Iniciábase el año 1879 cuando en la bronca y bulliciosa ciudad de Tucson, sobre la antigua ruta rodada llamada del Overland, penetraba un tipo notable. Se trataba de un individuo alto, enjuto, cetrino, pero recio y vigoroso, debido a su áspera existencia de hombre inquieto y dinámico, gran conocedor del desierto y tipo activo que dedicó muchos años de su errante vida a tratar de descubrir en la tierra virgen algún filón de plata u oro que le hiciese rico y célebre en el transcurso de una noche y una madrugada. Vestía casi harapos. Sus ropas estaban remendadísimas con trozos de pieles, sus botas desgastadas presentaban parches mal cosidos para ocultar los agujeros, su camisa era de color tan indefinido, que nadie hubiese acertado a fijar el primitivo suyo y, en cuanto al sombrero, era un casquete polvoriento, con unas alas tan deformadas, que iban trazando un tobogán a medida que daba vueltas.
El grupo de jinetes desembocó al llano amarillo, por uno de los múltiples y ásperos desfiladeros que se abrían a lo largo del tortuoso e impresionante Gran Cañón del Colorado. Procedían del Valle del Antílope, casi en la frontera de Utah y después de haber atravesado el bermejo río, no sin muchas fatigas y peligros, trataban de correrse hacia el oeste buscando las reservas indias de Huapai, para internarse después en las fragosidades del este de Nevada.Parecían cansados y lo estaban en efecto. La áspera caminata había sido agotadora. Infinidad de horas galopando sobre un terreno nada grato, durmiendo con un ojo abierto y otro cerrado y sin descansar más que lo preciso para que sus bravas monturas no se agotasen totalmente, habían dejado a su espalda más de un centenar de millas en tres días y aún les quedaban unas cuantas jornadas de trotar para alcanzar la divisoria.
Desde lo alto del caballo, junto a la empalizada de espino que separaba los pastos del rancho «C. C.» del polvoriento sendero, Duncan Weson vio avanzar como el viento un caballo que, entre oleadas de fino polvo, se encaminaba al rancho. Cuando el brioso animal pasó como una centella a poca distancia del espino, Duncan tuvo tiempo de reconocer al jinete, aunque el corazón ya le había dicho quién era, y apretó sus duros dientes con rabia. Si había alguna persona a quien Duncan odiase con toda su alma, aquella persona era Gerald Laming, el hombre que acababa de cruzar como un meteoro delante de él.Duncan le siguió con mirada turbia hasta verlo desaparecer por una revuelta del camino y luego con voz ronca, murmuró:—Un día le desharé a puñetazos o le clavaré cinco balas en su maldito pellejo. Ese tipo es un sapo venenoso que no encierra en su cabeza un solo pensamiento decente y va a saber algún día quién es Duncan Weson.
Raf Sherman detuvo el sudoroso caballo a la puerta del hotel, en Mickelson, un poblado a orillas del pequeño Missouri, y saltando grácilmente, arrojó las bridas sobre el cuello del noble animal, y con la agilidad propia de sus veintiséis años, ganó los escalones que le separaban del hall. Mas lo hizo con tanto ímpetu a causa de la prisa que le acuciaba, pues llegaba con retraso a una cita, que sin darse cuenta fue a tropezar violentamente con una preciosa muchacha que en aquel momento iba a descender a la calzada.Raf tuvo una visión fugaz de la muchacha en el momento del choque. Alta, esbelta, rubia, con los ojos de un gris claro, el pelo peinado en dos graciosas ondas que casi la tapaban las orejas y unos labios finos, rojos y enérgicos, que dejaban entrever la doble hilera de blancos y bien recortados dientes.
—Fred… —Dígame, señorita Dora. —Acerque más su caballo; quiero hacerle unas preguntas. —A sus órdenes, señorita Dora. Fred Cleverland, azuzó un poco su precioso caballo negro y lo puso a la altura de la fina jaca castaña de Dora Murphy, la hija de Boris Murphy, su patrón. Fred era un tipo de hombre joven y no mal parecido. Andaría rondando los treinta años, era de estatura excelente, de airosa y viril presencia, moreno hasta rayar en lo cetrino, con unos ojos negros y grandes muy brillantes y un bigotito bien cuidado, que daba un aspecto más atractivo a su fisonomía.
El viejo Lee Perkis, sentado tras la mesa de su despacho del «Rancho K», acariciado su rostro duro, pero simpático, por las llamas de los leños que crepitaban alegremente en la baja chimenea abierta a su derecha, leía por cuarta vez la carta que su hermano Rock le enviara días antes desde Oakland, donde hacía un buen puñado de años dirigía un negocio maderero que le había facilitado una excelente posición social y económica.Rock se había criado con Lee en aquel bendito valle de los Ojos Negros, cerca del río Hondo, en la parte baja de California; pero, al morir el padre de los Perkis, Rock, de carácter más aventurero y menos apegado a la salvaje poesía de las montañas y los valles, decidió tentar la suerte, marchando, primero, a Los Ángeles, y más tarde, a San Francisco, donde tras rudo bregar logró ser nombrado gerente de una compañía maderera que, al florecer, gracias a la energía de Rock, hizo que éste adquiriese una gran preponderancia en la empresa, alcanzando un sueldo muy digno y un interés en el rendimiento total de las ganancias.
La cabaña de Reno Procter estaba situada en un lugar escondido en un pequeño, pero áspero monte que se corría de sur a norte, junto al curso del San Poil River, un afluente de Columbia, al norte del Estado de Washington, y en una zona donde las comunicaciones férreas no existían y las rodadas eran muy escasas.Era allí donde Reno había ido a esconder su persona un año atrás, después de una serie de aventuras extrañas, dramáticas y peligrosas, que habían cambiado el curso de su vida, al menos momentáneamente.Era allí y no en otro sitio, donde podía asentarse con relativa tranquilidad, pues su persona no era tan grata a la humanidad que hubiese muchos espacios civilizados donde él pudiese convivir con el resto de la humanidad sin verse expuesto a tener que rendir cuentas nada agradables a los hombres de la estrella al pecho.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El poblado, si podía ser considerado como tal, había nacido casi por generación espontánea, en el recodo que formaba el River Klamark, junto al macizo montañoso que lo desviaba en un curso diagonal hacia el sur. Como era ley fatal en tales casos, allí donde el metal amarillo hacía su aparición, aunque fuese en un asomo engañoso que luego habría de producir muchas desilusiones y fracasos, el hecho de que dos mineros borrachos hubiesen descubierto cuarzo de oro en las estribaciones del monte y en su euforia lo hubiesen pregonado en las tabernas de Yreka y Fort Jones, bastó para que la voz se corriera y todos los aventureros de aquella parte del norte de California, tocando con la frontera de Oregón, se lanzaran como lobos hambrientos, a picar en las estribaciones del monte y montaña adentro, creyendo que cuando ya, se habían dado por agotados los filones que podía ofrecerles el valle de Sacramento, iba a producirse un nuevo estallido como el del molino de Sutter.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Roger Dukey, el menor de los hermanos Dukey, dejó su destartalado carretón a la puerta de la taberna de Dorey, en el poblado de Garrison, al oeste de Montana, y, limpiándose con el pañuelo el sudor que inundaba sus sienes, penetró en la taberna.Garrison era un mediano poblado, al oeste del Estado, y la principal riqueza de sus habitantes estaba cifrada en el campo. Las cosechas marcaban la tónica de la prosperidad o penuria de los vecinos, según el tiempo se mostraba propicio o negativo para el campo.La familia Dukey había pasado últimamente por momentos de agobio. Sus sembrados habían acusado la sequía durante dos años consecutivos, y no sólo el dinero que tenían ahorrado se lo había llevado la escasez de cosechas, sino que el cabeza de familia, Pierre Dukey, se vio obligado a solicitar un préstamo de Don Campbell, el dueño del Banco Agrícola de la localidad.
Pegleg Brenna, se había encaprichado de Alice Dilley, la sobrina de Two Dilley, el dueño del «Diamond Rock», hija de una hermana de la fallecida esposa de Two, a quien éste había recogido en su rancho al quedar huérfana.Two era un hombre demasiado agrio para congeniar con él, y Pegleg era demasiado orgulloso y violento para aguantar intemperancias de nadie, cuando creía tener la razón. Esto hizo que habiendo actuado en el «Diamond Rock» como segundo capataz durante algún tiempo, regañase con Two cierta noche, y le enviase al diablo con todas sus reses y su rancho.Durante su permanencia en él, había simpatizado con Alice, y de una forma no muy honda parecían haberse entendido. Alice era graciosa, simpática, carecía de orgullo, y Pegleg era un muchacho dinámico y dicharachero, que había caído en gracia a la joven, y de una manera vulgar, habían entablado una relación que, si aún no había echado raíces, llevaba camino de consolidarse con el trato y el tiempo.
Sentado en el reborde de un pequeño ribazo con la pala, la azada y el rastrillo a sus pies y el mentón apoyado en la palma de su callosa y ruda mano, cuyo codo descansaba en una de sus rodillas, Errol Hunter, parecía ensimismado y muy lejos del duro y aislado lugar en que se encontraba.En su rostro atezado por el sol y la lluvia, un rostro joven, agradable, simpático, pero velado por una tristeza que más se aproximaba al dolor y la desesperación, se observaban las huellas de un íntimo y violento sufrimiento, algo que estaba minando su juventud, sus ánimos, su espíritu fuerte de trabajador del agro, algo que amenazaba con sumirle en la locura o en la muerte.
La euforia era delirante. El Norte y el Sur habían firmado la paz tan anhelada por todos y la terrible sangría de vidas y de intereses que estaba sufriendo la nación, iba a empezar a cerrarse. Los miles de hombres que gastaban y no producían, abandonarían las armas por los útiles de labor. Donde tronó el cañón vibrarían cantos al trabajo, las tierras volverían a ser atendidas debidamente, los odios y rencores se irían apagando paulatinamente; una era de paz muy necesaria para el resurgimiento de la gran nación, empezaba a alborear. En uno de los campamentos más avanzados, donde la noticia de la paz sorprendió a los enemigos frente a frente a escasa distancia, se celebraba el acontecimiento con risas, bromas, gritos, bailes y bebidas. El whisky, el aguardiente y el ron, habían surgido no se sabía de dónde y aquellos hombres duros, acrisolados en la fatiga, la privación y la lucha, se sentían como chiquillos a quienes se les ofrece el juguete más de su gusto.
Powder River, éste era el título que en grandes y negras letras figuraba en uno de los costados del edificio de la estación, un barracón largo y oscuro de un solo piso, con una larga marquesina de madera curvada a todo lo largo del barracón y recias columnas de hierro sosteniendo la tejavana de la cornisa. Debajo de ella, sobre el piso de menudas piedras aplastadas para darle firmeza, se amontonaban fardos de mercancías destinadas a los ranchos de la demarcación, a algunos poblados y a distintas granjas diseminadas por aquella parte central de Wyoming. Sobre un firme de carbonilla con traviesas carcomidas por el agua y la acción del tiempo, se asentaban los brillantes y rectos raíles del ferrocarril. Varios soportes con salientes brazos sostenían las pobres luces que alumbraban de noche la triste estación, y a media milla se asentaba el poblado, nutrido, oscuro también, con casitas bajas de un solo piso, aunque algunas de mayor prestancia salpicaban sus empolvadas calles y el río ancho, serpenteante, a veces profundo y amenazador, se deslizaba al lado contrario con dirección al este.
El doctor Hoppe abandonó su casa cerrando la puerta con inusitada violencia. Fue un portazo que hizo temblar aparatosamente los vidrios de la ventana y produjo algunas rajas más en las muchas que el adobe presentaba en la parte fronteriza de la casa. De haber podido realizar una estadística del motivo por el que aquellas resquebrajaduras se habían producido, todas pasarían al haber de los portazos que Hoppe solía dar siempre que se echaba a la calle. A su espalda, una voz ronca, aunque con cierto timbre femenino, bramó: —¡Borracho…! ¡Sinvergüenza…! ¡Un día te mataré por cerdo!
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Harlan Christie surgió por detrás de una pila de fardos de heno que se amontonaban en un lado del andén en espera de ser embarcados en algún tren de mercancías y atravesó casi corriendo el concreto del húmedo y escurridizo piso, para aferrarse al pasamanos de uno de los vagones del tren que partía en aquel momento para Phoenix. La campana había vibrado por tercera vez, el pito del jefe de estación había dado la señal y la máquina, arrojando chorros de vapor y humo por entre las ruedas, empezaba a ponerse en marcha. Cualquier mediano observador que llevase un cuarto de hora en la estación, se habría sentido extrañado de que Harlan, que llevaba tanto tiempo esperando la llegada del convoy, se hubiese distraído contemplando los fardos de heno, hasta el punto de exponerse a perder el tren. Pero en realidad no hubo descuido, ni a Harlan le importaban los fardos, si no era para usarlos como escudo protector hasta el momento justo de partir el convoy.
Aquél era el sexto vaso de whisky que Lyons Sperse había ingerido en los diez minutos que llevaba ante la barra del mostrador de la taberna de Guss. Este, inquieto, le miraba de reojo, pronto a llenar de nuevo el vaso, al menor gesto del pistolero. Le conocía muy bien para saber que no admitía demoras ni contradicciones. Su lema de expulsar a los borrachos del establecimiento no rezaba con Lyons, porque apenas le hubiese hecho la menor indicación, su rápido revólver hubiera contestado de una manera mortal y Guss, aunque valiente, no lo era tanto que se suicidase por una nimiedad, aunque fuese por mano ajena. Los ojos de Lyons flameaban como dos ascuas recién avivadas. Eran dos ojos negros y hasta bellos, como dos carburos, escondidos bajo la línea severa y poblada en las pestañas de trazo firme. Ojos de loco a veces, aunque cuando estaba sereno y de buen humor parecían sonreír, y de ellos emanaba una luz simpática y atrayente que era como un escudo tras el que protegía sus íntimos pensamientos.
Desde lo alto de un ribazo donde se había detenido a descansar bajo la grata sombra de un añoso enebro, Slash Keno, tenía fijos sus grandes y expresivos ojos en el hermoso caballo castaño, que, montado por una grácil joven vestida de amazona, había iniciado un acto de rebeldía contra su jinete. La joven había perdido el dominio del animal, el cual, furioso por algo que Keno ignoraba, se negaba a continuar el endiablado trote que había seguido senda adelante y se ponía de manos, relinchando con furia y dolor, revolviéndose airado a cada golpe de látigo que la amazona le administraba para obligarle a seguir adelante. El profundo conocimiento que el joven Slash poseía de los animales, le advertía que algo raro le sucedía al equino, algo raro que ella era incapaz de descubrir, pero que amenazaba con acabar de un modo dramático para la obstinada muchacha.