Se puede morir de muchas formas y en distintos lugares. En Vietnam, Laos, Camboya... Una muerte heroica, pero se corre el riesgo de pasar desapercibido. Ocupar un lugar en la larga lista de héroes muertos. Solo un nombre. ¿Tienes mujer? Entonces es posible que alguien llore tu muerte. No te hagas vanas ilusiones. Derramará pocas lágrimas. ¿No tienes a nadie? ¿Solo como un perro? Tanto mejor, compañero. No serás molestado en la tranquilidad de tu tumba.
CLIVE Landon, cómodamente reclinado en el largo sofá, contemplaba otra de las resonantes victorias de los “Giants” de San Francisco en el marco del Gandlestick Park. Sus facciones no reflejaban emoción alguna por el desarrollo del juego; no obstante ser un apasionado del béisbol.
Pero los hombres como Clive Landon no se inmutan por nada. En el Lejano Oeste hubiera pasado por un perfecto “cara de póker”. Sus facciones, enérgicas y varoniles, parecían talladas en piedra. Incluso sus ojos grises eran inexpresivos. De una frialdad casi absoluta. Frisaba en los treinta años. Su figura atlética podía competir sin menoscabo con cualquiera de los “Giants”.
SERGE no era la persona encargada de las “liquidaciones”. A veces, sin embargo, le encargaban ciertos asuntos “especiales”. En esta ocasión se trataba de Geo Cosbuc. Después de haber entregado a Mihail Bramo los microfilms y una vez que este debía estar ya camino de Bucarest, le habían encargado solucionar el asunto Cosbuc.
SONÓ el timbre del teléfono cuando el inspector Alex Westry se disponía a abandonar su oficina.
Tomó el aparato.
—¿Oficina Federal de Investigación? —inquirió una voz alicortada, nerviosa, inquieta.
— Sí. Habla usted con el inspector Alex Westry.
—Escuche, inspector. Soy Daniel Hayes. Es posible que haya oído hablar de mí.
—Sí que he oído hablar de usted, al inspector jefe de San Francisco. ¿Le ocurre algo, Hayes?
—Lo necesito, inspector. Es un asunto muy importante.
— Bien. Le escucho. ¿De qué se trata?
A su lado, Soraya hubiera parecido una fregona. Tenía el cabello negro, con reflejos metálicos azules, el cutis de un tostado de oro y los ojos claros, gris verde. Su figura de diosa pagana se cimbreaba al bailar con la gracia indescriptible de la hierba al soplo del viento. Había en ella algo de naturaleza, algo tan vital que, al mirarla, le ponía a uno un burbujeo en las venas como, el que produce la primera caricia de la brisa tibia de abril. Vestía de color verde manzana y la ropa parecía moldear su cuerpo con amor, casi con veneración.
Siempre he pensado que si alguna vez me cayera una fortuna encima, cosa por otra parte puramente quimérica, me gustaría vivir por estos parajes que atravieso. Compraría una de esas inmensas propiedades, bajo cuyos árboles ya se guarecieron los pieles rojas mucho antes de que viniéramos nosotros a civilizarlos a base de fuego, pólvora y muerte. Haría construir una casa tan grande como un cuartel solo por el gusto de perderme en sus habitaciones y me zambulliría en una piscina capaz de dar cabida a un acorazado.
Al oír el armonioso sonido del «ding-dong» de la puerta, Melody Fenner dejó a un lado la revista que estaba leyendo y se puso en pie. Era una joven de buena estatura, sumamente esbelta, cabello intensamente negro y ojos de pupilas verdes, profundos y rasgados, que conferían a su rostro, de un perfecto óvalo, un toque ligeramente exótico, que aumentaban más su indiscutible atractivo.
La noche era lóbrega y fría. Grandes nubarrones cargados de lluvia cubrían el cielo, y una luna pálida asomaba entre ellos iluminando a intervalos con su fantasmal fulgor el intrincado laberinto de trincheras y alambradas. Los cohetes luminosos se elevaban en el aire, estallando en amarillentos resplandores, mientras tableteaban las ametralladoras y sonaban los tiros aislados de los centinelas apostados en sus parapetos. Hacia Kolpino tronaba la artillería desde el atardecer. Los ojos enrojecidos del soldado Fritz Rinner escrutaban las tinieblas. La ametralladora de la que era sirviente descansaba a su lado, presta a entrar en acción. Frente a él, el terreno se quebraba en una serie de traicioneras hondonadas cubiertas de hierba, de las que la bruma iba surgiendo en amplias franjas. Grandes embudos, provocados por la explosión de proyectiles de grueso calibre, cubrían el terreno a su alrededor. Rinner consultó su reloj de esfera luminosa. Faltaba aún una hora para su relevo. Por su cerebro desfilaba una ininterrumpida procesión de evocaciones y recuerdos. Los párpados le pesaban por la larga vigilia, y anhelaba el momento en que podría tenderse en su duro camastro para descabezar un breve sueño.
El tendido ferroviario siguió en su mayor parte la roturación realizada por los conductores de caravanas primero y que afirmaron los de las diligencias. Solamente en algunos trozos del recorrido se modificó. Era en aquéllos en que la presión de los indios y no la geografía había señalado rutas a los atrevidos, que cruzaron desde muchos años antes de los ferrocarriles las tierras de búfalos.
GEORGE Kenton, con ademán nervioso, se subió el cuello de la americana, hundiendo sus manos en los bolsillos del pantalón. Llovía. Un agente le miró con desconfianza. Aquel hombre semejaba ser, por su aspecto, uno de los muchos indeseables que pululaban en San Francisco, la ciudad más corrompida del mundo. El cielo ofrecía un inquietante aspecto, Los relámpagos iluminaban el espacio, dando a las estrechas calles de «Chinatown» una iluminación fantasmagórica. De los sórdidos establecimientos de bebidas, de vez en vez, salían individuos que, por su porte, denotaban habitar en el famoso «barrio chino».
Primer número de una colección dedicada a narrar las aventuras de los componentes de esta organización secreta. Tal como se indica en el título del extenso prólogo de este ejemplar, C.I.A.: Ojos y oídos de Estados Unidos. Para iniciar esta colección fue elegido Alf Manz, uno de los mejores escritores de novela popular de su tiempo y que también tuvo el honor de escribir el primer numero de la serie F.B.I. de la editorial Rollan. Todo comienza cuando la madre del protagonista, un piloto de pruebas, es asesinada cuando dos hombres penetran en su casa, buscando las planos secretos del avión «Bell X S-3» Buscando justicia para la muerte de su ser mas querido, ingresará en la División de Choque del C.I.A. y después de una intensa preparación y con la aquiescencia de sus jefes se verá capacitado para desentrañar el enigma que se oculta tras el robo de los planos experimentales y la muerte de su madre.
El sol anunciaba su salida por la línea lejana del horizonte manchuriano. Las tinieblas de la noche se disipaban al conjuro del alba. Sobre los campos se esparció una luz grisácea, cenicienta, y los árboles y las rocas comenzaron a destacarse. Al Norte: la extensa planicie aguardando el beso del sol primaveral para desperezarse.
Seigo calló. En la estancia reinaba un profundo silencio. El reo se inclinó hacia adelante y empuñó la daga con resolución, sosteniéndola a la altura del vientre. Iba a consumarse el harakiri. El haishaku vigilaba al condenado, dispuesto a cortarle la cabeza al menor gesto de cobardía. Tranquilizado ante el semblante sereno de Hakano se situó a su lado, siguiendo la lenta trayectoria del arma blanca. De pronto, el puñal cobró una vida insospechada. El que parecía decidido a ofrendar su existencia a una causa y a un código caballeresco, se incorporó, hiriendo mortalmente a Ogawa en el cuello. Después se volvió al otro hombre, que, asombrado, quiso defenderse. Seigo le clavó el cuchillo en el corazón.
Los ojos de George Kenton centelleaban de cólera, fulminando a la mujer que le miraba con desprecio. —Todo lo que eres me lo debes a mí, a un dinero que he ganado con riesgo de mi vida. ¡Puedes permitirte el lujo de tener un estrecho concepto del honor, porque no conociste el hambre! Te ha horrorizado mi profesión. ¿Por qué no repites con desprecio la palabra espía? No te dé vergüenza. Los que militamos en los Servicios Secretos sabemos dominar nuestros impulsos. Estamos acostumbrados a que se nos considere como a seres viles, sin alma…
En la oscuridad, una canoa navegaba cortando el agua con toda la potencia que sus 250 caballos de fuerza impulsaban a las dos hélices. Su aguda proa cortaba el agua en dos, lanzando a un lado y a otro una cascada de espuma que, a pesar de la noche, se veía brillar alguna que otra vez. Los tripulantes que se llegaban a vislumbrar, sujetos firmemente en sus puestos, clavaban su vista en las tinieblas, intentando ver más allá de la borda. Sin embargo, eso no era posible. Una espesa niebla se había ido tendiendo sobre el mar, hasta que la visibilidad quedó totalmente nula.
Como una sombra, silencioso, el ayuda de cámara del embajador pasó a la habitación contigua, un cuarto de baño todo enlucido de mármol negro. El espejo reflejó uno por uno los rápidos manejos de Diello y su rostro de mandíbula firme y de nariz con abultadas aletas. De una pequeña bolsa de papel cayó un chorrillo de polvo blanco en el vaso, flotando en la superficie del agua. El espejo recogió entonces una extraña sonrisa de los ojos oscuros. Volvió a caer más polvo. Una cucharilla agitó el contenido del vaso, tornándolo de color lechoso.
Tres amigos que han estudiado juntos en una prestigiosa universidad se dedican a combatir el crimen por su cuenta y pronto son reclutados por la organización CIA. A partir de ahí sus vidas cambiarán.
El potente cuatrimotor volaba sobre las cumbres del Himalaya, en la frontera de China con la India. Los treinta y dos pasajeros, ajenos a la belleza del paisaje a sus pies, fumaban o leían revistas que las stewardess les facilitaban sonrientes. En el interior del gran aparato reinaba el silencio. Los hombres, de nacionalidad americana o inglesa, con excepción de un francés que tomaba pequeños sorbos de «coñac», aparentaban ignorarse entre sí, preocupados, sin duda, por los negocios que les forzaron a efectuar el largo viaje desde Tokio.
PRESCOTT retuvo entre sus dedos, temblorosos por la impresión recibida, el extremo de la sábana que cubría la causa de su emoción. Resultaba imposible contemplar aquella visión de horror sin sentir una espantosa opresión en el estómago y una sequedad intolerable en la garganta. Finalmente, y venciendo la morbosa atracción que sobre él ejercía aquel rostro, o, por mejor decir, lo que de aquel rostro quedaba, dejó que la sucia tela que cubría el cadáver ocultara piadosamente los despojos mortales del que en vida llevó por nombre el de Fredy Discoll.
BASTA por hoy, señores. Mañana estudiaremos las maneras de comportarse de un hombre embriagado. En la vida del espía, más de una vez hay que simular una borrachera, en sus distintos grados. Lamento mucho que aquí, en la Academia, solo se pueda beber agua o «Coca-Cola». Sin embargo, creo no equivocarme al pensar que ustedes, en alguna ocasión, habrán tomado unas copas de más. Hagan memoria y recordarán cómo se traba la lengua y cómo el piso parece empeñarse en huir bajo nuestros pies. ¡Buenos días, señores!