No conocía a los dos hombres que le atacaron, ni los había visto en todos los días de su vida, ni tampoco pudo distinguir sus facciones. Lo único que pudo averiguar fue que eran altos y muy robustos y que todo intento de resistencia, aunque no hubiera perdido el sentido, habría resultado inútil.
Se estaba muriendo, y todos lo sabían, incluso la propia interesada. Daba pena mirarla. Pálida, delgada, aún joven. Intentaba sonreír para no entristecer demasiado a los que se habían reunido alrededor de su cama para darle el postrero adiós. Pero Roberta Massey sabía que allí faltaba alguien, así que preguntó: —¿Y Jane? —su tono fue trémulo como el aleteo de un pájaro herido. —No creo que tarde en llegar —le respondió Donna, la hermana mayor. Donna Massey tenía cuarenta años cumplidos y mostraba el gesto altivo que siempre la había caracterizado. Pero ahora, no obstante, intentaba ser distinta, se esforzaba por proyectar otra imagen.
La sombra negra se deslizó entre el follaje del jardín tropical, se detuvo un instante, como venteando el aire tibio de la noche. Después reanudó su avance hacia el bungalow que se alzaba frente al palmeral. Era una casa de reducido tamaño, pero de excelente aspecto. Había luz en una sola ventana, aunque una cortina que ondulaba suavemente velaba la visión del interior. La sombra siniestra del intruso se detuvo una vez, rígida, informe en la negrura.
Habían llegado. Y lo sabían.La mujer miró al hombre. Y él a ella. Los ojos de ambos reflejaban una expresión parecida. Había en ella una mezcla de temor y de alivio, de esperanza y de preocupación.
Una sensación de miedo, de pánico, planeaba como un siniestro cuervo en el ánimo de lord Wanley. Era una angustiosa sensación, que no podía evitar desde que Elisabeth, su única hija, había decidido casarse a medianoche. A la hora de los fantasmas. En la capilla particular del castillo de Wanley, por descontado. Donde siempre se habían casado todos los Wanley, aunque, como es lógico, a horas menos intempestivas.
Media hora después, Leeds se disponía a abandonar la casa. Al salir, no pudo evitar una mirada hacia lo alto.La gárgola que la noche anterior despedía torrentes de agua, era ahora claramente visible, a unos seis metros del suelo. Era, indiscutiblemente, una obra de arte, pero le pareció que representaba una escena horripilante.Creyó ver a un hombre con la boca enormemente abierta. Por allí, desde luego, salía el agua de la lluvia.Encaramado a la espalda del hombre, había un monstruoso animal. Leeds pudo apreciar unos cuernos en lo que parecía un cráneo vagamente humano, con pico de ave rapaz y unas alas de murciélago.
La joven esquivó el rostro, aunque no consiguió evitar el beso. De nuevo sus gordezuelos labios quedaron aprisionados por los de Ronny Freeman. En apasionado beso. La resistencia femenina fue cediendo. Correspondió al beso. Sólo cuando la diestra de Freeman, en audaz caricia, intentó introducirse por entre la desabotonada blusa de la muchacha, ésta reaccionó.
El palacete de los Walden era digno de verse. La imaginación, allí, se quedaba corta. De película, si. Los terrenos propiedad de la dinastía comenzaban en el desvío situado 15 millas al norte de la carretera Los Angeles-Santa Mónica-Santa Bárbara, en el interior de una zona de agreste vegetación. En plena jungla, podía decirse.
Yacía en la soledad de la muerte, en el vacío infinito de la nada desde los tiempos terribles de la maldición. En el frío de una tierra maldita, que ni el calor del verano podía caldear. En el frío del odio. En el frío del olvido. Esperando. Siglo tras siglo. Esperando. Con la lluvia y el viento, con nieve y con sol, siempre esperando. Cuando la lluvia empapaba la tierra, a veces, le llegaba la humedad esperanzadora, y el frío se agudizaba como una anticipación. Pero la lluvia era vida. Vivificaba la tierra y los árboles, y las hierbas y los humus que daban vida y calor. Para el que esperaba no era nada, porque lo que él aguardaba no era vida sino muerte. Yacía en el infierno de la espera siglo tras siglo, y era un infierno helado, vacío y hueco. ¡Oh, cuando llegara al fin la liberación! Cuando llegara la muerte…
La actuación del ventrílocuo Lionel Waggett estaba causando la más viva admiración. En la lujosa sala de fiestas todos se hallaban pendientes de él. Lionel Waggett y su muñeco, Nelson, componían un número ciertamente estimable, digno en verdad de los más calurosos y encendidos elogios. Lionel Waggett imprimía tanta vida a su muñeco, que éste, realmente, parecía hablar y moverse por sí mismo. La actuación de aquella noche estaba consistiendo en un largo diálogo entre ambos, que había empezado amigablemente y que luego, entre ironías y sarcasmos, había ido haciéndose áspero, violento, casi agresivo.
—La vida acabará siendo un tormento para ti. A gritos me pedirás morir. Pero Davina jamás le pidió eso a su marido. Sin embargo, en más de una ocasión había de decir:—Esto no acabará así… Esto no acabara así…Su sirvienta de más confianza, cuando Davina hubo muerto y estuvo ya enterrada en el cercano cementerio de Waldenmassey, explicó:—Si mi señora llevaba tapada la amputación de su brazo, no, no era porque le faltara la mano. No era por eso… ¡Era porque la mano le había crecido! Bueno, en lugar de mano le había crecido una garra… Como si fuera un león, o un tigre, o un leopardo…Pero nadie, claro está, se creyó lo que dijo la sirvienta.¿Cómo iba alguien a creerse semejante cosa?Por descontado que no.Sin embargo, pocos meses después murió a zarpazos —y en la localidad de Waldenmassey no había fieras— el que años atrás fuera el amante de Davina, el que, al verse descubierto, había huido pensando solo en sí mismo.Y también murió, de igual forma, a zarpazos, Roger de Andrewstton.
Craig Majors era un hombre gris, anodino, de esos miles de centenares que desfilan por la vida sin pena ni gloria. O con más pena que gloria; según se mire. Pura y simple cuestión de conceptos. Era, en definitiva, Craig Majors, un tipo vulgar. Como vulgar, sin que ello encierra sentido peyorativo, era su profesión: taxista.
En la distancia, apareció el litoral, recortándose con verdes y oscuras tonalidades sobre el azul del mar tranquilo, terso como un espejo. Era como si un cálido e imaginativo pintor hubiese hallado en su paleta los más brillantes y bellos colores para trazar un cuadro de belleza majestuosa.Sin embargo, sólo la propia Naturaleza había usado las pinceladas para crear tanto esplendor y colorido. El verde cambiante y profundo de la espesura, las palmeras y las suaves colinas cubiertas de hierba contrastaba con el amarillo dorado de la arena de las orillas, lamidas suavemente por azules transparentes que hadan del mar un prodigio de limpieza cristalina.
La voz de Meredith hizo desvanecer la sombra.Frank Meredith corrió hacia allí. Adentrándose en el cementerio. Esquivando las tumbas. Tropezó unas yardas antes de llegar al ciprés. Algo le había hecho trastabillar y caer.Meredith extrajo el encendedor del bolsillo y lo encendió.Y sus ojos descubrieron horrorizados a Gladys. Allí estaba. A su lado. Sobre la fría lápida de una de las tumbas. El rostro de Gladys desencajado en alucinante mueca de terror. Los ojos desorbitados. La lengua asomando por entre los labios…Las ropas desgarradas. A jirones. El vestido, el sujetador, el slip, las finas medias de nylon…Frank Meredith fue incapaz de reaccionar y quedó rígido contemplando el cadáver de su esposa.No se percató de que su espalda giraba lentamente la losa de una de las tumbas…
Cubierto con el recio chaquetón de paño, Blane Moodson caminaba sin prisas a través del páramo, en el que sólo crecían la hierba y algunos brezos raquíticos. El viento, áspero y cortante, llegaba del mar y traía olor a sales y a yodo. En el cielo, las nubes, grises y plomizas, corrían velozmente, mientras las gaviotas y otras aves marinas revoloteaban alborotadamente, emitiendo constantes graznidos, que parecían el preludio de una inminente tempestad.
En el bar Moon Flood se reunían todas las prostitutas de la pequeña localidad de Bannonwell. Era aquél un local bastante espacioso, con una amplia barra y mesitas por los lados, discretamente situadas. Los hombres que buscaban un desahogo sexual, lo tenían sencillo, acudían allí, elegían, y no se hablaba más. Todo iba rodado. Ellas estaban en el bar para eso, para encontrar clientes y ganarse unas libras.
El chico estaba en la acera, apoyado negligentemente en un farol, absorbido en la fascinante tarea de chupar un caramelo, mientras contemplaba el intenso tránsito de la calle principal de Varnton, cuando, de pronto, reparó en él una anciana señora que se disponía a pasar al otro lado, una vez se encendiese la luz roja para los coches.La viuda Esmond era un tanto entrometida y por ello no resistió la tentación de preguntar al chico qué hacía en la calle, en lugar de estar en la escuela, como era su obligación.
Era una fría mañana del invierno londinense. El cielo aparecía encapotado, la luz era grisácea y gélida, y la temperatura bajísimaHabía estado nevando toda la noche sin cesar, e incluso a primeras horas de la mañana. Ahora, aunque ya no caían copos, las calles ofrecían un aspecto blanco y esponjoso en calzadas y aceras. Los carruajes, al pasar, dejaban profundas huellas de sus ruedas, embarrándose poco a poco en el centro del empedrado, mientras el paulatino descenso de temperatura iba tomando la superficie nevada más dura y resbaladiza y, por tanto, mucho más peligrosa para la integridad física de los escasos transeúntes que abandonaban sus casas para adquirir algo o para ir a trabajar en oficios que no requerían madrugar demasiado.
Cerró los ojos. Quiso por un instante imaginarse el gozoso, sublime e inenarrable placer que sentiría si fuera verdugo. Si estuviera alzando el hacha en el aire presto a descargar el golpe mortal y si el puesto del reo lo ocupara su esposa Beatrix... Abrió los ojos. El viento bramaba con fuerza contra los cristales tras te que él se hallaba, mientras la oscuridad de la noche ensanchaba su tenebroso y negro imperio alrededor de la señorial casa. Era Lawrence Bibberman, un hombre de unos treinta años, muy obeso, el que miraba hacia fuera, hacia el exterior.