El auto se detuvo a poca distancia de la casa.El vehículo, un Oldsmobile «Starfire» color negro, se confundió entre las sombras de la noche. No había luna en el negro manto del cielo. Ni estrellas. La oscuridad era total. Las más tenebrosas de las sombras parecían haberse adueñado de la noche.Ben Williamson sonrió.
Marcia sorbió distraídamente el Martini con aire aburrido. Oía el rumoreo de las conversaciones a su alrededor, en el gran salón de la residencia de los Farnings, pero ni siquiera prestaba atención a las voces. Comenzaba a arrepentirse de haber aceptado la invitación de Leyla para esa cena que, a menos que ocurriera un milagro, amenazaba con ser tan aburrida, sosa y falta de interés como la mayoría de las que asistía de un tiempo a esta parte.
Quienes visitaban la localidad de Marnesstton solían reparar en la casa donde residía la alta, seca y excéntrica Meredith Porley. Era una casa espléndida, magnífica, que ciertamente llamaba la atención. En sus salones se habían celebrado muchas y lúcidas fiestas. Pero eso pertenecía ya al pasado. En la actualidad, Meredith Porley era una mujer ya mayor, rara, maniática, con la que resultaba difícil convivir. A su sobrino Gregory, sin embargo, le reservaba todo su cariño. Con él no se planteaban problemas de ningún tipo.
La bonita enfermera dijo:—Te echaremos de menos, Mark.El esbozó una sonrisa. Había pasado tanto tiempo en el hospital que, para médicos y enfermeras, ya era simplemente Mark.—Y yo a ti —dijo como respuesta.—¿Adónde piensas ir ahora? Tienes un mes de convalecencia según oí comentar. El se encogió de hombros.—No lo sé. Buscaré un lugar apartado, tranquilo, solitario y primitivo, y si lo encuentro ése será mi destino.Ella sacudió la cabeza.
Había ido a visitar a un cliente en aquella pequeña aldea, pero el hombre se hallaba ausente y su esposa le dijo que regresaría al día siguiente. Aunque procuró disimular la contrariedad que sentía, Paul Tower echó pestes en su interior de un hombre tan poco formal. Pero podía hacer un buen trato y se resignó a lo inevitable.
Había sido joven. Y bonita.Ya no era nada. O casi nada. Lo poco que quedaba de ella, no resultaba agradable. Las aguas del canal habían empapado sus rubios cabellos y manchado de barro sus ropas. Pero aun sin eso, hubiera resultado igualmente lamentable su actual estado.
AQUEL sótano estaba lleno de telarañas. Y allí, colgada por las muñecas, una muchacha rubia, medio desnuda, desorbitaba los ojos de pavor ante el final inapelable que le esperaba. Pero ese final, pese a todo, ella iba a poder elegirlo. Así acababa de decírselo el hombre alto, delgado, de cabello blanco y barba entrecana. De ojos oscuros, magnéticos, hipnóticos. —O como tu amiga…— había indicado el otro extremo del sótano—, o atravesada dos veces por esta horca… Te concedo el lujo de elegir… La voz de aquel hombre, opaca y tenebrosa, se había entremezclado con los truenos que retumbaban en el exterior. También con el ruido persistente de la lluvia y con el bramar del huracanado viento.
Martha Harrison entornó los ojos. Acusando el rojizo sol del atardecer. Las arrugas se acentuaron en el rostro de la mujer.—¡Señoritas, por favor!… ¡Les ruego no se alejen! ¡Alan promete solucionar la avería en breve tiempo!Las palabras de la profesora Harrison no merecieron atención alguna. La mayoría de las muchachas descendieron del autocar corriendo hacia las rocas. Riendo alborozadas.
Aquel muchacho llevaba una gorra calada hasta las orejas. Sus manos sujetaban el volante de la camioneta con firmeza, con seguridad. Por lo menos estuvo seguro de sí mismo y de lo que hacía hasta que le pareció oír un lastimero y angustioso gemido. Había sonado en el interior de la camioneta. De modo instintivo, el muchacho giró la cabeza y echó una ojeada a través del cristal que separaba la cabina con la parte posterior del vehículo. No vio nada de particular. La caja de madera que debía llevar a la localidad de Promdden y entregar a la señora Tarrell, seguía en su sitio. Todo normal.
Sé que, llegada a este punto, te preguntarás si no es esto realmente una pura locura, y estoy empezando a convertir mi misiva exasperada y final en una sucesión grotesca de absurdos sin el menor sentido.No es así, Mabel querida. Estoy diciendo la verdad, la increíble verdad que yo mismo afronté, cara a cara, aquel gélido día infernal, mientras la nieve caía copiosamente sobre Colchester, y el espejo me devolvía la imagen de un hombre perfectamente desconocido para mi, de un ser a quien jamás había visto antes en mi vida… y que, sin embargo, era yo, yo mismo.
Primeros de diciembre de 1968. La noche era negra, tenebrosa, y el viento silbaba inquietante y amenazador a través de los desnudos árboles que bordeaban la carretera. Una carretera que, luego de una pronunciada curva, llegaba a la localidad de Brigersson. No lejos de allí se alzaba el Sanatorio Psiquiátrico. Un edificio de perfiles sombríos, tétricos, cuya sola contemplación asustaba a los chiquillos. De ello que nunca se acercaran a sus altos y recios muros, ni siquiera a plena luz del día.
El ladrón sonrió, enormemente satisfecho, al contemplar las dos piedras, gruesas como nueces, que despedían fulgores escarlatas. Habían sido largas semanas de trabajos y estudios para llegar al objetivo y, al fin, lo había conseguido.Happ Bruckner levantó los dos rubíes, perfectamente gemelos, y los contempló al trasluz unos instantes, aprovechando el resplandor de la lámpara portátil que había usado para alumbrarse. Sosteniéndolos con ambas manos, por medio de los respectivos pulgar e índice, estuvo así unos momentos, realmente embobado, como estático, ajeno por completo a la realidad de este mundo.
Una joven maestra encuentra trabajo como profesora de niños en el retirado y lóbrego orfanato de Loomish Hill. A su llegada descubre con estupor que el director del establecimiento, que la contrató, acaba de fallecer y que el orfanato esta a punto de ser desalojado y en tramites de desahucio. El oficial del juzgado ya se encuentra en la residencia con la orden judicial de embargo.
—¡Papá…! ¿Me oyes? ¡PAPA! Sé que puedes oírme… ¡PAPA! ¡Contéstame! ¡Sé que me estás oyendo!Charlotte Renaud se despertó, sobresaltada.Incorporándose en la cama con una extraña sensación de agobio en la garganta, algo así como si el aire no llegase a los pulmones, presión en el tórax y una nube oscura y densa, tormentosa, envolviendo la caja de sus pensamientos.
Cuando Jammy Long se vio a la puerta de la iglesia, ataviado convenientemente y a punto de convertirse en el esposo de la encantadora Audrey Hatterly, decidió de repente que ella no era la mujer de su vida y escapó como si le persiguieran cien legiones de demonios. Pasó lo que suele suceder en ocasiones semejantes: crisis de nervios en la novia desdeñada, ataque de histeria en su madre y enfurecimiento del padre, cosas que no consiguieron remediar la situación. La boda se había deshecho y el novio se había evaporado como si jamás hubiera existido.
La multitud se iba hacinando en la plaza pública, rodeada por las almenadas murallas del castillo medioeval. Las antorchas, en muchos puntos, se alternaban con faroles de aceité o petróleo en manos de los asistentes. En los rincones de la plaza, luces de gas alumbraban lívidamente el lugar.
En enero de 1968, el Vietcong lanzó a todos sus hombres en la ofensiva del Tet (Año Nuevo Budista), logrando llegar hasta el centro de Saigón y ocupar la ciudad imperial de Hué conjuntamente con otras 30 capitales de provincia. Pero sufrió tantas bajas (quizá 40.000 muertos) que jamás se recuperó de aquel baño de sangre. Unos doscientos mil combatientes, casi todos sudvietnamitas huidos al Norte, entraron desde Laos y Camboya por la ruta Hó Chi Minh, y el ejército de Hanoi, al mando del legendario general Giap, actuó por primera vez a gran escala. Más de cinco mil marines quedaron aislados en Khe Sanh durante dos meses y medio, y las fuerzas norteamericanas sufrieron grandes pérdidas. No obstante y pese a ello, la ofensiva del enemigo fracasó.
El constable Warren resopló, empujando la puerta vidriera del local. Una vaharada de aire caliente y confortable azotó su rostro rubicundo bajo el casco del uniforme, con olor a leña quemada, a buen whisky y a cerveza, aunque también a guiso de pescado.
Se despertó, viendo que se hallaba en el camarote de un trasatlántico. Pero a pesar de haberse despertado, Jennifer experimentó la profunda, hiriente y espeluznante sensación de que estaba muerta. Sin embargo, cuando intentó abandonar la litera, sus piernas le respondieron, acertó a moverse, pudo ponerse en pie. «No, no estoy muerta…», pensó. Sin embargo, persistía aquella sensación agobiante, horrible. Como si su vida ya hubiera dado fin. Como si su cuerpo y su alma pertenecieran ya al Más Allá, a ese mundo lóbrego, sombrío y tétrico en el que solo se entra cuando se da el último aliento. Jennifer salió del camarote. En el corredor no había nadie. Solo pisadas… ¡Pisadas de sangre!