El jinete galopaba quizá un tanto descuidadamente. Acaso el que le aguardaba había sabido esconderse bien y situar su rifle de modo que no despidiera el menor brillo. En todo caso, las circunstancias se conjugaron de tal modo, que Marvin Shilton no se dio cuenta de la presencia de su enemigo, hasta que oyó el primer disparo.
Los dos jinetes se detuvieron en lo alto de la colina. Bañados por el sol. Un sol que, en la cúpula del horizonte, brillaba con fuerza descargando virulentos rayos. Desde allí se ofrecía un bello espectáculo. El valle, el arroyo de cristalinas aguas, las altas montañas, los desfiladeros... Y Moxey Creek.
Howard Wingate se paró en seco, como si le hubieran soltado de repente un bofetón. Giró su cabeza leonina, de blanca melena, frondosas patillas y rostro enrojecido, casi apopléjico, clavando sus ojos pequeños, redondos y fríos en el hombre que había hablado. Daba la impresión de estar mirando a un pigmeo desde una altura inaccesible. Y, sin embargo, el que había hablado era nada menos que Ralph Andersen, de la Andersen & Andersen Asociated Bank, un poderoso financiero del Este trasplantado al lejano Oeste para ampliar su fortuna y la de su Banca, a través de la financiación de grandes sectores industriales y comerciales de las recién colonizadas y ya casi civilizadas tierras al oeste de las Rocosas.
El silencio era absoluto. No se veía un alma por la calle Mayor de Larramore y las cantinas habían cerrado sus puertas hacía ya mucho rato. Apenas si un par de faroles disipaban las tinieblas en cortos trechos, más allá de los cuales reinaba una oscuridad impenetrable. En la quietud de la noche, varias sombras se movieron en silencio hacia uno de los pocos edificios que tenían un farol encendido en la puerta: la oficina del sheriff, y también cárcel.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
La mañana amenazaba con ser calurosa. A la temprana hora de las ocho, ya el aire que soplaba del sur daba la sensación de proceder de alguna hoguera más o menos cercana, y la rosa del sol que empezaba a ascender sobre un cielo limpiamente azul, se encendía en todo el esplendor de su redonda lumbrarada. Apoyado en uno de los pilares de la plaza mayor de Limón, un poblado de Colorado, en el cruce de la línea del «Unión Pacific» con el río Big Sandy, se hallaba Jay Curan, fumando con displicencia, como si todo lo que tuviese que hacer en su vida se limitase a matar el tiempo y a consumir tabaco.
Entró en la habitación del hotel y, apenas había dado unos pasos, se quedó paralizada, completamente inmóvil, como si se hubiese convertido en una estatua de piedra. Durante unos momentos, su semejanza con una estatua fue absoluta, puesto que ni siquiera se advertían en su esbelto pecho los naturales movimientos de la respiración. Luego, poco a poco, tomó aire, mientras en su mente bullían mil ideas contradictorias. Era una mujer joven, muy elegante, dotada de una gran hermosura y su nombre era Gwynneth, pero en aquellos instantes, sabía que se hallaba en un verdadero compromiso. «Podrían, incluso, acusarme de asesinato y enviarme a la horca», pensó.
Los disparos sonaron cuando la mucha la acera en determinada dirección. Betty Farrell volvió la cabeza, alarmada, y vio a un grupo de hombres que montaban precipitadamente en sus caballos, sin dejar de disparar en todas direcciones. Betty se quedó paralizada unos instantes, a causa de sorpresa más que del miedo. En aquel momento, su padre, sheriff de Colburn, salía de la oficina, con el revólver en mano, alarmado por el estrépito de las detonaciones./p>
UN poco más al norte de Viadsma, recientemente conquistado, la Compañía del capitán Trauber se abría lentamente paso hacia la pequeña localidad de Tepluja.
Durante toda aquella noche, falsa por la incesante luz de las bengalas y los cárdenos relámpagos de los disparos, los hombres seguían pegador, a sus posiciones, sobre la nieve sucia por la lluvia que la había seguido, destrozados por el cansancio de las operaciones llevadas a cabo y deseosos de detenerse, un tanto, para poder, al menos, comprobar que existían.
Linda Kramer se encontraba sentada delante del aparato Morse, en la pequeña localidad de Boquillas, junto al Tornillo River, punto adelantado del sur de Tejas y a pocas millas de la divisoria con Méjico. Su padre, Emil, se encontraba bastante delicado de salud y ella, que había aprendido el manejo del aparato, le suplía con acierto, pues en realidad el trabajo que solía darle el vecindario del poblado era muy escaso. El duro sol de Texas entraba, a raudales, por el ancho vano de la puerta y cada vez que alguien cruzaba por delante de la oficina del telégrafo, la sombra recia, proyectada por la lumbrarada del sol, se proyectaba contra el pequeño mostrador, para desaparecer con la misma rapidez que se había proyectado. Esta vez un caballo, de excelente alzada y hermosa lámina, se detuvo justamente frente a la puerta, recortando su sombra hacia el interior, viéndose la misma aumentada por la del jinete que, al bajar de su montura, penetró con decisión en el reducido vano de la oficina, eclipsando, en gran parte, la alegría luminosa que inundaba el local.
En pie, rígida, con la mirada brillante y los puños apretados en un movimiento inconsciente, Eva contemplaba a Bob y Enmanuel de una manera extraña, como si a pesar de tenerlos delante, estuviesen a muchas millas de allí y le hablasen desde una distancia muy lejana. No le hacía gracia alguna lo que ambos, alternativamente, le estaban diciendo. Ni Bob ni Enmanuel, a pesar de ser sus primos, le agradaban lo más mínimo, porque en el escaso tiempo que llevaba en su cabaña, había tenido ocasión de comprobar que ambos eran dos hombres primitivos, duros, ásperos, groseros, incultos, e incapaces de ocultar sus violentas pasiones cuando se dejaban dominar por ellas.
En el amplio comedor de la vivienda estaban reunidos todos los parientes del muerto, y con ellos las autoridades de Dentón y unos ganaderos que habían sido amigos de Hubbard.
—Hace tiempo que me entregó estos documentos con el ruego de que los abriera el mismo día que conociese la noticia de su muerte.
Después de decir esto, el juez miró a los reunidos.
—Cuando supe que había muerto, lo primero que hice fue abrir este sobre, y en él encontré en primer lugar una carta dirigida a mí, en la que me pide que venga a leer el testamento que está cerrado en este otro sobre, y os reúna a todos vosotros para ello. Como ya estamos reunidos todos, creo que es hora de proceder a dar cumplimiento a los deseos del muerto.
La trifulca que se había armado en la pequeña taberna que Job Kimbel poseía en Bluff, un pequeño y aislado poblado de la parte sudeste de Utah, en las márgenes del río San Juan, había terminado de una manera lastimosa y humillante para Andrew Joy, y los hombres de su equipo, que le acompañaban. El incidente tuvo su raíz en la intromisión de Joy en un asunto que no le afectaba personalmente, aunque en el fondo tuviese razón para el comentario. A la taberna habían acudido aquella tarde cuatro sujetos a quienes nadie conocía en el poblado. Cierto que Bluff como poblado casi se le podía considerar como un oasis en un desierto, porque en toda la ribera del San Juan, desde su paso por Arizona por el oeste de los montes Navajo, hasta la divisoria con Colorado, no había más pueblo que Bluff, y ya en la frontera, otro denominado Anet.
Bajo la tirante lona del balcón volado de su hacienda en Wan Horn, al sur de Nuevo México, Cheryl Chapman recibió la carta que su criada negra le entregó. Cheryl era una muchacha morena, de unos veinticinco años, de una estatura proporcionada, quizá más bien alta y metida en carnes. Su rostro era perfecto; sus ojos grises y grandes, tenían una mirada ingenua que engañaba en el primer momento, pues de ingenua no tenía más que aquel aspecto tímido e indolente, cuando dejaba que sus nervios descansasen y se entregaba a la molicie y el abandono.
Lynn, Jay y Ted, los tres hermanos Reber, se detuvieron un momento ante la puerta del restaurante figón titulado “La Buena Sombra” y, tras echar vistazos en torno y convencerse de que nada anormal sucedía a lo largo de la calle, penetraron en el establecimiento.
Carnody, el dueño, apenas les vio aparecer esbozó un gesto de disgusto y miedo a la par. No miedo a que los tres temibles hermanos pudiesen cometer con él algún exceso violento, sino porque siempre temía que lo que los tres Reber andaban buscando, se desarrollase de un modo sangriento, en su modesto establecimiento de comidas y bebidas.
La sospecha de Carnody tenía un sólido fundamento y si bien no existía razón alguna para que el lance tuviese lugar allí precisamente, como al final tendría que tener un dramático escenario, no le agradaba pensar que tal escenario fuese su casa.
No hace mucho falleció en Tarzana (California), casi a la edad de cien años, el que puede considerársele el último pionero de la época legendaria en que el Oeste era algo empírico que sólo hombres de corazón y resistencia física excepcionales, habrían de amansar y colonizar para la civilización. Este hombre, llamado Al Jennings, estuvo considerado en el apogeo de su vida activa como el gun-man más rápido de manos de todo el Oeste, aún más que lo fueran Billy «El Niño», Jesse James y otros ases del «Colt» de aquella época. Al había nacido en Virginia en 1861, y quizá porque el Destino había prendido en su joven sangre el espíritu de la aventura, huyó de su hogar cuando sólo contaba once años, y no mucho más tarde apareció en el peligroso Oeste, al que se aclimató muy pronto pese a su edad precoz.
Cuando Dean Anderson entró en su cabaña y descubrió todo su ajuar volcado, en desorden, y, como colofón, el cuerpo de su hermano Peter colgado de una viga del techo, con la amoratada lengua fuera y dos manchas sangrientas en el pecho, creyó que las cumbres de las montañas lejanas se le habían desplomado sobre el cráneo, dejándole en una situación difícil de analizar, pues apenas si se daba cuenca de lo que le rodeaba.
Tuvo que apelar a todo su valor, a su sangre fría, muchas veces puesta de manifiesto, y a su carácter resolutivo, para llevar un poco de orden en su cerebro y tratar de analizar el porqué de aquel sangriento cuadro.
El poblado Witeowl estaba situado en un gran vano del oeste de Dakota del Sur, entre el River Owl Feather al norte y el Elmor 8 Mille Cr., al sur. Infinidad de pequeñas, corrientes de agua afluían en torno a su situación geográfica y más al este se erguían las reservas indias Cheyennes.
Los dos poblados más importantes se encontraban al este, pero por bajo de Witeowl. Uno era Rapid City y el otro el célebre centro minero de Deadwood. También próximo a éste se hallaba enclavado otro poblado bastante nutrido, llamado Lead.