Con un profundo suspiro, que era una extraña mezcla de disgusto y satisfacción, Dix Anson detuvo un instante su caballo, tendiendo la vista a lo lejos, esforzándose en atravesar la cortina de copos de nieve que caían incesantemente. Aunque la visibilidad estaba muy limitada, reconoció fácilmente el paraje en que se encontraba. A muy poca distancia, tanto que casi podía verlo a través de la nieve, se hallaba el Hillman Creek, al otro lado del cual, a un par de millas de distancia, había una fila de colinas no muy elevadas, las Grays Hills. Atravesada esta diminuta cordillera, era preciso caminar durante cinco millas y media más de llanos ondulados. Entonces encontraría el refugio de la cabaña de su buen amigo Lummeth Gleandle, el trampero. Una racha de copos de nieve le dio en pleno rostro, Se estremeció de placer, pensando en la delicia de buen fuego de leña en la chimenea, una damajuana de aguardiente yendo y viniendo entre los dos, y la activa y hermosa esposa india de Gleandle, atareándose en prepararles una suculenta cena, en la que no faltarían las tortas de harina de maíz amasadas con grasa de oso y bañadas por encima con dulce de grosella en conserva. Después, una buena pipa… y a esperar a que el invierno soltase sus últimos coletazos, antes de continuar su camino.
Richard Ward, con el sombrero Stenson en la mano, le daba vueltas y más vueltas de un modo nervioso, en tanto su garganta parecía contraerse al tragar la saliva. Estaba intentando decir algo a Rosalind Wyler, pero las palabras se atragantaban en su boca y no salían por más esfuerzos que realizaba. Richard era un joven de unos veintitrés años, alto, espigado, de rostro agraciado, aunque un tanto anguloso. Sus ojos eran negros, pero de mirada apagada y melancólica y su boca era pequeña, de dientes blancos y bien cuidados.
Jesús Navarro Carrión-Cervera, que tanto sus obras del Oeste como Cliff Bradley ó la femeninas como Jesús Navarro son de muy alta calidad. Sobriedad, elegancia en el estilo, en su sintaxis, argumentos sólidos y descripción de situaciones verosímiles, fácil lectura. Todo está muy bien logrado. Algunas de las obras de Jesús Navarro tienen pinceladas de sano humor dignas de figurar en una antología.
El proyecto de Delano se retrasó más de lo que él hubiese deseado, toda vez que una agravación repentina de la enfermedad de su padre le impidió dedicar la atención a los asuntos propios, para dedicarla por entero al grave momento por el que su padre pasaba. El traficante estuvo quince días entre la vida y la muerte, para al final no poder remontar la crisis y fallecer.
El tren, que había acortado su marcha al acercarse a la curva del camino que enfocaba la pequeña estación de Horace, en el Oeste de Nuevo México, penetró lentamente en ésta y se detuvo frente al andén, con un horrísono chirriar de frenos, de ruedas mal engrasadas y de vagones derrengados, que al chocar levemente unos contra otros a causa del frenazo para detener la locomotora, produjeron un estruendo como si se hubiesen desplomado a un tiempo cientos de envases de hoja de lata.
El comisario del sheriff de Mandan, uno de los poblados más importantes de Dakota del Norte, próximo al curso del Missouri, se asomó al despacho y avisó: —Jefe, aquí hay un individuo que desea verle. El sheriff, que estaba muy ocupado en aquellos momentos a causa de ciertos sucesos que se desarrollaban a lo largo del rio y de los que no podía verse libre, repuso: —Entérese qué desea y vea si se lo puede resolver. Yo tengo mucho que hacer ahora. —Le he preguntado, pero me ha dicho que no es nada que pueda interesarme a mí. Quiere hablar personalmente con usted. —Que dé su nombre y veré de darle hora para que venga.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
El tren procedente de Phoenix se detuvo con un agrio chirriar de frenos en la pequeña estación de Skull Valley, emplazada al oeste de Arizona. La luz del amanecer pugnaba por romper las tinieblas y en la estación parpadeaban las pocas luces que servían de iluminación al andén. Dos empleados perezosos, con los cuellos de las chaquetas subidos, pues el cierzo de la madrugada era cortante y molesto, paseaban a lo largo del concreto, bostezando aparatosamente. La intempestiva llegada del tren a aquel lugar les obligaba a permanecer en pie a horas tan molestas y no podían ocultar su disgusto. La parada era breve. Tres minutos solamente, más que suficiente para el escaso movimiento de viajeros que tenía el poblado. Por esta causa, únicamente descendió de uno de los vagones un hombre joven, que al parecer sentía hondamente las inclemencias de la madrugada, pues calaba en su cabeza una gorra que se le hundía hasta las orejas y su cuello aparecía rodeado por una gruesa bufanda de lana.
El sepelio de Chris Howland había terminado. Los habitantes del pequeño poblado de Vernal regresaban tristes y cabizbajos, patentizando en sus morenos rostros la pena que les embargaba por la alevosa muerte de Chris, el que un día fuera capataz del rancho de ovejas de Asa Sterne, ya retirado de aquel negocio. Era público y notorio que Chris había sido asesinado alevosamente por Jerry Powers, uno de los varios peones que tenía a su servició Bárbara Kelly, la dueña del rancho «Dos Flechas», enclavado a poco más de milla y media del poblado. Bárbara había declarado una guerra fría y cruel a todos los pequeños ovejeros que aún quedaban en aquella zona después que Asa había liquidado sus varios miles de cabezas de ganado lanar, dispuesto a vivir una vida sedentaria y no seguir ocupándose intensamente de aquel negocio que durante treinta y cinco años habían explotado con gran rendimiento, primero su padre y, después, él.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Lynn Fraser terminó de amontonar la leña y sacó una de las largas cerillas de su bolsa de cuero impermeable, la rascó y prendió fuego al matojo reseco que tenía en la mano izquierda, metiéndolo debajo de las ramas. Aguardó hasta ver que prendían las llamitas y luego se incorporó, yendo a tomar la sartén y la bolsa de alimentos. Sentándose sobre una gruesa piedra, dejó la sartén en tierra, abrió la bolsa y extrajo una larga loncha de carne de venado curada, sacó su cuchillo de caza, cortó un razonable trozo y volvió el resto a la bolsa, dejándola a un lado, sacó el bote lleno de grasa y con la cuchara echó una cantidad en la sartén, guardó el cuchillo, tomó la sartén, la puso al fuego y esperó a que la grasa se derritiese.
La granja Holt estaba situada en las afueras de un lindo y pequeño pueblecito, que se extendía perezosamente al sol, a poca distancia de la corriente del Snake, al oeste de Dakota del Sur. La granja había sido instalada treinta años atrás por Abel Holt, un missuriano emigrante, que llegó a aquellos lugares cuando la colonización estaba empezando a fructificar y Abel, duro como el pedernal, afincó en aquel paraje solitario pero alegre, de tierra prometedora, y allí empezó a cultivar sus frutos, a cuidar algunas vacas y a sentar los cimientos de un futuro que si al principio se manifestó incierto, más tarde, gracias al tesón del granjero, terminó por constituir un negocio remunerador. Entre los emigrantes que llegaron detrás de Holt a aquel terreno, lo hizo un llamado Jerome Rice, un hombre alto y fuerte como un roble, que entendía mucho de asuntos de granja. Estaba casado, tenía dos hijos de corta edad y buscaba expansión por aquellas latitudes.
Cuando aquella madrugada, Curt Hawkins se levantaba de su asiento ante la mesa de póker del garito titulado «El Descanso», de los cinco mil dólares con que había llegado dos días antes a Carson City con la muy ambiciosa idea de hacerse rico en la ciudad o en la floreciente y vecina Virginia City, sólo le quedaban en el bolsillo unas cuantas monedas de plata. Pero aparentemente era un honore rico. Vestía un traje elegante, una camisa de blanca seda, zapatos muy brillantes y un solitario en el dedo anular de la mano derecha. Aquél era todo su capital, del que posiblemente se vería despojado si su buena estrella no le protegía como le había protegido algunas otras veces. En su no muy larga pero sí dinámica vida de aventurero, habíase visto por dos veces al borde de realizar sus sueños de grandeza, reuniendo el capital necesario para montar en gran escala un buen garito en alguno de los poblados más violentos, del Oeste, donde hacer fortuna con aquella clase de negocios no era ningún problema, y las dos veces, su ambición por redondear la cifra que se había asignado, le había dejado al borde de la ruina.
Los hombres no son dioses, aunque algunos, en su egolatría, lleguen a creérselo alguna vez. Por ello, tienen los pies de barro y, cuando menos lo esperan, sus pies se desintegran al menor embate y terminan por caer destrozados, sin pena ni gloria. Algo de esto le sucedió a Joseph Morne, cuando se hizo ilusiones prematuras de convertirse en un Dios omnipotente, en cierto lugar de la raya de Luisiana con Texas. Fue esto cuando la guerra de Secesión, cuando la pelea era más enconada y los avatares de la guerra empezaban a inclinar la balanza del lado de los federados. Morne era un tipo híbrido, cuya vida presentaba bastantes lugares oscuros o más bien negros. Sus actividades en los veintisiete años que contaba, fueron siempre producto de las circunstancias, y como las circunstancias, para él, siempre habían sido las que presentaron la peor cara, puede calcularse en qué ambiente se desenvolvió y cuáles fueron sus méritos ciudadanos durante este período de su vida.
Alan Eider, apenas desembarcó del «Ferry» en el que había atravesado la sucia corriente del Río Verde, en Utah y tomando su caballo de la brida, se internó por la senda que conducía al poblado. Era éste un hacinamiento de casas, muy populoso en ciertas horas del día, pero en aquellos momentos sus calles sucias y polvorientas, aparecían casi desiertas. El viajero se adelantó por la calle más ancha hasta descubrir un largo caserón, en cuya puerta campaba un rótulo que indicaba que aquello era el hotel del poblado y deteniéndose ante la ancha puerta, fue recibido por un mozo que preguntó: —¿Qué hay, amigo, busca hospedaje? —Así parece. —Pues dé la vuelta al edificio y encontrará la cuadra. Deje allí el caballo y vuelva.
En el brillante azul del firmamento, detrás de una sierra dentada de altos y desiguales ribazos y pequeños farallones que cortaban aquella parte de la desigual llanura, se recortaban briosamente las nada simpáticas siluetas de una media docena de pajarracos carnívoros que sin separarse de un punto determinado, trazando círculos que estrechaban al descender, formaban una extraña y negra rueda de alas batidas, picos y patas colgantes. Rupert Berke, desde una pequeña eminencia del terreno, seguía con atención el extraño vuelo de aquellas aves. Algo había detrás de aquellos accidentes del terreno que les atraían y Rupert decidió que si un pájaro era curioso, él no tenía por qué ser menos. Lo que llamase la atención a las aves, también podía llamársela a él y sin pensarlo mucho empezó a trepar por los accidentes con ánimo de ganar aquellas alturas y llegar donde las aves carniceras tenían cifrada su atención.
Si hacia el año 1870 hubo en el Oeste americano —concretamente al noroeste de Colorado— algún lugar al que se le pudiese aplicar con toda justicia el nombro de el paraíso de los desalmados, este lugar no pudo ser otro que el que los fuera de la Ley denominaron con macabra ironía “Pozo de la muerte”, un terreno desolado en la tundra del Estado de Colorado, a cierta distancia del White River y distante varias millas del monte Danforth. Lo que nació explosivamente como un poblado y debió ser calificado como tal, pues llegó a cobijar a más de cuatro mil habitantes en su época de esplendor, nació por generación espontánea y sin que su accidental fundador llegase a sospechar nunca que la fugaz racha de suerte que le llevó a descubrir oro en aquella desolada región, fuese su trágica desgracia, y más tarde costase muchas docenas de vidas en el breve tiempo en el que lo que se llamó “Pozo de la muerte”, brilló como una tremenda aurora boreal tinta en sangre. La historia empezó una mañana de ardiente verano, cuando un sempiterno buscador de oro llamado Walter (no se llegó a saber su apellido), recaló con su paciente pollino, sus gamellas, su tienda de campaña y sus herramientas, en un lugar a casi una docena de millas del macizo montañoso de Danforth.
David Carrol penetró en el exótico poblado de Unpgua no lejos del cauce del río del mismo nombre en el oeste de Oregón. Lo hizo por su parte norte tras una larga y molesta caminata a caballo desde Eugene, uno de los más importantes poblados del Estado. Pudo haber bajado en tren hasta Yoncalla y allí en dirección transversal haber atravesado el río, alcanzado el poblado más rápidamente y con menos molestias, pero David tenía sus ideas personales respecto al modo da desarrollar sus actividades y entendió que para el objeto que le llevaba allí le interesaba hacer el viaje recorriendo el paisaje examinándole y reteniéndole en su memoria por si en algún momento se imponía moverse por él de una manera menos tranquila. Unpgua no hubiese tenido nada de particular a no ser que por sus inmediaciones se explotaba la madera con profusión y eran varios los madereros establecidos en aquella zona semisalvaje.
Marcus Gilbert había pasado una agradable tarde en el baile de la plaza en compañía de Sibyl, su novia. Marcus había estado ausente del poblado casi mes y medio, entregado a su movida misión de visitar clientes de la zona para surtirles de piensos para el ganado. La estación había sido muy reseca, los pastos de los ranchos y la hierba de los campos se habían agostado prematuramente y la necesidad imponía remediar la escasez manteniendo el ganado con piensos que, aunque más costosos que lo que el campo les brindaba generosamente, eran muy necesarios para no perder las reses o verlas convertidas en manojos de huesos con piel. En estas ocasiones de sequía, el trabajo para Marcus se hacía más intenso. El refrán de que «no hay mal que por bien no venga» le afectaba enormemente, los pedidos de piensos se hacían más importantes y el traficante se veía y se deseaba para encontrar el género que le solicitaban y poder servir a sus tradicionales clientes.