Cabalgaba descuidadamente, relajado y sintiéndose en paz con todo el mundo, incluso consigo mismo, cosa que no siempre sucedía. De modo instintivo, el caballo seguía los profundos surcos dejados en el reseco camino por los carros sin que el jinete le hiciera indicación alguna, como dejándole la iniciativa de la ruta a seguir. Bien es verdad que el jinete le importaba bien poco la ruta ni el lugar a donde pudiera llevarle aquel estrecho camino que serpenteaba entre altos y desolados roquedales. Había muy pocas cosas que le preocuparan realmente desde que acabaran las luchas indias y la vida turbulenta de tan solo un par de años atrás.
Salió de las oficinas, encaminándose con rapidez a una edificación cercana, cuyos bajos ocupaba un amplio saloon de llamativa fachada, llamado La Rueda de la Fortuna, donde anunciaban juego, bebida y mujeres. Encima, se alzaba un hotel de igual nombre. Entró en el saloon, vacío a aquellas horas de la mañana, encontrándose con un empleado que barría el local. Le sujetó por un brazo.
La guitarra rasgueó sus notas en la noche. Eran notas típicas de la música mexicana, entre alegre y melancólica, sentimental y a la vez risueña. Luego, la voz bien timbrada entonó la canción, que hablaba de revolución y de amores, de muerte y de pasión, de balazos y besos.
Un enorme rótulo sobre la fachada pregona quien supiera leer que ése era el mejor hotel en mil millas a la redonda. Teniendo en cuenta que Bonnerville estaba al borde del desierto, y que éste se extendía hasta lo que parecía ser el otro confín de la tierra, el jinete que acababa de descabalgar estuvo dispuesto a creer en la triunfal propaganda.
El vagabundo, un hombre alto y delgado, de unos treinta años, intentó doblarse sobre sí mismo para escapar al castigo, pero el fulano que le sujetaba por la espalda le dio con la rodilla en los riñones para que se mantuviera derecho. El gorila le atizó un puñetazo en el vientre.
Cuando Dennis Weston cubrió el rostro rígido de su padre no pudo evitar echar una ojeada a Sidney, su hermano mayor.
La tensa expresión de Sidney mostraba sin disimulo alguno la rabia y la cólera que tenían lugar en su interior.
Parecía un animal enloquecido.
El juez Benson y el sheriff Allen estaban también presentes por expreso deseo del finado. Este había ordenado que los llamaran para que fuesen testigos de su última voluntad.
Todavía el cuerpo de Jack Weston se mantenía cálido y aún nadie había abandonado la estancia cuando Sidney, loco de furor, gritó:
—¡Maldito viejo! ¡Mil veces maldito!
El repiqueteo metálico y las voces del cocinero pusieren rapidez en los movimientos de los vaqueros. Los que trataban de enlazar un ternero se olvidaron del animal, volvieron a enrollar sus lazos y se encaminaron hacia la carreta de Saolín. También aquellos que mantenían sobre la fogata el hierro con la «D» invertida y los rabos prolongados como una cornamenta, abandonaron la tarea para reunirse con los demás.
Los informes que le habían llegado de los distintos Estados del Sur eran verdaderamente alarmantes. Como consecuencia del asesinato del presidente Lincoln, el 14 de abril, bandas rebeldes se habían levantado en armas, dispuestas a seguir combatiendo a las fuerzas de la Unión.
No fue un grito, sino una quejumbrosa exclamación emitida por alguien que, de repente, se hubiera visto inmerso en una extraña y desconcertante situación. Los buitres que habían estado revoloteando sobre el fuerte, silencioso y abandonado, acabaron por marcharse. Uno de ellos, el último en darse cuenta de que en aquel lugar no había el menor vestigio de carroña que pudiera saciar su inagotable voracidad, se posó sobre la rueda de un oxidado cañón.
Catorce de agosto de 1876. Era la fecha. El día. No se podía decir de él que iba a ser un día difícil de olvidar, al menos para Bart Royce. Porque Bart Royce no iba a olvidar nada, ni a recordar nada tampoco, a partir de aquel mismo día catorce de agosto, en plena fiebre del oro de Deadwood. Eso estaba filosofando para sí Lester McDugall, alguacil provisional de la próspera y tumultuosa ciudad de Dakota del Sur, mientras intentaba dormitar un poco en su silla de la oficina, a la espera de acontecimientos. No tenía nada personal contra Bart Royce, era la verdad. Pero iba a tener que llevarlo al patíbulo que acababan de levantar allí, frente por frente a la misma cárcel del lugar.
Stephen Ward detuvo su carromato delante del almacén general. Miró en derredor, inquieto. Eran malos tiempos. Sobre todo para él y los suyos. Y para todos los que, como él, eran allí personas dedicadas a algo que no fuesen reses, caballos, rodeos, marcar ganado, regentar ranchos y criar manadas de terneros para enviarlos luego a buen precio a los mataderos del Este.
El general McCoy se frotó su bien cuidada barba salpicada de hebras plateadas, atusó su bigote marcial, de erguidas puntas, y sonrió mirando a su interlocutor con aire displicente.
Virgil Drury, llega a las Black Hills de Dakota del Sur para instalarse una temporada en un pueblecito que está a tiro de piedra del mítico Deadwood. Drury es un pistolero profesional y un hacendado llamado Jonathan Ingram lo ha contratado para protegerlo a él y a su bella esposa, Lilah... de la maldición de Judas Mulberry, un criminal ahorcado por Nathaniel, el demente hermano de Jonathan. Cuando llega al pueblecito de Black Hawk, nuestro protagonista ya sabe por dónde van el asunto de la maldición, pues en el camino ha tenido la oportunida de enfrentarse a un grupo de silenciosos jinetes de monturas fosforecentes que, a menos que los ojos de Drury lo hayan engañado, son un grupo de esqueletos con pistolas. Y lo mejor de todo es que esos espectros disparan con balas de oro, tal y como Drury ha podido atestiguar...
Harry Clark oyó los dos rápidos disparos cuando estaba sentado en su oficina, pensando en Muriel, en los encantos de Muriel y en que habría que hacer algo con ella, y pronto, o acabaría tan loco como el viejo Talmadge. Los disparos retumbaron lejanos, pero claramente audibles. El comisario se levantó refunfuñando. Había sido un domingo tranquilo, sin excesivos alborotos. Y, desde luego, sin disparos.
Los organizadores del «rodeo» comenzaron a maldecir, mientras los asistentes corrían a refugiarse del aguacero y las instalaciones de la feria se convertían rápidamente en un lodazal donde ningún vaquero, ni el más suicida, se arriesgaría a montar un potro salvaje o a domar a un astado violento. Además, tampoco hubiese valido la pena la hazaña, porque no quedaba nadie para presenciarla, bajo los festones de banderitas de papel que adornaban el recinto festivo.
Estaba a punto de llegar el invierno. La hojarasca amarillenta de las arboledas otoñales comenzaba a tomar un tinte más oscuro, allá en el fondo de la hondonada. En cambio, las coníferas de las grandes alturas que circundaban la zona, mantenían su verde sombrío y espléndido a la vez, agitado por un aire frío, cortante y seco, precursor de las primeras nevadas.
La puerta de la celda se abrió. El peculiar chirrido del metal oxidado siguió al doble giro de la llave en la cerradura.
—La comida, Brad —dijo el celador, entrando en el pequeño recinto enrejado con la bandeja que contenía los alimentos.
Tras él, en el umbral, el comisario se mantenía rifle en mano, pendiente de los movimientos del prisionero. Este se alzó de su camastro con aire indiferente.
—Gracias, Bill —dijo con voz calmosa—. ¿Qué tenemos hoy?
El marshal Hunter pegó con su espuela en el rostro del hombre tendido a sus pies. El desdichado aulló de dolor, y el metal dentado rasgó su mejilla profundamente hasta el pómulo, empezando a chorrear sangre.
Los dos comisarios sujetaron con fuerza al herido, mientras este se convulsionaba, con ojos de vivo terror.
—Adelante, Gus —dijo fríamente el marshal—. Habla.
Julie Towers tenía muy poco que agradecerle a la madre natura. Para ser exactos y justos, no tenía nada que agradecerle. La naturaleza, con ella, habíase mostrado excesivamente despiadada. Pero puede que hubiese obrado con justicia porque Julie Towers no se merecía nada mejor.
Estaba en ese pueblo cómo pudo haberse encontrado en otro cualquiera a cien millas al norte, al este o al sur. O al oeste, aunque Mark Daniel no estaba muy seguro de que más al oeste hubiera aún cien millas de territorio americano. La geografía no era su fuerte. Las mujeres, sí.