Agitó la mano y una espesa nube brotó del estrado. Cuando se disipó, Moore, que aún no había salido de su asombro, vio una especie de poste metálico al cual se hallaba sujeta una mujer completamente desnuda.La mujer parecía drogada, ya que se la veía ausente de cuanto la rodeaba. No era ya una jovencita, pero aún resultaba muy atractiva.Los cabellos estaban sueltos y tenía la cabeza inclinada a un lado. Moore vio que un hilo de saliva resbalaba por la comisura de sus labios. Ello le confirmó sus hipótesis sobre el estado físico de la mujer.—El fuego eterno… Mi fuego va a caer sobre la traidora —clamó Ashakel—. Ahora veréis cómo la infiel purga sus crímenes, porque empezará a arder aquí y seguirá ardiendo en las profundidades de mis dominios. Allá abajo arderá para siempre, para siempre… ¡PARA SIEMPRE!Ashakel movió la mano otra vez. Entonces sucedió algo horripilante.Se oyó un intenso silbido, de tonos muy bajos, sin embargo. Una enorme llamarada brotó del suelo y envolvió por completo a la mujer.Sonó un chillido horroroso. La mujer parecía haberse dado cuenta de su situación y, abrasada por aquel potente fuego, gritaba espeluznantemente.Los cabellos ardieron de golpe. Su hermoso cuerpo se puso rojo primero y luego ennegreció. Un espantoso hedor a carne quemada se expandió por la atmósfera.En los labios de Ashakel lucía una sonrisa infernal. De pronto, movió la mano y la mujer y el fuego desaparecieron súbitamente.
Aquel sábado por la tarde en Gossville, New Hampshire, pareció ser en principio un simple sábado más del invierno frío y nevado de aquellas regiones del nordeste de Estados Unidos. Un fin de semana aburrido, rutinario y vulgar, como tantos otros de los que se pueden pasar en un pueblo de apenas tres mil habitantes.Sin embargo, las apariencias resultaron muy engañosas en esta ocasión.No fue, en absoluto, un sábado más. Fue una fecha que marcaría trágicamente las vidas de muchas personas de la localidad, aunque ellas ni siquiera lo sospecharan.
La gitana levantó los ojos al ciclo.Ojos negros, profundos, relampagueantes y atávicos como su propia raza. Ojos que escudriñaron el poco antes limpio cielo azul del verano. En ellos parecieron reflejarse las repentinas nubes que ennegrecían el horizonte, ensombreciéndolos súbitamente. Una ráfaga de viento agitó las copas de los árboles y onduló la hierba del prado.
Canturreaba entre dientes una vieja melodía, porque se sentía muy contento. La vida se abría ante él con espléndidas perspectivas y, aunque ya había pasado de los cincuenta años, tenía una salud de hierro y no le faltaba ningún diente. Lo único que velaba un tanto su júbilo era el pensamiento de lo que le podría pasar a miss Pitt cuando todo hubiese terminado, pero, al fin de cuentas, se dijo, ¿qué importaba ya aquella vieja que tenía un pie en la tumba?
Se disponía a telefonear a una rubia curvilínea, con la que pasaba de vez en cuando muy buenos ratos. Pero Stanley Duffy, joven, muy alto, ancho de tórax, no llegó a marcar los números que, dicho de paso, se sabía de memoria. Oyó que llamaban a la puerta de su pequeño, pero cómodo y confortable apartamento, y su mano quedó inmovilizada. Le extrañó la llamada. No esperaba a nadie. No obstante, el timbre había sonado. Así que pensó que lo mejor que podía hacer era ir a abrir. Pero al abrir no vio a nadie, y se quedó sin acertar a explicarse lo sucedido. Aunque dada su profesión, detective privado, estaba acostumbrado a los hechos más incomprensibles e insólitos. Ya cerraba la puerta, cuando se dio cuenta de que alguien, quien fuera, había deslizado un sobre por debajo de la misma. Se agachó y lo recogió.
La lujurienta selva detenía la mirada, taponaba la perspectiva. No obstante, el poblado indígena estaba cerca, a menos de dos kilómetros de aquel mal camino que los nativos consideraban poco menos que una buena carretera. Antes de salir del poblado, el explorador Alexander Mills, un hombre de unos cincuenta años, había permanecido junto al camión que una vez cargado por los indígenas, emprendería viaje a la ciudad. Una vez allí, su carga sería metida en un barco rumbo a Inglaterra. Había llegado el momento de regresar.
Era la tercera víctima.El constable Jackson meneó la cabeza con desaliento, cambiando una mirada de estupor y rabia con el doctor Dogherty, que se incorporaba en ese momento, limpiando sus manos en un paño que había sacado de su maletín negro.
Había hecho una larga caminata y aunque el tiempo era todavía fresco, dada la estación, aquel día lucía un sol poco común y se sentía empapado en sudor. Por tanto, Richard Holbert decidió tomarse un pequeño descanso y como aquel pueblo le había salido al paso, pensó que en ningún lugar estaría mejor durante unas horas, antes de reanudar su camino.
La estación de gasolina quedó atrás. La radio empezó a emitir música de rock duro. Una mano giró el dial y elevó el volumen de la emisión, hasta que la música lo invadió todo, mientras la furgoneta rodaba a buena velocidad por la autopista.—¿No está eso demasiado alto? —preguntó una voz.—¡Vas a volvernos sordas a todas! —protestó otra.—Oh, por favor, ¿es que una no puede dormir aquí? —terció una voz somnolienta.
Bajo la fina llovizna, que parecía caer de un manto algodonoso que en ocasiones llegaba hasta el suelo, el pequeño pueblo de Höffenburgh se apareció súbitamente a los ojos del viajero, como si hubiese estado hasta entonces oculto por un telón, alzado de pronto ante su llegada. La impresión de que el pueblo surgía bruscamente de un lugar oculto, como un conjunto fantasmagórico de casas y personas, resultó tan fuerte, que el viajero hubo de pisar el freno de su coche a fondo, para no entrar en la calle principal a demasiada velocidad.
La muchacha había sacudido la cabeza. No recordaba nada. Ni de dónde venía. Ni adónde iba. Ni siquiera quién era ella. ¿Qué hacía en aquel coche que se había estrellado contra uno de los árboles de la carretera? Miró a su alrededor. No había casas. No se veía a nadie. Era un lugar despoblado. Alzó la mirada hacia el sol. Este empezaba a desaparecer en un horizonte teñido de rojo. Teñido de un rojo tan fuerte que su color sugería inevitablemente la idea de un violento y sangriento crimen. No obstante, el cielo se estaba poniendo cada vez más oscuro, más cerrado. Las nubes se iban apelotonando.
El hombre llegó junto a la casa, portador de una minúscula jaula, dentro de la cual se agitaba, furioso, un pequeño animal. Llevaba las manos enguantadas y parecía un poco nervioso, porque respiraba entrecortadamente y su frente brillaba a causa del sudor.Escuchó un momento. En el interior de la casa no se percibía el menor sonido.
No lo intentes. Si vuelves a tocarme, gritaré con todas mis fuerzas. Eres un bastardo. Un repulsivo y viscoso bastardo. Creí tener suficiente estómago para aguantarte, pero estaba equivocada.
Una idea demoniaca surgió en la mente de él. Sonrió sádicamente.Alargó su diestra atrapando la botella de whisky. Alzó el brazo para seguidamente bajarlo con rapidez. Con brutal violencia.
Un desgarrador alarido de dolor brotó de la mujer silenciado de inmediato por la zurda del hombre que atenazó la garganta femenina. Apretando con fuerza.Ella desencajó las facciones. Boqueando. Pugnando por gritar. Con los ojos desorbitados. Moviendo brazos y piernas.Él reía como un poseso.Su zurda no cedió en la presión ejercida sobre el cuello de la muchacha. Controlando todo grito. Su mirada había estado centrada en la botella hundida entre sus muslos.Ella tenía las facciones desencajadas. La lengua asomando por su abierta boca. Los ojos casi fuera de las órbitas. Fijos en el techo. Muy fijos…
Después de la fatigosa caminata, el viajero se detuvo unos momentos, contemplando con ojos inquisitivos el paisaje que le rodeaba. Estaba en un lugar sumamente agreste, lleno de un salvajismo sin igual, y le pareció que aquellos parajes no habían cambiado absolutamente desde el principio de los tiempos.Aquella impresión, sin embargo, se desvanecía cuando podía ver la casa, a través de los árboles, a menos de mil metros de distancia. Sin embargo, la frondosidad de la vegetación le impedía captar detalles del edificio, salvo algunos puntos del tejado, de gris pizarra y de picudos contornos.
El conductor del autocar les dijo que tardaría unos diez minutos en arreglar la avería del motor, y Stefanie decidió apearse y estirar un poco las piernas. Los otros pasajeros, tres en total, se quedaron en sus respectivos asientos. Eran personas mayores y sin duda pensaron que el aire frío de aquel atardecer de otoño podía sentarles mal. Stefanie era una muchacha de veintitrés años, muy guapa. Rubia, de ojos azules, con una silueta preciosa. Vestía pantalones oscuros, un grueso jersey blanco y llevaba un bolso colgado del hombro. Apenas fuera del vehículo de línea, echó una mirada a aquellos alrededores. Pronto reparó en una mansión que se perfilaba en lo alto de una loma, relativamente cerca de allí. Era una vieja mansión que hacía pensar en esas películas de miedo que todos hemos visto alguna vez.
Era un hombre grueso, de rostro sanguíneo y ojos pequeños, pero muy perspicaces. Apenas entró en el edificio, captó la figura de una sirvienta que se movía con andares casi felinos. Morena, esbelta, de curvas firmes y mirada ardiente. Ross Lane empezó a relamerse por anticipado. Aquella criada acababa aquella noche en su cama o dejaba de ser quien era.
El hombre era joven, no muy alto, aunque ancho de hombros y fornido, y vestía un simple «pullover» negro, con pantalones azul oscuro. Estaba sujeto de los brazos por dos robustos marineros, que aguardaban expectantes las órdenes del capitán del Port of Moon.Muir Conroy se preguntó qué suerte le haría correr el capitán del barco, en el que había embarcado como polizón. Le enviaría a la cocina a pelar montañas de patatas, le haría baldear la cubierta, limpiar las letrinas... no serían trabajos agradables, seguramente. Haría las faenas más detestadas por la tripulación y tendría que resignarse a sufrir humillaciones sin cuento, hasta que lo desembarcasen en algún puerto.
Malcolm Lester, cirujano del Memorial Hospital de Manhattan, entidad agregada a la Facultad de Medicina de Nueva York, miró a su compañero Cotten, forense de guardia en aquella noche, y le anunció:¿Te has enterado de la noticia, Donald? El otro movió la testa en sentido negativo.No. Además, aquí pasan cientos de noticias al día. ¿A cuál te refieres?Lloyd Logan ha muerto.