Charles Logan oyó unos gritos y se asomó a la ventana, abandonando el almuerzo sobre la mesa, en el comedor que se encontraba. Unos vaqueros estaban golpeando a un hombre de edad. Permaneció unos momentos contemplando la escena y sonriendo, regresó a la mesa y al almuerzo.
Jack condujo a los tres viajeros, que vestían de ciudad, a la salida de la estación, y caminando la media milla que había hasta la población, iban hablando, refiriéndose cada uno lo que les había sucedido desde que no se veían. Preguntaban por amigos comunes y recordaban tiempos pasados.
Los jinetes recorrían el ganado al paso lento de las caballerías. Bob miraba con ojo experto las reses que les habían dicho fueron separadas. Ben iba pendiente de él. Bob no decía nada y su rostro inexpresivo era el característico que se conocía como «póquer». Davie Lefty, acompañado a su vez por el capataz, iba diciendo casi la historia de cada semental.
Don salió de la casa y, como tenía el caballo preparado a la puerta, montó, diciendo adiós a los que salieron detrás de él. No había cabalgado una milla cuando vio a un jinete, que cabalgaba, completamente tranquilo, por su propiedad. Hizo que el caballo se desviara para salir a su encuentro, cuando le sorprendió un disparo y vio caer al jinete del caballo. Espoleó la montura para ir hacia el caído. Una vez junto a él, desmontó, comprobando que estaba vivo, aunque la herida parecía grave, y en la espalda.
A la suave luz del atardecer de un caluroso día de agosto, un jinete montado sobre un brioso mustang , rubio como un campo de trigo en sazón, coronó lo alto de una loma y se detuvo en su cima, llevando ambas manos a su moreno rostro para formar pantalla y proteger sus ojos de la roja lumbrarada del sol que le hería de frente, impidiéndole contemplar a su guste todo el dilatado paisaje que se abarcaba desde aquel observatorio.
EN el año de gracia de 1776, cuando España, ganosa de nuevos y vírgenes horizontes, se expandía por el Globo sin encontrar fronteras para su poderío y ansias de colonización, unos monjes franciscanos procedentes de México, establecieron una misión en el Oeste central de California, próxima al mar, bautizándola con el místico nombre de misión de San francisco de los Dolores.
BILL, "Dos Pistolas", bien abrigado en su manta, tomó el rifle con mano nerviosa, y con un siseo obligó a "Relámpago”, su caballo, a detenerse. Le parecía haber captado el canto de una chotacabra, un poco confuso para ser auténtico, y su instinto de hombre de las praderas y las montañas le advertía que pisaba un terreno peligroso. Realmente, Bill no lo ignoraba. Sabía que caminaba internado por una región poco dominada por la civilización y avanzaba alerta, sabiendo que los indios “siux” aun predominaban por aquellas latitudes entre la divisoria de Idaho y Oregón.
EN una mañana fría y cortante de principios de otoño, hallábanse reunidos en un lujoso tercer piso de la Chester Street, la más importante vía comercial de Filadelfia, cinco individuos notables por su aspecto y mucho más notables por su significación social en la Confederación.
Tratábase de los accionistas más destacados de la célebre empresa de transporte “Pony Express”, dueña de las diligencias que comunicaban en aquella época el Este con el Oeste americano, por medio de un servicio reputado como el más eficiente, rápido y conocido hasta tal fecha.
Apesar de la dureza de carnes y del entrenamiento que poseía montando a caballo, la jornada resultaba ya demasiado áspera y cansada, aún para un jinete como Bill Roock, “Dos Pistolas”. En un plazo de muchos días, había atravesado Wyoming y El Colorado hasta Durango, y desde allí tenía el proyecto de llegar a Santa Fe, cruzando diagonalmente de Oeste a Este a través de las reservas indias que unían Arizona con Nueva México, para alcanzar el curso de Río Grande y llegar a El Paso, donde pensaba realizar ciertas investigaciones que le llevasen a aclarar un obscuro suceso que traía entre manos.
AUNQUE el diablo áureo y amarillo, panacea de todos los males en todos los tiempos, acababa de, hacer su nefanda aparición en el centro de California y en particular en la cuenca formada por los ríos Sacramento y San Joaquín, a la que acudían los aventureros y desesperados de todo el continente, no todos se habían dejado influenciar aún por el mefistofélico poder del oro y unos por espíritu poco audaz para hacer cara a las fatigas y otros, más sensatos, por entender que un trabajo seguro y un negocio positivo y eterno valían más que una fortuna que carecía de base continuada, habíanse abstenido de correr el albur de aquellas dramáticas jornadas que estaban aureolando de terror, sangre y muerte el vellocino de oro y se mantenían al margen, dedicando sus actividades a industrias y negocios menos espectaculares, pero quizá más duraderos y prácticos a lo largo de los días.
LA Gran Marcha”, como los nordistas calificaron aquel arrollador y espectacular avance del ejército del general Grant a través del territorio dominado por los sudistas, había terminado, virtualmente, con la brillante toma de Richmond. La capital de los esclavistas, vencidos y derrotados por el comodoro Foole, estaba en manos de las tropas de Grant, y el general Lee, que con tanto denuedo había luchado por la causa del Sur, se aprestaba a despedirse de sus hombres con el corazón lleno de congoja por la amargura de la derrota.
BILL Roock, “Dos Pistolas", detuvo su caballo a la sombra de un frondoso cedro, y quitándose el amplio sombrero que casi se había pegado a sus sienes por efecto del calor, se pasó el pañuelo por la frente y refrescó míseramente su rostro con el aire que le prestó el modesto adminiculo al ser agitado con desgana.
La tarde se batía en derrota, tras las obscuras cresterías de los montes cercanos que encajonaban casi toda la ruta que venía siguiendo, pero el calor, a pesar de lo avanzado de la hora, resultaba casi asfixiante.
CORRÍAN los días trágicos y azarosos para Bill “Dos Pistolas”, cuando éste, corroído por el implacable gusano de un dolor interno que no sabía cómo matar para dar al olvido la tragedia que le había sumido en el caos, recorría al azar todo, el Oeste, deseando encontrar a su paso alguien con suficientes agallas para enfrentarse con él y librarle de una vida harto pesada que ya encontraba imposible de soportar.
BILL Roock, "Dos Pistolas”, había cruzado Montana por el este, para penetrar en Dakota del Norte. Tenía necesidad de adquirir ciertos informes muy útiles en Bismarck, la capital del Estado del otro lado del gran río Missouri y al tiempo, quería aprovechar la coyuntura para conocer aquella parte del norte de la región, que le era desconocida.
LAKE Charles es un poblado bastante importante del sudoeste de Luisiana, a unas pocas millas del río Sabine y bastante próximo a la frontera de Texas.
Rodeado de pueblos agrícolas y ganaderos, Lake Charles es el centro comercial, industrial y financiero de esta parte de la región y en el que se conciertan la mayoría de los negocios de ganado, lana y productos agrícolas y se realizan las transacciones bancarias más importantes.
CUANDO Bill Roock, “Dos Pistolas” penetró en San Antonio de Texas, encontró el gran pueblo completamente cambiado. Su dinamismo, el abigarramiento de marchantes, el auge de sus establecimientos, la vida activa que rebosaba el poblado, le parecían algo nuevo y se sintió atraído por aquel cambio de ambiente.
Pronto se dio cuenta de la causa de aquel movimiento inusitado, superior muchas veces al que poseía cuando estuvo últimamente allí. La célebre “ruta de Chesholm", que partiendo de la capital alcanzaba Dodge, era el motivo de aquella afluencia de gente.
FLAGELABA las carnes como un látigo un frío crudo y áspero que soplaba aquella tarde de principios de febrero. El cielo, encapotado, amenazaba con nevar, y el aire, al correr en turbonadas, levantaba oleadas de polvo que formaban espesas cortinas en la carretera.
Bill Roock, “Dos Pistolas”, caminaba molesto, más que por el frío, al que estaba acostumbrado, por el polvo, que irritaba sus ojos. Le precedía la diligencia que, hacia el servicio desde Bisbee a Tucson, en Arizona, y el potente tiro de bien alimentados caballos que arrastraban el pesado vehículo removía el polvo de la carretera, dejando tras él tan molesto rastro.
ERAN las diez de la mañana de un claro día de verano, cuando Bill Roock, “Dos Pistolas”, cruzaba tranquilamente a caballo por una de las principales calles de Prescott, en Arizona.
Iba a seguir de largo en busca de una buena posada donde descansar de su largo viaje, cuando al volver la cabeza, descubrió un edificio de aspecto arquitectónico bastante dispar con el resto de las construcciones y observó que, ante la puerta, se agolpaba un grupo de gente tratando de leer algo que se hallaba pegado a la pared.
LA región del Colorado en otoño, posee un clima benigno y amable. Los pinos, los cedros, las encinas y los robles conservan sus verdes vestiduras hasta bien avanzada la estación, y el frío solamente se hace sentir con acritud por las noches o los días en que el viento, soplando del Este, se filtra por el sistema montañoso que se alza en el centro y en particular por los Montes de San Juan.
Una mañana del mes de octubre, Bill Roock, "Dos Pistolas”, después de haber cruzado Utah por el Este y alcanzar la confluencia de los ríos Dolores y San Miguel, casi en la divisoria, se dirigió hacia el inmenso valle que a izquierda y derecha encerraban ambos ríos y que lo limitaba al Sur la línea férrea que casi bordeaba la “Red Muntain”.
ESCUCHE, forastero—advirtió una voz ruda pero simpática, al tiempo que una mano más ruda que la voz detenía a “Relámpago” por las bridas —. Si no tiene prisa en llegar rápidamente al infierno, espere un poco y no entre en la calle principal. Los aires plomíferos que van a correr por ella dentro de pocos minutos, no son muy saludables para el que desee vivir, y usted es joven.