al llegar al repecho, el jinete tiró de las riendas al caballo, que enderezó las orejas y se afirmó sobre las cuatro patas mientras el hombre adelantaba la cabeza con súbito interés.
El pueblo estaba desierto. Strong parpadeó, de asombro al advertir que no se veía a nadie por la calle. Cabalgaba tranquilamente, al paso de su montura, examinando con ojos escrutadores los edificios que desfilaban a ambos lados de su avance. Nada, no se veía una sola alma. Y el caso era que Camp Ward no parecía una ciudad muerta, abandonada por sus moradores después de una fugaz época de prosperidad. No, todos los edificios se hallaban en buen estado y no se veían cristales rotos o cubiertos por una espesa capa de polvo. La cantina permanecía abierta de par en par. La oficina del alguacil se veía desierta. Al fondo de la calle, a unos cuatrocientos metros de distancia, se veía el antiguo fuerte que había dado su nombre al pueblo.
Anaconda se había convertido en un poblado bastante importante del Oeste de Montana, por uno de esos caprichos que la suerte suele otorgar a boleo. Las minas de cobre descubiertas en Buttle, a no mucha distancia de allí, el incremento que la población minera iba adquiriendo y el hecho de haber instalado las oficinas de la más importante compañía explotadora del cobre en Anaconda, hicieron el milagro de convertir un poblado casi insignificante en un centro de importancia y movimiento, cuyo aumento de población y riqueza debía repercutir, como era lógico, en toda la vida íntima del poblado.
La diligencia que hacía el recorrido de Sur a Norte, para morir en los pueblos solitarios faltos de comunicación en la parte del Llano Estacado, había detenido sus sudorosos caballos ante el puesto de recambio en la plaza principal de Albuquerque. Vehículo fuerte, pero pesadísimo, de recios costillares, alta baca y ruedas enllantadas en hierro, era capaz de resistir las más duras jornadas, aunque sus ocupantes más sensibles llegasen con los huesos molidos a sus puntos de destino. El vehículo se detuvo entre un estrépito de campanillas, piafar de caballos sudorosos y maldiciones del barbudo mayoral, que, en cuanto a frases pintorescas, agresivas y malsonantes, era una verdadera enciclopedia del Oeste.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El viento soplaba con fuerza. La tormenta de arena igual podía durar un día que una semana. Ray Ewans lo sabía. Y solo le quedaba armarse de paciencia en espera de que el tiempo volviera a mejorar para poder seguir su camino. Afortunadamente, la pequeña cabaña de troncos que había encontrado en pleno desierto estaba dándole abrigo ante la inclemencia desatada sobre el llano. Pero Ray Ewans era un hombre sin prisa, sobre todo después de aquellos tres años en los que sus nervios adquirieron el temple del acero. Ahora era un hombre frío, al que muy pocas cosas en el mundo conseguían alterar. Estaba sentado en el rústico banco de madera situado en el centro de la cabaña, dejando que el cigarro se consumiera entre sus labios, cuando tuvo la impresión de que alguien hablaba en el exterior.
Nadie se explicaba cómo Adele Novak poseía coraje y agallas para mantenerse en aquella endiablada zona del Humboldt, recién bautizada con el nombre de City Sol, debido a que el poblado había nacido como surgido, inopinadamente, del fondo de la tierra, a muy escasa distancia de la montaña del Sol, cuya cúspide rocosa y árida, se erguía hacia el Este, formando una sierra dentada, la cual perdíase de vista a uno y otro lado, sin que desde allí se pudiese abarcar su fin. Quizá ello se debiera a que Adele habíase establecido allí cuando aquello era un paraje, solitario, en el que merodeaban, famélicos y derrotados, un puñado de buscadores de minas sin fortuna. Adele había llegado a aquel lugar un día con su marido, un buscador joven e intrépido que, meses más tarde, moría envenenado por la picadura de una diminuta, pero terrible serpiente. Las ilusiones del minero quedaron cortadas por el veneno y Adele, viuda en plena juventud, pues apenas si frisaba en los treinta, se preguntó qué debía hacer, al verse sola en aquel paraje inhóspito y alejado, sin un hombre que cuidase de ella y le procurase lo más preciso para su subsistencia.
Jack el Lobo, se vio ingratamente sorprendido cuando tras envidar alto una jugada en la que tenía en sus manos una escalera de color que le facilitaría una hermosa ganancia, oyó una voz a pocos pasos de él, que decía con acento frío y cortante: —Jack: cuando hayas recogido tus ganancias, levanta los brazos y entrégate. Te ha llegado la hora de rendir cuentas, como las han rendido casi todos tus compañeros de banda. El lobo era un hombre frisando ya en los cincuenta, de estatura media, fornido, de piernas estevadas debido a sus muchas horas diarias seguidas de cabalgar sobre la silla. Su rostro era cetrino, curtido por vientos, soles y tempestades, y por muchas noches durmiendo a la intemperie, en los riscos y en las cuevas de las más abruptas montañas. Sus ojos grises, poseían un mirar duro y agresivo, y sus labios eran gruesos y groseros. Presentaba algunas ligeras cicatrices, una en la frente y otra en una mejilla, y sus manos eran grandes, sarmentosas, pero de dedos como garfios.
El hombre tendido en el camastro tenía barba de varias semanas, ojos hundidos, rostro cerúleo y demacrado. Sudaba a mares, consumido por la fiebre. De sus agrietados labios brotaba de vez en cuando un gemido, aunque se esforzaba por reprimirlo. Junto a él, su camarada Rennie Kilbourne, más conocido por «Sour», trataba de infundirle ánimos.
El viejo Patrick miró apenado a su mulo. El animal yacía tendido en el suelo, como si no hubiera podido soportar más el peso sobre su lomo. Sus ojos, glaucos, estaban fijos en los del veterano buscador de oro y parecían pedirle compasión. Era una expresión más humana que la de algunos individuos que se sostenían sobre los pies.
—Viejo amigo —murmuró Patrick—. Has dado todo lo que podías y llegado al fin de tu camino.
El viejo descargó al animal de su impedimenta y se lo quedó mirando, para ver si aquello le hacía reaccionar.
No fue así.
El saloon era una construcción enorme, que había sido construida con troncos, pero que luego su dueño reforzó con obra de piedra y de ladrillos, levantando dos plantas para convertir en hotel su establecimiento, acondicionando para este una entrada separada de la de aquel. Así, aunque en el hotel se alojasen mujeres, no tenían por qué pasar por el saloon donde se jugaba, se bebía y, a veces, se organizaban peleas de órdago.
Cuando la muchacha de rostro angelical penetró en el Banco, todos la miraron sonrientes. Se percibía a la legua, por su porte distinguido, que era una señorita de posición acomodada. En el Banco había poca gente. Únicamente tres clientes. Ella se colocó la última en la fila.
Atrás quedó Nickel Creek, del mismo modo que quedaban los feraces pastos repletos de ganado, las verdes praderas de los alrededores de los Lagos Salt, y el infortunado cuatrero se adentró en la árida extensión, rumbo al sudoeste, en busca de las estribaciones de Sierra Diablo y de otro lugar donde aposentarse, donde nadie supiera de su pasado y de su infamante marca de ahora.
Las sombras del anochecer habían caído sobre la aldea india. Los centinelas montaban una guardia rutinaria. La tribu no tenía enemigos declarados y no se temía ningún ataque. Dentro de los tipis ardían las fogatas que calentaban a quienes se hallaban en su interior. En uno de aquellos tipis estaban reunidos varios muchachos, que aún no habían pasado la prueba de la pubertad y no habían sido admitidos como guerreros. Ellos estaban pendientes de las palabras de Avat-Niah, el hombre de los tiento veinte inviernos.
Había cabalgado sin prisas casi toda la noche sin que el sueño le inquietara ni un momento. Quizá porque la perspectiva de ver otra vez las tierras y las gentes que nunca pensó volver a contemplar le preocupaba más de lo que se atrevía a confesarse a sí mismo. De cualquier modo, ahora volvía, y bajo la blanca luz de la luna los paisajes se abrían ante él como un recobrado mundo que nunca pudo olvidar.
Era un cartel engañoso. Pero estaba allí, a la entrada del pueblo. También el tiempo era engañoso. En el suroeste resultaba difícil que lloviera. Y más difícil aún que lloviera torrencialmente. Pero llovía. Y lo hacía como si todo el cielo estuviera derramando sus reservas de agua sobre la tierra, habitualmente calcinada, seca, agrietada por las largas sequías.
Siempre es duro matar a hombres. Pero con la costumbre, ese trance se soporta mejor. Esa había sido de siempre la filosofía del individuo que ahora permanecía en pie, en medio de la calle, encarado a aquellos tres hombres. Ahora no tenía que matar a uno. Debía de matar a tres. O morir él.
Los estampidos fueron bruscos. Muy bruscos. Tanto, que los buitres que se hacinaban sobre los restos de un caballo descarnado y maloliente que yacía en el desierto, levantaron el vuelo, lanzando graznidos coléricos. Su festín se había interrumpido desagradablemente para ellos. Los disparos continuaron durante unos momentos.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Elsie abandonó la propiedad con paso rápido, encaminándose sendero adelante, a través de los pastos de la hacienda Ingram, en dirección a su pequeña propiedad cercana. Una propiedad que de tal solo tenía ya el plazo angustioso de unas pocas horas. El sol estaba llegando a su cénit. Cuando comenzase a descender, sería como la arena de un reloj, cayendo implacable hasta agotarse. Y en el momento en que aquel rojo disco estuviera rozando las lomas del horizonte por el Oeste, todo habría llegado a su fin.