Oregón es el noveno Estado de Norteamérica en extensión y se encuentra dividido en dos mitades iguales, pero antagónicas en fisonomía, por la cordillera de las Cascadas. Esta división, según los geólogos, fue originada por un enorme cataclismo que levantó un muro de montañas que cortaron el paso a las lluvias del Pacífico y convirtió la parte este del Estado en una región seca y desolada, de altos desiertos, donde apenas si florecen otras plantas que el junípero y la artemisa. En cambio, la parte oeste, se convirtió en un vergel que nunca deja de ofrecer el verde brillante de sus campos y sus bosques en todas las épocas del año. Este Estado era completamente desconocido y salvaje hasta que, en 1804, los intrépidos exploradores Lewis y Clark consiguieron penetrar en sus entrañas y trazar la iniciación de una ruta que más tarde habría de ser célebre en la historia de los Estados Unidos al ser conocida por “La ruta de Oregón”.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
La cuerda cayó sobre el recio madero que sobresalía del edificio. Era una buena e improvisada horca. Colgó el nudo corredizo, esperando el lazo a rodear el cuello de la víctima. Un clamor acogió estentóreamente el momento de quedarse fija la soga, en el punto elegido. Las antorchas, en la noche, daban un resplandor siniestro a la escena. Rostros y figuras, en torno al lugar previsto para la ejecución, formaban un cerco dantesco, donde las sombras y los reflejos rojizos, rivalizaban en un juego irreal, sin llegar a vencer ninguno de ellos. Así, rostros a media luz y formas que se confundían con las tinieblas, constituían el público de aquella trágica situación.
Ninguno de los alborotados vaqueros que se arremolinaban junto al copudo árbol de la plaza vio llegar al jinete. Todos estaban demasiado interesados en lo que ocurría en el centro del corro. Eran hombres rudos, broncos, vociferantes y ligeros de manos, los mismos hombres que habían pacificado el territorio y ahorcado a multitud de abigeos y forajidos de todas clases.Ahora tenían una diversión adicional a todas las otras de este sábado por la tarde y estaban dispuestos a aprovecharla.La diversión era sencillamente un piel roja. El indio estaba atado al tronco del enorme árbol y su rostro cobrizo y ceñudo miraba a su alrededor inexpresivo, como una máscara de madera vieja.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Jesús Navarro Carrión-Cervera, que tanto sus obras del Oeste como Cliff Bradley ó la femeninas como Jesús Navarro son de muy alta calidad. Sobriedad, elegancia en el estilo, en su sintaxis, argumentos sólidos y descripción de situaciones verosímiles, fácil lectura. Todo está muy bien logrado. Algunas de las obras de Jesús Navarro tienen pinceladas de sano humor dignas de figurar en una antología.
Gordon Lumas es uno de los seudónimos utilizados por José María Lliró Olivé. También utilizó los ALIAS, FIRMAS, SEUDÓNIMOS: Buck Billings, Clark Forrest, Delano Dixel, Gordon Lumas (A veces, Gordon C. Lumas), Marcel D’Isard (grupal), Max (a veces, Mike) Cameron, Mike Shane, Milly Benton, Ray Brady, Ray Simmons (a veces, Simmonds), Ricky C. Lambert, Sam M. Novelista de variados registros, durante la dictadura franquista convirtió la novela de bolsillo en “novela de acción reportaje”, narrando en forma de ficción, los acontecimientos reales que sucedían en Barcelona, durante tiempos de brutal represión y feroz propaganda.
El tren subía lentamente, arrastrado por la locomotora que resoplaba, jadeaba y gruñía, como si quisiera protestar por el exceso de carga. Minutos antes, Rude Kayne había oído decir al revisor que el convoy llegaría a su hora a estación de Loder Hill.
Kayne sacó su reloj del bolsillo de su chaleco y consultó la esfera. Si el revisor no había mentido, estaban solamente a una docena de kilómetros del punto mencionado poco antes.
El murmullo de las conversaciones en voz baja, semejaba al ronroneo de las olas al acercarse a la costa. —¡Asómate, Janet...! —dijo el viejo Homer. La joven aludida fue hasta la ventana y, corriendo un poco la cortina, vio una verdadera multitud. —Es la póstuma manifestación de afecto hacia Joe —añadió Homer—. Frente a esta casa está la verdadera ciudad de Cheyenne. Unos golpes dados a la puerta de la habitación en que hablaban, les hicieron abandonar la ventana. Abrió Janet.
En Bordertown encontraría trabajo, le habían dicho muchas millas atrás. Buddy Burnett era joven, fuerte y resistente al cansancio. No le faltarían ocasiones de hallar un buen empleo. Mientras cabalgaba hacia los primeros edificios de la ciudad, se dijo que su vida había cambiado radicalmente en el curso de unos pocos meses. Podía estar estudiando ahora una carrera, pero, en lugar de asistir a las clases en la Universidad, se encontraba ahora con un penco entre las piernas, un revólver, una muda en el equipaje y seis dólares por todo capital.
Olivia, bien protegida por el cuello de la parka y el gorro de piel de oso, forrado con la de cordero, se pasaba la mano por los ojos para ahuyentar la nieve tan espesa que caía y tratar de ver mejor lo que le había parecido un jinete a bastante distancia. El caballo relinchaba sordamente, como protestando por la baja temperatura. Ella venía de los amplios corrales cubiertos, que su padre, conocedor de ese clima, había techado en forma puntiaguda a dos aguas para evitar que la nieve hundiera éste, al no poder deslizarse.
El hombre que viajaba en la diligencia era alto, esbelto, de anchos hombros y vestía con discreta elegancia, lo suficiente para no parecer un patán, aunque en ningún momento hubiera dado la sensación de ser un tahúr o pistolero profesional. Sin embargo, debajo de la bien cortada levita llevaba dos revólveres de culatas nacaradas. Jean Stiller lo observó cuando subió en la parada de Carterville. Nadie llevaba dos pistolas por fanfarronería, sino porque podía utilizarlas en cualquier momento. Y el que las llevaba en la forma que se veían sobre el cuerpo de Joel Kenlock era porque, efectivamente, sabía usar sus armas.
El jinete era un puntito que se movía a lo lejos, en la cegadora planicie del desierto. Sentado en una silla, bajo la marquesina que le protegía de los inclementes rayos del sol, Hal Pewly contempló especulativamente al hombre que se dirigía hacia Loneville. —Extraordinario —dijo Hal Pewly. Una mujer se había asomado a la ventana más próxima de la cantina. Su escote no tenía nada de moderado y sus ojos eran muy azules, pero con fuego en las pupilas. —¿Por qué extraordinario, Hal? —preguntó.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Salió de la zona de arbustos y matorrales de poca altura y entró en un sector despejado y polvoriento, flanqueado por tristes colinas en las que apenas si se veía un árbol de cuando en cuando. Emory Farrell pensó que la vida en Holcombe debía de ser tan triste como el paisaje. Por fortuna, se dijo, su estancia en aquella población, de la que apenas si se entreveían algunos edificios, iba a ser muy breve.El terreno iba en pendiente descendente, no muy acusada, sin embargo. Farrell dejó que el caballo marchase un poco a su aire. No hacía mucho habían encontrado una pequeña charca de agua, junto a la cual se tomaron jinete y cabalgadura unos minutos de descanso. El animal, un bayo capón, de poderosa grupa, se encontraba en perfectas condiciones. Farrell lo cuidaba mucho, era un caballo valioso, fuerte y resistente y también, para distancias que no pasaran de los ochocientos metros, muy rápido.
Mientras el tren ascendía traqueteando por la empinada pendiente que se retorcía en las laderas de las montañas, Keith Dix contemplaba el paisaje, cómodamente repantigado en la mullida butaca, aunque cualquiera que se fijase en él le habría supuesto durmiendo, ya que tenía el sombrero echado encima de los ojos.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.