EL poblado de Marisvylle, era bastante importante a unas cuantas millas de Helena, la capital de Montana.
Bill había frecuentado poco aquella parte de la región, pues sus peligrosas actuaciones se habían desarrollado siempre en el Oeste y Oeste Central o a veces en la región de las llanuras, pero la dramática caza de “El lobo del Yermo”, a quien consiguió dar caza y muerte tras una dramática pelea cerca de la frontera canadiense, le llevo incidentalmente a Montana, cuyo terreno a pesar de su aridez y sequedad le agradó mucho.
CUANDO Bill “Dos Pistolas” llegó a Tucson, a muy pocas millas del poblado donde Nina le esperaba con ansia, se sintió tan cansado, que decidió pernoctar allí para reponer fuerzas y asearse un poco. La terrible jornada atravesando de Norte a Sur todo el territorio de la Unión, desde Montana hasta casi los límites de Arizona, había sido agotadora y llegaba materialmente deshecho.
Lo único que le quedaba era su guitarra y, aunque nunca había sonado demasiado bien, la tenía mucho cariño, a pesar que hacía sólo un par de años que estaba en su poder. Pero tenía bastante arte en sus dedos y por dicha razón, aparte de que estaba sin un céntimo, decidió probar suerte en aquel saloon tan concurrido de Ryker Fiat.
Había hecho un largo viaje a caballo y se sentía muy cansado. Apenas dejó la montura en el establo público, buscó un sitio donde comer y luego se encaminó al hotel. Brett Moore pensaba dormir doce horas de un tirón. Ni siquiera tenía ganas de darse un baño. Lo haría al día siguiente, con más tiempo. Ahora sólo quería meterse entre frescas sábanas y gozar de un bien merecido descanso.
Había llegado un poco cansado al rancho, después de haber pasado varias horas en el campo, señalando la tarea a los vaqueros. Tenía que poner al día los libros de cuentas y por ello decidió regresar antes de lo ordinario.
El monótono traqueteo de las ruedas del convoy le hacía dormirse a ratos. El viaje empezaba ya a pesar en él como una losa y sentía unos deseos enormes de llegar a un hotel y darse un buen baño, para luego meterse en una cama a dormir doce horas de un tirón. Danny Hicks pensaba con placer anticipado en el agua caliente y en las frescas sábanas que le aguardaban al final del recorrido./p>
El comanche llegó al borde de una pequeña barrancada y, tras desmontar, terminó a pie la subida de la ladera. Luego se asomó cautelosamente y exploró la llanura con todo detenimiento. No se veía a nadie, en cuanto alcanzaba la vista. Al cabo de unos momentos, el indio giró sobre sus talones y descendió unos cuantos metros, disponiéndose a montar nuevamente, para continuar con su labor de exploración.
Estaba sentado en el suelo, con el revólver al alcance de su mano y la vista fija en el parapeto que tenía ante sí. La espalda quedaba apoyada en un pequeño muro rocoso que le protegía contra ataques a retaguardia, pero Jeff Garrís sabía que su capacidad de resistencia estaba llegando al límite.
A sus veinticuatro años, Dude Grabb tenía motivos más que suficientes para sentirse satisfecho de sí mismo y de la vida. Tenía salud y suerte. En el último viaje, había sido nombrado segundo de la Resolution, una goleta maderera que cubría ordinariamente la ruta entre San Francisco y los puertos del noroeste de Estados Unidos.
El hombre llegó a media mañana a Little Fork y dejó su caballo en un establo de alquiler, encargando que lo cuidasen bien y revisaran sus herraduras, pues seguramente se marcharía antes de que llegase la noche. Dio una buena propina al mozo para estimular su colaboración y luego se encaminó al centro de la población.
Había acampado demasiado cerca del pueblo, pero no lo supo sino hasta la mañana siguiente, cuando, todavía sin salir el sol, franqueó la línea de bajas colinas a cuyo pie había pasado la noche. Entonces, Russ Stone se dio cuenta de que, con un pequeño esfuerzo más, quizá menos de dos kilómetros, podía haber pernoctado bajo techado y sobre una cama de mejores o peores condiciones, pero siempre más blanda que el duro suelo del desierto.
La diligencia marchaba a buen paso, tirada por seis robustos caballos, cuando, de pronto, sucedió lo inesperado. Para el conductor y el escopetero, en cierto modo, no era tan inesperado; ambos habían sido víctimas de más de un asalto, pero ninguno tan extraño como aquél.
El jinete permanecía inmóvil en medio de un grupo de mezquites y otras plantas espinosas, mientras bisbiseaba algunas palabras en voz baja a fin de evitar que el caballo hiciese algún movimiento delator. Seydler sabía la importancia de continuar absolutamente quieto durante unos minutos, en tanto oteaba el atormentado paisaje que le rodeaba. Debía ser una inmovilidad de estatua; Seydler sabía por experiencia que el ojo de un posible enemigo no se fijaría en las cosas quietas, sino en las que se movían por una y otra causas.
El mayoral tiró de las riendas de los caballos, a la vez que aplicaba el freno, y una vez que la diligencia se hubo detenido, saltó del vehículo y se acercó a una de las portezuelas. —Dispense, señorita Farnless —dijo, a la vez que se descubría—. Perdonen, caballeros —se dirigió a los tres restantes ocupantes del carruaje—. Vamos a hacer un alto de unos quince o veinte minutos y, si lo desean, pueden apearse para estirar un poco las piernas. Ahora vienen muy seguidos los repechos de Savage Hills y conviene que los animales estén descansados antes de iniciar la subida. —Muchas gracias, Tom —dijo Vivian Farnless, con una ligera sonrisa—. Sí, creo que estiraré un poco las piernas. —Conductor, ¿cree que este es el sitio más apropiado para detenernos? —preguntó uno de los viajeros. —La mayoría de las veces lo hago así, señor. —Está bien, muchas gracias.
Con un amplio gesto de satisfacción, Stim Sewall suspendió la labor y tendió la vista en torno suyo. Una leve sonrisa distendió sus labios. En tres años de duro y tenaz trabajo, su propiedad había sufrido una notable transformación. Disponía de un centenar de reses, gordas y bien cuidadas. Había agua y pastos en abundancia, incluso para alimentar a un rebaño veinte veces mayor.
Los cinco jinetes entraron en el pequeño pueblo al filo del mediodía. Cabalgaban despacio, con aire cansado, como si hubieran hecho una larga jornada a caballo.
Sin embargo, la jornada había tenido fin el día anterior. Por la noche, habían acampado a la orilla de un pequeño riachuelo, a menos de dos millas de la ciudad. De este modo, sus caballos estaban frescos y descansados.
El viento silbaba con fuerza, emitiendo prolongados aullidos de lúgubre sonido. La nieve, que caía en espesas bandadas de copos, se arremolinaba casi de continuo, impidiendo la visión al jinete. La enguantada mano del jinete palmeó afectuosamente al cuello de su caballo, un robusto manchado de pecho poderoso.
La amargura y el resentimiento habían arrojado sobre el rostro de Chayne Manson cinco años más de los veintinueve que tenía en realidad. Había pasado cinco años en la cárcel. El siguiente había sido dedicado íntegramente a trabajar antes de regresar a Lanosa. Un año de duro trabajo le había permitido reunir unos cientos de dólares, con los cuales pensaba reemprender de nuevo el curso de su vida, violentamente interrumpido por el estampido de las armas de fuego, seis años atrás.
El sol era una bola de fuego blanco en un cielo amarillento. Vaharadas de vapor invisible se levantaban de la tierra calcinada, alterando grotescamente los contornos de las cosas.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.