Zachary Dirt siempre fue un tipo estrafalario al decir de cuantos le conocían a fondo, por haberle tratado más o menos íntimamente. Era un inadaptado al ambiente en que su estrella le había colocado y jamás se sintió a gusto ni con su suerte ni con la posición social que gozaba. Desde que se vio solo en el mundo para campar por sus respetos, había intentado infinidad de procedimientos para vivir lo mejor posible, sin conseguirlo. La suerte no estaba de su lado y esto le obligó las más de las veces, a defender su estómago trabajando como vaquero en diversos ranchos, por ser este el oficio que en los primeros albores de su juventud había aprendido.
El día era agobiante. Parecía que el sol, complacido en derretirse en una cascada finísima de rayos, se entretenía en hacer callar a los habitantes de las rocas y de los árboles. Y lo había conseguido. Solamente la osadía de la chicharra, se atrevía a enfrentarse con el intenso calor. Y como si se burlara de él, hacía chirriar sus alas con una constancia desesperante.
Las serpientes buscaban, en movimiento perezoso, pero amenazador, las víctimas de que se alimentaban. Reptaban zigzagueando sin el menor cansancio.
Christian Clutter jugaba una partida de póker ante una mesa, en el bar titulado “La Pecera”.
Todas las tardes, al anochecer, daba una vuelta por el poblado, dejaba su magnífico caballo a la puerta donde ya no pegaba el sol y entraba en el bar saludando con ademán campechano a todo el mundo, y la mayor parte de las veces, invitando a beber a los que se encontraban en el bar.
Esta cordialidad, este gesto de hombre desprendido y la sonrisa que casi constantemente campeaba en sus labios, hubiese hecho creer a quien no le conociera que Christian era todo bondad, cordialidad y desprendimiento, y sin embargo, todo aquello sólo era una máscara, un gesto fanfarrón para destacarse a los ojos de los demás, pues en el fondo era agrio, avaro y poco de fiar en sus acciones. Estas eran siempre un puro y estudiado cálculo y no movía un dedo de su mano que no tuviese un objetivo señalado en su beneficio.
La sirena aulló, estridente. Incluso su sonido metálico parecía allí un extraño y lúgubre lamento, que rebotaba de muro en muro, hasta morir sobre las torres grises, sin lograr salir al paraje desolado del exterior. Pero aquel triste alarido fué suficiente para que todos los hombres uniformados de gris dejasen de trabajar en las canteras y en los talleres interiores del sombrío edificio, reuniéndose en una larga hilera similar a la de miles de hormigas juntas, y esperando allí la llegada de los celadores de uniforme color azul, que sin soltar los rifles «Winchester» fueron tomando las posiciones habituales para conducir a los reclusos al comedor. Era lo habitual en «La Fortaleza». Nada podía ser allí diferente. Día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, los hombres hacían dentro de aquellos muros exactamente lo mismo que hicieran el día antes. No podía quebrarse la rutina de un penal como aquel.
Cuando aquella mañana de primeros de abril ya entrada una agradable y alegre primavera, las familias de Tarlton Rollins y de Rock Garman, abandonaron la sala del tribunal donde el juez acababa de fallar el apasionante pleito que había encendido la pasión y el odio entre ambos clanes, todo el pueblo tenía el presentimiento de que la paz que siempre había reinado en el poblado, se iba a ver turbada y rota de tal modo, que sólo la paz de un puñado de tumbas podría apagar las hogueras que el fallo acababa de avivar hasta el máximo.
Chester Vaughan aguardó a que los dos hombres que le habían acompañado desde el rancho de su padre, situado al norte de Cheyenne, se hubiesen marchado en busca de esparcimiento por la ciudad, la capital ganadera que en aquellos días era Dodge City; la ciudad que no muchos años antes fundara el general Dodge. Le daba un poco de vergüenza a Chester vestir, delante de aquellos hombres rudos y sencillos que le habían visto crecer, la ropa que había comprado y que tenía guardada. Y tan pronto como ellos salieron, vistió el nuevo pantalón de montar de elegante corte y las botas nuevas, relucientes y demasiado ajustadas, calzando a continuación las brillantes espuelas de plata que también había adquirido.
El peón, más tranquilo, salió del despacho, y la joven, olvidándose de los papeles que estaba repasando, se sumió en hondas y no muy agradables reflexiones. La sospecha de su peón era una sospecha que ella abrigaba desde que murió su padre y de la que había hecho partícipe a Timmy Melville, su capataz. Desde años atrás existió una pugna muy dura entre su difunto padre y otro ganadero vecino llamado Theodore Baughey, a causa de unos terrenos comunales que su padre había convertido en pastos para su ganado.
El estruendo seco de los disparos atronaba el hosco paisaje de continuo sumido en el silencio. Aquella parte del temible río Pecos, feudo de los pistoleros y abigeos de la zona correspondiente a Pecos como poblado, no solía ser frecuentada por nadie que no tuviese interés en huir de los rurales. Paisaje tupido, sinuoso, propicio a la emboscada y a amparar las fugas, era terreno prohibido para las personas de bien y más para las que tenían algo que perder y nadie se aventuraba por aquella parte próxima al río, por temor a recibir la caricia de unas onzas de plomo, brotando entre la espesura, o verse atracada para despojarla de cuanto llevase encima, o para retenerla como prisionera en tanto alguien no pagase el precio de su rescate. Las cuadrillas de abigeos y salteadores se sabían casi seguras en aquel terreno que conocían palmo a palmo y lo dominaban como cosa propia, y de vez en vez, cuando la vigilancia parecía menos intensa, hacían incursiones veloces y provechosas por ranchos, granjas y poblados pequeños, esquilmándolos y produciendo víctimas, cuando alguien se atrevía a resistirse al expolio.
Dixon, un bien situado terrateniente de la cuenca del Sacramento regresaba del mercado de cereales de Butte City en dirección a Maxwell. Había vendido una partida de grano por un valor de cinco mil dólares y, según su costumbre, regresaba con el dinero en el bolsillo, para ingresarlo en su cuenta corriente de Maxwell.
Era verdaderamente fantástico el historial de aquellos dos hombres; dos hombres duros como el acero, que por un capricho del destino habían nacido enemigos y morirían enemigos, quizá uno a manos del otro, pues su rencor parecía vaticinar que éste sería el final de aquella pugna de colosos. Tanto Ward Murphy, como Rory Wyman, habían nacido a poca distancia el uno del otro en un pequeño poblado llamado Frío Town, junto al curso del río Frío.
Milton salió de la casa y miró en todas direcciones.
Empezaba a soplar un viento gélido.
Sentía frío, a pesar del chaleco que llevaba forrado de piel.
Lió parsimoniosamente un cigarrillo. Le prendió fuego, metiendo el resto del tabaco en el bolsillo de la camisa.
Mientras fumaba, caminó lentamente hacia las viviendas de los vaqueros, en las que no había más que el patizambo Rob Munson, que actuaba de cocinero.
El doctor Stout abrió la puerta. Su aparición en la sala fue acogida con el más denso de los silencios. Cerrando de nuevo tras sí, miró larga y gravemente a uno de los tres personajes reunidos en la estancia.
Por primera desde que abriera sus puertas al público hacía algo más de un año, el bar garito de Deve Short, en Deming, tenía enfundadas las mesas de juego y no se captaba aquella noche el agrio canturreo de la bola de marfil sobre el tazón de la ruleta. El insólito suceso era un caso de fuerza mayor y nunca mejor empleada la frase, porque había sido la fuerza de la autoridad, impuesta al fin, tras un período de forcejeo muy espectacular, la que había logrado aquel silencio en la ruleta, ya que aquella noche no solo dejaría de funcionar para siempre, sino que el bar se cerraría y Deve abandonaría Deming.
Paw Rudy había venido al mundo signado por una estrella negra que presidió su primer balbuceo y había sido inútil cuanto intentó a sus veintidós años pletóricos de energía, para emprender una ruta distinta de la que el hado le trazara. Gozó de una niñez triste y mísera.
Jubal “El Sombrío” empujó con gesto displicente la puerta giratoria del restaurante “La Perla del Missouri”, y buscó con interés la mesa que adosada al ventanal que daba a los muelles solía ocupar casi a diario a la hora del almuerzo. Le seducía aquel sitio desde el que a través de los sucios cristales podía contemplar el tráfago de los muelles, y el día que llegaba tarde a ocupar su lugar preferido se sentía contrariado y el almuerzo parecía no sentarle tan bien como él deseaba. Jubal llevaba en Omaha apenas tres meses. Había llegado a la capital del Estado acuciado por Robson, el dueño del último y mejor garito instalado en la ciudad, sólo porque Robson le conocía de otras ciudades turbulentas y viciosas...
El caballo se encabritó con un relincho. Su jinete tuvo que hacer grandes esfuerzos para evitar que diera con él en tierra y se precipitase al galope lejos de su dominio. El zigzagueo en el cielo negro y denso de la noche tempestuosa, tuvo un fulgor cárdeno, acompañado de un estruendo demoledor. Cielos y tierra parecieron estremecerse al impacto de la descarga. La lluvia arreció con mayor fuerza.
A oídos de Tom Castle llegó el eco de dos disparos consecutivos. Se estremeció a impulsos de un presentimiento. —¡Ha sido en la cabaña de Duff! ¡Vamos, “Dóllar”! El caballo no necesitó de otro acicate que la voz de su amo para salir disparado como una flecha, haciendo gala de su galopar elástico, fácil, elegante. No tardó Tom en divisar la silueta de la cabaña ocupada por el viejo Duff “Tormenta”, en la que el propio Tom encontraba asilo frecuentemente. Procuró el joven llevar su caballo por el terreno herboso, fuera del camino, para que no se oyese el ruido que habría producido el caballo en el terreno duro del camino.
Sam descendía lentamente por la amplia calzada de la Market Street, que si no era precisamente la mejor y más aristocrática vía del populoso y turbulento San Francisco, sí era una calle importante. En ella se abrían muchos comercios lujosos y bastantes garitos, disfrazados en parte por los amplios y llamativos carteles en los que se anunciaba profusamente el espectáculo que servía de tapadera y atracción para la clientela.