Novela corta escrita en forma de diario. Una profesora conoce a un jubilado que le hará cuestionarse de manera distinta su hipersensibilidad. Una historia amable sobre las personas PAS (Personas Altamente Sensibles)
Aunque Virginia nunca ha mantenido una buena relación con su padre, se siente obligada a visitarlo a diario y a hacerle compañía cuando este es ingresado gravemente enfermo en una clínica de Valencia. Para ella, obsesionada con las dolencias, los síntomas se revelan más sinceros que las palabras. En esa habitación de hospital se ponen a prueba los vínculos con su madre y con su hermana, precisamente en un momento crítico en la vida de Virginia, para quien la maternidad empieza a ser una urgencia. Un nuevo paciente, un hombre enigmático y no carente de atractivo, ocupa entonces la cama vecina. Al principio Virginia apenas cruza con él algunas palabras de cortesía, pero, poco a poco, los dos traban una complicidad ajena a la asepsia del hospital, y acaban creando un pequeño espacio compartido, un lugar en el que cobijarse. Y en el que tal vez, cuando todo esté perdido, surja algo inesperado y auténtico.
«En general, me parece que los manuscritos dependen de experiencias increíbles…», escribe Goran Petrović en uno de los cinco relatos que componen «Diferencias». Sólo que en su caso, lo increíble reside en lo cotidiano, en aquello que tenemos frente a nosotros día con día, que ya no advertimos, quizá justo por ser tan evidente. Petrović escruta con su minucioso ojo que se asemeja a una lupa capaz de magnificar las casi imperceptibles disonancias que componen la vida humana. Ahí donde todo parece transcurrir con «normalidad», el autor revela que esa palabra no es más que una convención para denominar a lo que por principio es difuso y siempre cambiante. Es una mirada a la realidad similar a aquellos dibujos que instan al espectador a encontrar las diferencias, que por lo general son difíciles de hallar para el observador común, pero que Petrović advierte y plasma de manera magistral con su cálida escritura. La estructura de estos relatos es fragmentaria, casi como una sucesión de imágenes descritas con tal detalle que parecen estar congeladas para que el propio lector encuentre un nuevo juego de contrastes. Entre los personajes de sus cuentos se encuentra la señora Panić, que va marcando diferencias con su lápiz labial, al punto de llenarle la cara de círculos a su esposo y a los transeúntes, puesto que «Dicen una cosa y hacen otra», el operador de cine Švabić, que se pasa la vida haciendo una película con fragmentos de otras, hasta que termina su obra maestra de más de catorce kilómetros de cinta y ocho horas de duración, y un anciano que se obsesiona con un ritual cotidiano en el que todo tiene que estar en su lugar ya que, como le explica a su joven mozo, «Cuando uno se mueve, cuando ve esto y aquello, una cosa anula la otra, una cosa se diluye, se atenúa en la otra. Pero si uno siempre tiene ante sí la misma imagen, en seguida nota las diferencias».
En Diferente vamos a encontrarnos la historia de la niña de su portada. Una niña de trece años que vive amarrada al sombrero con el que sale en la foto porque ese sombrero es su tabla de salvación, su puerta a otro mundo mucho mejor que ese en el que vive. No quiero desvelar nada de esta historia como no lo ha querido hacer el autor pero Luna, la protagonista de esta historia, se ha colado en mi corazón desde el minuto uno. Una niña superdotada pero a la que le faltan muchas cosas que la mayoría de los niños tienen. Una niña que con lo poco que tiene, no hace más que ofrecérselo al resto, que buscar la felicidad de quien la rodea, pero sobre todo una niña que nos plantea preguntas para las que no tenemos respuesta, que abre puertas que quizá nuestra mente no está preparada para que traspasemos. No sé si lo conseguirá con el resto pero Luna a mí me ha abierto un mar de preguntas, de posibilidades y de, porqué no, elucubraciones de un futuro mejor.
Ésta podría ser una historia triste y cotidiana. Incluso cruel. Sin embargo, es divertida, y a ratos, hilarante. Un hombre de mediana edad se ha quedado solo y el brusco giro que da su existencia va a sumirle en situaciones esperpénticas que rozan lo insólito: conversaciones imposibles con la asistenta filipina en no se sabe qué dialecto para intentar que el fregadero deje de ser un campo de cultivo biológico, metáfora de su devenir interior, sus peripecias sexuales alentadas por la insultante fogosidad de sus vecinos de arriba, sus torpes movimientos para despistar al espía del bloque de al lado… Todo ello se desgrana en las páginas de este tablero de la vida, al que su protagonista, avezado jugador de ajedrez, ha de enfrentarse si quiere sobrevivir con una sonrisa en los labios. Ésta es, en definitiva, la historia de un hombre común.
Es el Sur de su infancia, el Sur rural y empobrecido en el que a casi todas las personas les falta algo: un dedo, un pie, una oreja, un ojo, un ser querido… Un mundo que nada tiene que ver con el que sale retratado en las páginas del catálogo de Sears, donde todos sonríen enteros y sin cicatrices. Crews siempre sospechó que bajo aquellas ropas tan elegantes tenía que haber marcas y moratones. En el fondo, da igual lo mucho que uno se aleje o se proteja, siempre hay un martillo o un anzuelo aguardándote a la vuelta de la esquina. Pete lo sabe. Huye de un pasado lacerante, trabaja a destajo en una fábrica y evita cualquier tipo de contacto humano. No quiere que nadie le salpique con sus problemas. Suficiente tiene ya con los suyos. Y todo le va más o menos bien hasta que Sarah, la extraña muchacha de la casa de al lado, se cruza en su camino. Entonces, de golpe y porrazo, se verá involucrado en una extravagante historia de amor en la que hasta el más pintado, hasta los yaks devastados del zoo de Jacksonville, carga con sus propias, secretas, cicatrices. A Crews no le resulta placentero hablar de nuestras simulaciones. Sabe que en realidad somos carnívoros y nos comportamos como asesinos. Que abusamos de los demás en cuanto podemos. Pero también sabe que en todo eso hay belleza, humor, felicidad y éxtasis. Porque al final uno cicatriza y, como muy bien dice la mujer Obeah, hay algo bonito en una cicatriz. Significa que ya no te duele, que la herida se ha cerrado y ha sanado para siempre.
Cuando uno nace en Krafton, pequeño pueblo imaginario de la América profunda, solo anhela una cosa: saltar a un tren de mercancías y huir. Claro que a veces ni eso es posible. A veces hasta los mercancías se quedan varados en medio de la llanura. En el cine hace tiempo que echaron la última película. Roy Rogers desapareció en el crepúsculo a lomos de su caballo y ya no va a regresar, salvo como un triste y ridículo fantasma, mientras que la pequeña Shirley Temple ha dejado de ser una niña y anda besando soldados en Fort Apache. Las viejas camionetas de los que no se fueron se oxidan junto a los graneros abandonados, las malas hierbas, las cosechas arruinadas y las plegarias desatendidas. Hay tragedias de proporciones bíblicas, inundaciones, incendios, fratricidios… No hay escapatoria. «Es el humo que respiramos».
Volt reúne y entreteje las historias de los que se quedaron, de los que lo intentaron, se hicieron daño y al final no lo lograron. De los que, ya sin fe, decidieron pese a todo seguir lidiando con el día a día, entre secretos inconfesables y restos de pasados naufragios. Historias de violencia, mala suerte, niños muertos y decisiones equivocadas. De lealtad absurda y remordimiento.
Los personajes que pueblan el Michigan rural de los relatos de «Desguace americano» saben reparar coches y lavadoras, saben disparar, saben descuartizar lo que atropellan y saben limpiar lo que cazan; saben también beber, curarse las heridas y cocinar metanfetamina, pero son del todo incapaces de prosperar en la América postindustrial. Entre ellos hay quien aún se dedica a almacenar combustible y munición a la espera del fin del mundo, pero casi todos hace ya tiempo que han renunciado. Ya no se engañan pensando que puede quedar algo rescatable y han optado por el entumecimiento, prefieren ahogarse en alcohol barato y drogas de fabricación casera. Por eso aman y odian de manera extravagante.
Los habitantes de las montañas de Virginia Occidental hace tiempo que perdieron la batalla. Continúan padeciendo inundaciones y sequías, de vez en cuando incendian sus casas para cobrar el dinero del seguro, mueren desproporcionadamente en guerras lejanas y en accidentes de coche, beben más de la cuenta, se hacen daño con bastante frecuencia, lidian desde que se levantan con un asfixiante sentimiento de pérdida, tienen hijos demasiado pronto y, al caer la tarde, observan desde sus porches la imparable invasión de los bulldozers y los domingueros. Siempre fue un territorio amenazado e ignorado, ya no hay ciervos como los de antes y hasta los viejos fantasmas de los confederados parecen haberse rendido. Todo se desvanece. Dicen que si no logras escapar antes de cumplir los veinte, estás perdido. Hay un murmullo incesante en los viejos bosques: «Voy a largarme de aquí, tengo que largarme de aquí, en cuanto me largue de aquí…». Pero al final uno siempre regresa porque, por mucha tierra que se ponga de por medio, la montaña se lleva en la sangre, hace un frío de mil demonios y mañana habrá que ir a Four Square a por leña.
Granjeros ebrios. Majorettes viciosas y toxicómanas. Negros silenciosos con instintos homicidas. Un exjugador de fútbol americano que podría haber llegado a lo más alto. Un parque de caravanas. Un sheriff con una pata de palo, souvenir de su paso por Vietnam, que utiliza la cárcel de picadero. Un ayudante del sheriff que no da abasto. Una navaja. Peleas ilegales de perros. El entrenador Tump y sus muchachos. Una chica pegada al televisor. Mucho moonshine, mucha cerveza y alguna que otra botella robada de whisky del bueno. Un predicador de serpientes. James Brown en la gramola. Canciones de Merle Haggard. Un abogado que solo puede follar pensando en Treblinka. Bebés llorones. Una estudiante de filosofía que lee novelas de ciencia ficción (y que forzosamente ha de ser idiota). Un montón de melenudos. Viajantes de comercio. Gente procedente de todo el país (el año pasado se presentaron dos de Canadá y cinco de Texas). El certamen de Miss Crótalo. Y un montón de serpientes. Serpientes por todas partes. Consoladores con forma de serpiente, preservativos con forma de serpiente, ropa interior con estampado de serpiente, cazadores de serpientes y serpientes a la sartén con salsa picante de Louisiana…¡BIENVENIDOS AL RODEO ANUAL DE SERPIENTES DE CASCABEL DE MYSTIC, GEORGIA!
La antigua explotación minera de Garden Hills ya no es lo que era. Desde que la refinería cerró sus puertas todo se ha vuelto gris. El horizonte es un borrón de ceniza, smog, hedor y escoria. Apenas se ve el cielo. Al pie de la colina ya solo quedan doce familias pendientes de un falso rumor. Fat Man, el antiguo Señor del Fosfato, desde su fortaleza en la cumbre, no puede moverse de lo gordo que está. Lo ayuda en todo lo que puede Jester, un jockey negro lesionado que vive en una cabaña apartada en compañía de Lucy, una mulata despampanante. Se conocieron en un circo de freaks. Él montaba en un caballito balancín; si dabas con la bola en la diana lo hacías caer en un tanque de agua. Ella, anunciada como «Nestradidi, la Princesa Africana Civilizada», fumaba cigarrillos con el coño. Esta es la fauna que puebla las colinas. Un lento declive hacia la extinción. Pero Dolly, la joven Reina de la Belleza que logró huir en su día de aquel agujero inmundo, acaba de volver de Nueva York con un plan (y una jaula) para sacar a Garden Hills del olvido.
Los relatos de este libro están poblados de madres e hijas que se aman, se honran y se traicionan. Novias afligidas, embarazos prematuros, esposas maltratadas y vengativas. Mujeres que aparcan sus sueños y su sensualidad para criar a sus hijos y alimentar a sus maridos, trabajando como mulas en empleos mal remunerados, sin quejarse ni manifestar sus anhelos más profundos, haciendo mil y un equilibrios porque, al fin y al cabo, sus maridos andan metiéndose en silos inflamables y bajando a minas homicidas. La maternidad es un hueso duro de roer y como dice una de las madres del libro: «Nadie va a darte ningún premio por criar a tu hija». Todo un crisol de vidas marcadas por el abuso, el maltrato, el abandono, la enfermedad y las metanfetaminas.
Bienvenidos a Greenland, Michigan, sesenta y cinco años después del gran tornado del 34. Desde entonces, las cosas solo han ido de mal en peor. En las mismas hectáreas en las que los colonos desplazaron en su día a los indios potawatomi («la gente del fuego»), los agentes inmobiliarios y los cuervos suplantan ahora a los agricultores. Hay campos de golf y urbanizaciones brotando como hongos en los maizales. Mujeres feroces, hombres confusos y niños hambrientos. El olor a estiércol de la granja porcina de Whitby sigue impregnando el aire y el granero más antiguo del municipio continúa alzándose victorioso frente al río Kalamazoo, pero las tradiciones familiares hace tiempo que se han extinguido. Muchos se marcharon a las ciudades a buscarse la vida, y los arados, las trilladoras y las segadoras pueblan el paisaje como osamentas de criaturas antediluvianas. Margo Crane, la mujer de la casa flotante (protagonista de «Érase un río»), hace tiempo que desapareció y su hija mestiza, Rachel, obsesionada con la leyenda de su antepasada algonquina, la Chica del Maíz, entre huertos y túmulos indios, con su sempiterna carabina del 22 al hombro, hará lo que esté en sus manos para defender el terruño que la vio nacer.
Los Bean viven enfrente, al otro lado del paso a nivel. Los ves a diario desde el amplio ventanal del salón. Son horteras y chabacanos, tienen pinta de cromañones y nunca van a la iglesia. Son ciento y la madre. Se reproducen como moscas. Huelen fuerte. Su jardín está sembrado de zarzas, neumáticos, radiadores, correas de ventilador, bidones, gallinas, perros y críos grandes y chepudos como osos que juegan a hacer agujeros en la tierra. Lo que ocurre dentro de esa casa prefabricada es un misterio. En verano ondean sus cortinas de plástico y, de vez en cuando, se escuchan gruñidos sobre el chisporroteo de una televisión mal sintonizada. «Lo que esos Bean son capaces de hacerle a una niña tan pequeña como tú haría llorar a un hombre hecho y derecho», dice tu padre. Tu padre te lo ha repetido una y mil veces: «Son predadores. Si corre, un Bean le pegará un tiro. Si cae, un Bean se lo comerá». Pero tú no puedes evitar husmear, sueñas con ser abatida y devorada por uno de ellos.
Duffy Deeter cree en el dolor. Nada como el sabor de tu propia sangre para estar a lo que hay que estar. Quienes viven preocupados por el futuro de sus hijos, por Dios o por el orden del universo, deberían salir a la calle y romperse un par de costillas, así se les pasaría la tontería. Un remedio bastante más barato que un psiquiatra y no tan humillante. Por eso, Duffy vive obsesionado con el «fitness» y los deportes de contacto y resistencia. Para él todo es récord y competición. El triunfo es aguantar. El budismo zen y los libros también ayudan, cualquier esfuerzo por entender el mundo, nombrar el abismo, batirse con él y evitar las gilipolleces. Pero, de un tiempo a esta parte, la vida se le ha empezado a descoser. Está perdiendo el control de sí mismo. Su mujer, su hijo, su trabajo, sus recuerdos, sus creencias, todo se desmorona. Está a punto de librarse una batalla en su corazón y Duffy sabe que no es tiempo de pensar, sino de actuar, de desplegar todas las tropas y lanzarse contra el fuego enemigo sin miedo al descalabro, porque si algo le ha enseñado la vida, y el deporte y el Tao, es que la derrota es también una suerte de victoria. Y que, una vez en el infierno, lo único que importa es salir de allí perdiendo el culo.
Los perros de este libro puede que sueñen con viajes espaciales, con bailar alzados sobre las patas traseras, dormir bajo sábanas sedosas, quitarse el abrigo de piel al caer la noche y hacer el amor cara a cara.
Sus amos, en cambio, sueñan con huesos, con mear al pie de las farolas, con lamerse los genitales, la caza, el bosque, el premio, el olor de la sangre y los rastros de su especie. Humanos que perseveran en su empeño de no claudicar, amordazados por los rigores de la vida doméstica, la vida ajardinada de cita puntual con el dentista, semáforos, facturas, saludo al vecino y césped impoluto.
Siempre en connivencia con sus perros, secuaces o cómplices, testigos mudos y víctimas involuntarias del ansia de libertad y la nostalgia de lo indómito, el frágil equilibrio entre la necesidad de contacto humano y la tendencia al abandono y la crueldad.
Cuando, al fin y al cabo, unos y otros anhelan lo mismo: comida, refugio y compañía. A veces, no más que la limosna de una caricia.
«Tengo el poder del oso («Mahyó hotah») y, cuando lo necesito, me da fuerza». Son palabras de Alce Negro, el célebre hombre medicina de los sioux. Pero Alce Negro lleva ya cuarenta y un años criando malvas en Manderson White Horse Creek, sus frases son pasto de hippies, los osos hace tiempo que no quieren saber nada del tema y todas las promesas han sido violadas. En la gramola ya solo suena el blues de la reserva: tierra yerma, casinos, chatarra, minas de uranio abandonadas, alcohol y paro. El momento es el verano de 1991. El lugar, Electric City, Washington, al sur de la reserva de los indios colville. Más concretamente, la barra de la taberna de Eddie «el Loco», donde los hermanos White, Andre y Smoker, de sangre mestiza, el residuo de la combustión de tres generaciones de gente averiada y batallas perdidas, se dan cita todas las noches para lamentarse y revolcarse en los escombros. Todo cambia el día en que un fanático religioso de dudosas intenciones secuestra a la hija de Smoker. Los dos hermanos cogerán sus rifles, se subirán a una vieja camioneta y saldrán en busca de la niña, como John Wayne en «Centauros del desierto», pero al revés y muy borrachos. En el camino, invocarán el poder del oso, aunque no podrán evitar viajar bajo el influjo de Coyote («Sinkalip» en lengua salish), el incomprensible héroe tribal, que lo único que busca es jugársela a Topo, copular con sus parientes y derrotar a Perro Monstruo. Como en los viejos tiempos de Caballo Loco, emprenderán una última incursión, heroica y descabellada, que acabará con ellos o los redimirá para siempre.
Clara, que lleva quince años haciendo vida marital con Miguel, se entera por las esquelas del periódico de que su marido ha muerto y de que, por lo tanto, por fin es libre; a los dieciocho años se había casado con toda inocencia con un hombre a quien un impedimento sicológico no permitía consumar el acto sexual, y el matrimonio no tarda en romperse, dejando en la joven un fuerte sentimiento de culpabilidad que acaba por superar, decidiéndose por fin a rehacer su vida.
A partir de esta situación, Ángel Palomino traza en su novela un amplio cuadro de costumbres españolas, con numerosos personajes secundarios y comparsas que dan un considerable espesor realista a lo que se narra, analizando entre la compasión y la ironía unos problemas de cadente actualidad en nuestro país. Con un estilo tan seguro y ameno como desenfadado, el autor expone toda la gama de conflictos de todo orden, tanto íntimos como sociales, que se derivan de su tema, conduciéndolo muy hábilmente hasta un final completamente imprevisible.
Con su extraordinario oficio y su inimitable sentido del humor, en Divorcio para una virgen rota Palomino consigue otra de sus grandes novelas en las que se hermanan armoniosamente la agudeza narrativa, la denuncia, la comprensión humana y un fondo de sentido moral.
En 2004, el cuerpo de Marie Le Boullec, una médica respetada, aparece ahogado en las costas de un tranquilo pueblo en Francia. Muriel, una joven y apasionada reportera que cubre la noticia para el diario local, intuye que no se trata de un suicidio. Y con la ayuda de un singular equipo, inicia una investigación paralela.
En los años setenta, Juana Alurralde, una militante montonera, prisionera en la ESMA, logra sobrevivir y que liberen a su hijo de 3 años, secuestrado con ella. Pero el costo es muy alto. Protegida por un marino, es destinada a trabajar para el Centro Piloto París. Las decisiones de Juana serán cada vez más difíciles y probarán sus propios límites.
Presente y pasado se entrecruzan, y es la obstinada Muriel la que reconstruye la historia de una mujer valiente, la obsesión de un asesino y la búsqueda de Matías, un hijo que no perdona las decisiones de su madre.
Basada en investigaciones y testimonios de sobrevivientes, Elsa Osorio une con maestría y sensibilidad las voces de una tragedia que ahonda en dilemas éticos y humanos. Una novela conmovedora e intensa que se aferra a la vida.
Su vida de marino mercante y su posterior dedicación a la docencia universitaria le permitieron a Fernando Romero conocer profundamente el Perú y escribir, especialmente sobre la selva, relatos vívidos, de lenguaje espontáneo y natural, que cumplen plenamente los requisitos del género: el tema interesante, novedoso, los personajes cambiantes y el desenlace muchas veces inesperado. ‘Doce relatos de selva’ (versión corregida de sus ‘Doce novelas de la selva’, editadas en 1934) constituye un libro de notable calidad literaria, además de un valiente y vibrante testimonio de la vida en la Amazonía, donde el hombre mantiene una lucha permanente con la naturaleza agresiva y potente.